¿Mercado o Estado? El eterno debate a la luz de la historia del pensamiento económico

¿Mercado o Estado? El eterno debate a la luz de la historia del pensamiento económico

Fecha: junio 2023

David Castells-Quintana*

Pensamiento económico, mercado, Estado, sociedad global

Panorama Social, N.º 37 (junio 2023)

Aunque los orígenes de la historia del pensamiento económico se encuentran hace muchos siglos, es en el XX cuando se desarrolló un debate fundamental que ha llegado hasta nuestros días: ¿qué papel desempeñan el libre mercado y el Estado en el buen gobierno de la economía? Este “debate del siglo”, encarnado en los economistas Friedrich Hayek y John M. Keynes, se traza aquí en sus líneas principales, planteando la necesidad de superarlo desde una postura que reconozca las fortalezas complementarias del mercado y el Estado, y la necesidad de ambos para afrontar eficazmente los desafíos actuales de la sociedad global.

1. ¿MERCADO O ESTADO? introducción

El siglo XX fue convulso y trajo consigo grandes transformaciones, tanto políticas como económicas y sociales, muchas de ellas marcadas por debates ideológicos de gran relevancia. El que podríamos llamar “el debate del siglo” se centró en el rol que el mercado y el Estado debían jugar en las economías de posguerra. ¿Debían ser los mercados los que dictasen el porvenir socioeconómico, incluso político, de los países? ¿O debía, por el contrario, ser el Estado el actor dominante?

Y en pleno siglo XXI, vivimos en un mundo que se enfrenta a desafíos de máxima importancia y urgencia. Tras siglos de industrialización y avances tecnológicos, la pobreza extrema sigue siendo una realidad para cientos de millones de personas, mientras la riqueza se concentra en las manos de unos pocos, poniendo de manifiesto ámbitos en los que la desigualdad no deja de crecer. A su vez, esa misma industrialización, basada en los combustibles fósiles, junto con nuestro deseo incansable de mayor consumo, ha provocado un deterioro medioambiental sin precedentes. Las instituciones de las democracias avanzadas parecen incapaces de dar respuesta a muchos de estos problemas, y muestran signos de agotamiento. ¿Cómo podemos afrontar estos problemas? ¿Quién debe hacerse cargo? ¿De qué herramientas disponemos?

Dos instituciones han jugado un papel central en la forma en que las civilizaciones, al menos las más modernas, han dado respuesta a los problemas a los que se han enfrentado: el mercado y el Estado. No quiere decir que otras instituciones no hayan sido o sigan siendo relevantes. Pero, hoy por hoy, nuestra vida social, económica y política está marcada de forma determinante por los mercados y los aparatos estatales. Así, el diseño de estrategias con posibilidad de éxito para resolver los problemas que nos acechan, hemos de repensar el rol del mercado y el del Estado, y cómo aprovechar lo mejor de estas dos instituciones. El debate entre mercado y Estado mantiene, por tanto, su relevancia en nuestros días.

En este artículo se reexamina el debate entre mercado y Estado. Para ello, el segundo apartado expone este debate a la luz de la historia del pensamiento económico, buscando los orígenes milenarios del mismo y su evolución a lo largo de los siglos. Comprender las raíces del debate puede ser de gran utilidad para entender los argumentos subyacentes a cada posición, así como las posibles ventajas y desventajas de un mayor rol del mercado o del Estado. Luego, en el tercer apartado, se analiza la relevancia del debate desde la perspectiva de la realidad actual, con el fin de comprender mejor cómo el mercado y el Estado pueden resultar útiles para afrontar los retos del siglo XXI.

2. El papel del mercado y del Estado según la Historia del Pensamiento Económico

2.1. Los orígenes milenarios del debate

El debate sobre el rol del mercado y el Estado en la economía y la búsqueda de la prosperidad colectiva suele ubicarse en el siglo XX, fundamentalmente tomando como base los posicionamientos de Friedrich von Hayek (1899–1992) y John Maynard Keynes (1883–1946). Sin embargo, este debate se remonta mucho más atrás en el tiempo, no sólo a la época de la economía clásica del siglo XVIII, sino incluso a la antigüedad.

De hecho, ya en la Grecia antigua encontramos raíces claras del famoso debate. Dos de los primeros filósofos-economistas de quienes tenemos registro son Hesíodo (750–650 a. C.) y Jenofonte (431–354 a. C.). Si bien Hesíodo, contemporáneo de Homero, es más conocido como poeta, en sus escritos figuran algunos de los primeros indicios de pensamiento económico, que, además, hacen referencia al balance entre el rol del mercado y el Estado. En su poema “Los trabajos y los días”, Hesíodo habla del “trabajo como fuente de todo bien”, o de que “a través del trabajo los hombres se enriquecen”. También incluye una referencia a la competencia como “buen conflicto”, ”que empuja a las personas a hacer lo mejor que pueden. Después de Hesíodo, los pensadores sofistas (siglos V y IV a. C.) también reflexionaron sobre el papel del mercado y el Estado en la sociedad. Platón defendía la propiedad común de los recursos, mientras Aristóteles argumentaba a favor de la propiedad privada. Platón, en La República, escribió sobre cómo el Estado se encargaba de la educación, clasificando a los ciudadanos según sus diferentes habilidades. Casi dos milenios antes de Adam Smith, ­Platón entendió, en cierto modo, que el valor de la riqueza común provenía de la división y especialización del trabajo. Pero fue otro de los grandes discípulos de Sócrates quien se iba a plantear explícitamente cuestiones económicas unos dos siglos después de Hesíodo. Si con su obra ­Oeconomicus, centrada en “la administración de la casa” dio nombre a la “economía”, en Medios y Formas escribió sobre cómo dirigir y administrar un Estado. En realidad, esta última obra puede considerarse probablemente el primer escrito sobre desarrollo económico. Ella recoge ideas fundamentales relacionadas con el aprovechamiento de la producción a gran escala (lo que hoy llamamos “economías de escala”), el fomento del intercambio con comerciantes extranjeros (“el comercio internacional” de hoy) y con la necesidad de aliviar la pobreza y abordar las dificultades (lo que ahora llamaríamos “política económica”).

También se encuentran raíces milenarias del debate fuera de Grecia. Chanakia (350–275 a. C.), antiguo profesor y filósofo indio, escribió sobre Arthashastra, la “ciencia de la ganancia material”. Considerado hoy como pionero de lo que, muchos siglos después, se llamaría “ciencia económica”, Chanakia trazó en sus obras, el Estado ideal, que, a su juicio, debía ser bastante autoritario y regirse por la utilidad, más que por el derecho o la ética, con el objetivo principal de fortalecer al reino, pero también de aumentar el bienestar social.

En la antigua China, Confucio (551–479 a. C.), en sus Analectas, expuso asimismo los elementos esenciales para un buen gobierno, sosteniendo que “el gobernante sabio y bueno es benevolente sin gastar fortunas; pone cargas sobre el pueblo sin ser feroz“. ¿Cómo hacerlo? La respuesta de Confucio: “Simplemente hay que seguir el curso que naturalmente trae beneficios a la gente“. De manera similar, Chuang Tzu (369–286 a. C.), pensador taoísta, sugirió que “el buen orden llega espontáneamente cuando las cosas se dejan en paz”. Tanto las ideas de Confucio como las de Tzu resuenan como un embrión temprano de la ideología económica moderna del laissez faire, basada en la idea del espíritu empresarial individual y las fuerzas del mercado autorreguladoras.

Incluso en la filosofía musulmana, en autores como Al-Ghazali (1058–1111), Nasir al-Din al-Tusi (1201–1274) y Ibn Jaldún (1332–1406) se hallan raíces del debate mercado-Estado. Jaldún, uno de los primeros autores en preocuparse por el crecimiento y el desarrollo económico, escribió sobre los beneficios de la división del trabajo, los desafíos del crecimiento de la población y la necesidad de capital humano y progreso tecnológico; pero también expuso razonamientos interesantes sobre el papel de las instituciones, apoyadas en impuestos “moderados y justos“ que hagan que el pueblo trabaje con ánimo, subrayando que “cuanto más ricos y numerosos son los súbditos, tanto más dinero posee el gobierno“1. No sin razón Ibn Jaldún ha sido considerado por muchos como el verdadero “padre de la economía moderna“, un título que se ha atribuido a menudo a Adam Smith, nacido más de tres siglos después.

2.2. Mercado y Estado en la economía clásica

Durante los siglos XIV, XV y XVI, marcados por la expansión imperialista, la acumulación de oro y plata se convirtió en el objetivo principal de las comunidades políticas más desarrolladas. Como la fortaleza militar y económica de los gobernantes primaba sobre el bienestar del individuo, el protagonista del devenir económico y político era el Estado (en aquella época, en forma de reinos e imperios). Pero, poco a poco, los economistas empezaron a cuestionar esta ansia constante de oro, así como a reflexionar sobre la verdadera fuente de la riqueza de las naciones. Varios economistas de la época empezaron a defender la libre empresa y el libre comercio2. Después de todo, la “burguesía“ era la nueva clase productiva, y las políticas tributarias y proteccionistas de la época mercantilista significaban un gran peso para ella. Pensando en el espíritu empresarial y el comercio, ­Vincent de Gournay (1712–1759) indagó en por qué resultaba tan difícil el laissez faire y trazó algunas de las líneas maestras de la economía de libre mercado que se desarrollaría a partir de entonces. Tras siglos de defensa de una fuerte intervención estatal, durante la época mercantilista, la idea de la libre empresa y el libre comercio surgió como una verdadera revolución en el pensamiento económico. Sin embargo, y curiosamente, esta idea de laissez faire ya quedaba recogida en las antiguas enseñanzas de Chuang Tzu.

Con la Revolución Industrial en marcha, era evidente que el valor de las cosas no provenía de los metales preciosos. La riqueza de un Estado ya no estaba determinada por la acumulación de oro y plata. Tampoco la tierra constituía la única fuente de riqueza. Las ciudades y sus fábricas desempeñaban ahora un papel fundamental en la producción de la riqueza. Y así es como Adam Smith (1723–1790), en Una investigación sobre la naturaleza y las consecuencias de la riqueza de las naciones (The Wealth of Nations), publicada en 1776 y considerada la “biblia“ de la economía moderna, se propuso (re)explicar la importancia de la división y especialización del trabajo en el aumento de la productividad.

Las implicaciones sociopolíticas de esta comprensión del valor y de la riqueza son, por supuesto, de gran importancia. Al estudiar el espectacular aumento de la productividad que tenía lugar a su alrededor, Smith comprobó que los productores, a pesar de la escasez de recursos, sabían generalmente qué producir, siendo asimismo conscientes de que obviamente no podían producirlo todo. Habida cuenta de esa escasez, Smith supo ver que el verdadero desafío al que se enfrentan las naciones es el de encontrar la forma más eficiente de asignar sus recursos limitados a las necesidades ilimitadas de sus ciudadanos. Y en la Inglaterra del siglo XVIII esta asignación estaba sucediendo de forma bastante eficiente, a diferencia de lo que ocurría en otros reinos que llegaban a colapsar por desperdiciar sus recursos. En Inglaterra, por el contrario, los recursos se utilizaban eficientemente. Cuando se necesitaba algo, aparecía tarde o temprano alguien que lo producía o inventaba; y ello sucedía sin que nadie tuviera que coordinar todo el sistema, sin ningún faraón o templo buscando respuestas en los dioses y tratando de controlar el conjunto de la actividad económica. Según Smith, en Inglaterra, la empresa individual y el mercado, imperceptiblemente, estaban impulsando la economía en la dirección correcta. Si bien los economistas anteriores habían vislumbrado las fuerzas de la oferta y la demanda, fue Smith quien pudo comprender y explicar el gran poder del mercado para asignar recursos limitados a necesidades ilimitadas; en sus palabras, era como si una “mano invisible“ estuviera detrás de todo esto, la mano invisible de las fuerzas del mercado, de la competencia y del sistema de precios.

El mercado de Smith no sólo hace un buen trabajo en la asignación de recursos; también es capaz de transformar a un individuo egoísta y automotivado en una fuerza para toda la nación. Smith entendió que, para que una nación prospere, no es necesario que las personas tengan un objetivo superior de servir al Estado. Antes al contrario: cuando todos persiguen su propio beneficio individual, la nación crece económicamente. En otras palabras, para que los Estados sean ricos, deben prosperar, primero, sus ciudadanos. “No es de la benevolencia del carnicero, cervecero o panadero de donde obtendremos nuestra cena, sino de su preocupación por sus propios intereses“, escribió Smith. El buen funcionamiento de los mercados puede llevar a una eficiente asignación de recursos limitados que, gracias al trabajo humano, por egoísta que sea, satisface las necesidades comunes de la ­sociedad.

De esta forma, Smith pone el énfasis en el papel fundamental del libre mercado. Un mercado libre, integrado y no regulado es necesario para que se produzca la especialización, las dos caras de una misma moneda. Cuanto más grande y menos regulado sea el mercado, más espacio para la especialización. De acuerdo con la economía clásica, la intervención estatal en la economía debe, por tanto, reducirse al mínimo. El principal objetivo del Estado debería ser desarrollar el entorno adecuado para que aumenten la producción y la productividad, y las empresas florezcan y crezcan. No es que no haya lugar para la intervención del gobierno, sino que su principal función debe consistir en garantizar un buen funcionamiento de los mercados. Esta visión del mercado y del Estado, dirige la atención hacia el papel de las instituciones en la economía, lo que implica otra revolución intelectual alumbrada por el pensamiento económico clásico. Según Smith y los economistas clásicos posteriores a él, una nación prospera si puede desarrollar aquellas instituciones que conduzcan al círculo virtuoso de especialización e innovación; la libre empresa y el libre mercado son fundamentales en este sentido. Para que las innovaciones y las fábricas prosperen, se deben incentivar la libre empresa y el libre comercio.

Hoy en día, la idea del libre mercado es fundamental en la ortodoxia de la ciencia económica, y la Economía no es una disciplina muy popular entre algunos grupos. Esta idea tiene incluso una connotación negativa para muchas personas, ya que muchas veces se ha relacionado con la explotación y las desigualdades. Gran parte de esta crítica puede estar bien fundamentada, y es cierto que la ideología del libre mercado puede haberse llevado erróneamente a los extremos. Pero pensemos por un momento en la realidad antes del libre mercado. Si alguien quería producir algo, necesitaba la aprobación de varias autoridades, y si carecía de las conexiones políticas o administrativas necesarias, no tenía posibilidad alguna de recibir la aprobación (o “designación real”) correspondiente. Los gremios eran cerrados y desempeñaban también un papel muy relevante a la hora de decidir quién podía producir y cómo. Así, la competencia y la innovación eran limitadas. La producción y, por tanto, la riqueza, se encontraban en pocas manos, normalmente en las de los gremios y los aristócratas. Las restricciones a la producción se traducían en escasas opciones sobre lo que se podía consumir, y esas opciones eran generalmente caras y de mala calidad. Con poca o ninguna competencia, los productores líderes no eran necesariamente los mejores, sino los que tenían privilegios de mercado, los que estaban bien conectados.

Desprovista de poder económico, la masa de la población también tenía poco poder político. La idea de la libre empresa y el libre mercado, el laissez faire, chocaban con los gremios y los precios fijos, y favorecían a quienes podían ofrecer la mejor calidad y los precios más bajos. Esta no fue sólo una revolución económica; también fue sociopolítica. Aunque a veces cueste entenderlo, históricamente la libre empresa y el comercio han desempeñado un papel significativo en la democratización del poder político. Sin duda, los mercados puedan tener muchos fallos, pero limitar la libre empresa y regular fuertemente los mercados puede resultar muy peligroso. Como argumentó ya en el siglo XX Friedrich Hayek (1899-1992), lo opuesto a la libre empresa y los mercados es, a menudo, el totalitarismo y el gobierno despótico. La historia está llena de ejemplos.

2.3. Cuando los mercados fallan

En la segunda mitad del siglo XIX parecía claro que el sistema económico no era tan fluido como habían predicho los economistas clásicos. Sacudido por la inestabilidad y las crisis, estaba muy lejos de proporcionar prosperidad para todo el mundo. Los mercados funcionaban insatisfactoriamente en las cuestiones distributivas y las nuevas clases trabajadoras industriales estaban frustradas. El descontento social generalizado alimentó a los movimientos socialistas y anarquistas, que exigía nuevas organizaciones socioeconómicas. Karl Marx (1818-1883) reinterpretó el conjunto de herramientas de análisis económico desarrollado por los clásicos. Al hacerlo, trató de dar una explicación completa de las causas económicas fundamentales del malestar social que prevalecía, sobre todo, en las ciudades industriales. Descubrió que esas tensiones se hallaban enraizadas en una constante lucha de clases, inherente a cualquier sistema económico a lo largo de la historia de la humanidad. Si durante la Edad Media esta lucha de clases tuvo lugar entre terratenientes y campesinos, bajo el sistema industrial se manifestaba en el enfrentamiento entre capitalistas y proletariado. Así, para Marx y sus seguidores, la propiedad del capital debía pasar de las manos privadas al colectivo trabajador. Y esto implicaba por fuerza una revolución, en la que el Estado terminaría siendo el agente principal de la actividad económica.

En varias sociedades, principalmente la rusa, las ideas de Marx triunfaron y llevaron a sistemas económicos “planificados”, que sustituyeron al mercado por el Estado en la adopción de decisiones sobre qué producir, para quién y cómo. Al Estado se le convertía así en la institución por excelencia para alcanzar el el bienestar colectivo, un proyecto que trataron de poner en práctica los regímenes comunistas, sobre todo, después de la Segunda Guerra Mundial en Europa oriental.

2.4. Keynes vs. Hayek: el debate del siglo XX

Ya desde finales del siglo XIX cobró fuerza la idea de que tanto a los mercados como al Estado les correspondía un papel importante en las economías modernas. De hecho, para finales de ese siglo ya se habían comenzado a desarrollar estados de bienestar incipientes, especialmente en Alemania, Suiza y el Imperio austrohúngaro. El Estado de bienestar concebía la búsqueda de la igualdad de oportunidades y la redistribución de la renta como una misión central del Estado. Aunque la intervención del gobierno en la economía estaba en contra de las ideas centrales, clásicas y neoclásicas, que ganaban fuerza en la época, para muchos economistas del momento la eficiencia de los mercados no era suficiente. Así, entrado el siglo XX ya se venía gestando lo que conoceríamos como el debate del siglo, que enfrentaría a Hayek contra Keynes, a Viena contra Cambridge.

Pero todo toma un rumbo diferente a partir de 1914, con la Primera Guerra Mundial, la Gran Depresión de 1929, el proteccionismo y los nacionalismos de los años treinta y la Segunda Guerra Mundial que estalló en 1939. El mundo de posguerra, a partir de 1945, era radicalmente diferente al de antes de 1914. Pasó a estar dominado por dos superpotencias y dos ideologías económicas diferentes: el sistema de libre mercado y libre empresa de Estados ­Unidos, contra el sistema comunista y controlado por el Estado del bloque soviético. Este nuevo contexto tuvo un impacto profundo en el orden internacional y las preocupaciones políticas, así como en el debate económico. ¿Cómo vencer el desempleo? ¿Cómo recuperar el camino de la prosperidad y evitar la crisis que tanto daño había hecho a las economías industrializadas? John Maynard Keynes, nacido en Cambridge, parecía tener las respuestas.

Según Keynes, el enfoque del laissez faire, característico del pensamiento neoclásico, resultaba inadecuado para abordar los nuevos y cada vez más complejos problemas de las sociedades industrializadas de la posguerra. En su libro Consecuencias económicas de la paz (1919) explicó que las duras imposiciones de los vencedores de la Primera Guerra Mundial al derrotado Imperio Alemán desestabilizarían y debilitarían a toda Europa y al sistema financiero internacional. “La venganza, me atrevo a predecir, no cojeará [...] los horrores de la última guerra alemana se desvanecerán en la nada“, auguró con lamentable acierto. Posteriormente, Keynes revolucionaría el pensamiento económico con su Teoría general del empleo, el interés y el dinero (1936).

El núcleo del marco teórico de Keynes descansa en la crítica a un componente clave del análisis neoclásico, la ley de Say, por la cual la oferta crea su propia demanda. ­Keynes rechazó tanto este principio como el de que todos los ingresos se gastan, mostrando que las expectativas desempeñan un papel clave en el comportamiento del ahorro y la inversión, haciendo del dinero no sólo un medio de intercambio, sino también una reserva de valor potencialmente vinculada al comportamiento especulativo. En contra de lo establecido por el pensamiento neoclásico, Keynes consideraba que las decisiones de ahorro e inversión eran bastante independientes entre sí. En la medida en que las decisiones sobre el ahorro dependen, según ­Keynes, más de los patrones de ingresos y consumo que de las tasas de interés, con el aumento de los ingresos, los ahorros también aumentan. Por su parte, las inversiones dependen crucialmente de las expectativas, de manera que si los gastos de inversión agregados son menores que los ahorros, la economía cae por debajo de su producción potencial. De ahí que, contrariamente a lo que predijeron los economistas neoclásicos, una economía pueda llegar a estar estancada por debajo de su potencial, con bajos ingresos y altos niveles de desempleo.

Una variable clave en el análisis keynesiano es la tasa de interés. Para Keynes, la tasa de interés no está determinada por la oferta y la demanda de fondos, como supone la economía neoclásica, sino, más bien, por la oferta y la demanda de dinero en sí, incluida la especulación. Abogó decididamente por tasas de interés bajas para estimular la actividad económica y reducir el desempleo, pero también advirtió que la influencia de los decisores de políticas en la tasa de interés podría reducirse drásticamente, con graves efectos para la economía. Cuando los tipos de interés se desploman y los agentes económicos dejan de invertir el dinero, surge lo que Keynes denominó una “trampa de liquidez”, cuya superación exige que el gobierno aumente su propio gasto para fomentar la actividad económica y, en consecuencia, el empleo. Ante crisis económicas generadas por trampas de liquidez, se precisa la intervención del Estado a través de la política fiscal. De este razonamiento keynesiano se deriva una proposición normativa: el Estado debe aumentar el gasto (promover una política fiscal expansiva) cuando la economía lo requiera, incluso si ello provoca déficits fiscales, algo que los neoclásicos temían. 

El marco teórico de Keynes no excluye la posibilidad de que existan importantes rigideces en los mercados, principalmente si los salarios y los precios no son lo suficientemente flexibles como para conducir al pleno empleo y al buen funcionamiento de los mercados. Esto implica que situaciones de desequilibrio puedan persistir más de lo previsto por el análisis clásico y neoclásico. Con el fin de permitir al sistema de mercado que alcance su máximo potencial los gobiernos de los países industriales deben regular la economía Estas ideas ayudaron a sentar las bases del sistema económico moderno, que mezcla los beneficios de los mercados con la capacidad reguladora del Estado.

La nueva forma keynesiana de entender la economía y sus implicaciones en términos de política económica representaron un cambio radical en la historia del pensamiento económico, así como también en la forma en que los gobiernos veían y administraban las economías nacionales. La adopción generalizada de las doctrinas de Keynes y de las políticas de estabilización macroeconómica que recomendó tuvo un papel decisivo en las sociedades occidentales. De acuerdo con un amplio consenso académico, la intervención política activa en las economías de mercado de los países de Europa occidental contribuyó al período inusual de estabilidad, paz y crecimiento económico experimentado en las décadas posteriores al fin de la Segunda Guerra Mundial.

El reconocimiento de fallos de mercado y el importante papel que se espera del Estado, característicos del pensamiento económico de la posguerra, ofreció una nueva perspectiva sobre el bienestar de las sociedades: la fuente de riqueza, así como de la prosperidad de las naciones, no se encuentra sólo en el mercado, sino también en el papel activo del Estado.

2.5. La revolución neoliberal

Durante décadas fue como si Keynes hubiera proporcionado la receta definitiva para el equilibrio macroeconómico. Pero cuando todo parecía funcionar bien y cuando los gobiernos occidentales pensaban que tenían la economía bajo control, el sistema económico global sufrió otro gran golpe en la década de 1970: el desem­pleo volvió a aumentar y esta vez el declive económico vino acompañado de un aumento de precios. Las políticas de estabilización keynesianas habían dejado de funcionar.

Mientras Keynes defendía la intervención del Estado en la economía, otros autores percibían un alto riesgo en semejante estrategia, que rechazaban como interferencia en los asuntos privados. ¿No fue precisamente el poder concentrado en manos del Estado lo que condujo a gobiernos totalitarios en varios países y, en última instancia, al fascismo y al nazismo en Europa? A esa conclusión llegaba Hayek. En su libro Camino de servidumbre (1944), donde argumentó que cuanto más control ostentaban los gobiernos sobre la economía, de menos libertad disponían los ciudadanos; un gobierno fuerte, con mucha participación en la economía, reducía, al fin y al cabo, la capacidad de los individuos para seguir sus deseos y elegir cómo satisfacerlos. Esta pérdida de libertad, para Hayek, no era sólo económica, sino también política y, por tanto, muy arriesgada; si las personas no pueden decidir lo que quieren, tampoco podrán decidir cómo ser gobernadas.

Nacido en Viena, Hayek estableció su residencia en Londres, donde coincidió con Keynes en tiempos de guerra. Juntos, nos brindaron lo que se ha conocido como “el debate del siglo“. Para Hayek, la intervención estatal debía ser mínima y se debía dejar a los mercados que hicieran su trabajo en la asignación de recursos. Sobre la base de las ideas clásicas y neoclásicas, explicó cómo los precios comunican información que ayuda a las personas a coordinar sus decisiones y demostró que el sistema de precios no sólo proporciona los incentivos adecuados que alinean el interés individual con el bien común, como Adam Smith había explicado dos siglos antes, sino que también recopila y distribuye una cantidad de información que ningún gobierno podría recopilar de manera eficiente. A través de la oferta y la demanda, el sistema de precios captura, de manera continua y automática, las preferencias de cada individuo y los costes a los que se enfrenta cada empresa. Así, los mercados dan respuesta a las prioridades de lo que la gente necesita, cuánto y cuándo, ya sean medicamentos, café, cerveza o cualquier producto o servicio que la economía pueda brindar. A través de los mercados, los individuos eligen libremente lo que quieren; ningún gobierno decide por ellos. Las tesis de Hayek ponían en entredicho a las de Keynes. Es así como, en la segunda mitad del siglo XX, la Economía se dividió en dos: entre quienes defendían un papel cada vez más importante del Estado y quienes creían que debía dejarse a los mercados dirigir la economía. Ya en Chicago, junto a Joseph Schumpeter (1883-1950) y otros como James Buchanan (1919–2013), Milton Friedman (1912–2006), Ronald Coase (1910–2013) y Gary Becker (1930–2014), las ideas de Hayek resonaron a escala mundial. Apareció el germen de la denominada “revolución neoliberal” que dominaría la disciplina y las políticas económicas durante las últimas décadas del siglo XX.

Los conocidos como “chicos de Chicago”, representados sobre todo en Friedman, interpretaron la crisis de la década de 1970 en las economías occidentales como la consecuencia de la excesiva intervención gubernamental sobre la economía. El suministro continuo de dinero, una política ampliamente implementada durante las décadas anteriores para mantener la economía en funcionamiento, solo podía tener un impacto temporal (creando una “ilusión monetaria“), pero a costa de generar precios más altos permanentes (es decir, inflación), bajo la óptica de la neutralidad del dinero. A la luz de este diagnóstico, la receta para salir de la crisis implicaba menos gobierno; es decir, menos intervención, más privatización de empresas estatales y liberalización de los mercados. Todo ello, unido al libre comercio, en línea con la tradición clásica, pero ahora en una escala verdaderamente global en beneficio de todos3.

Estas políticas se desplegaron sistemáticamente por primera vez en el Chile liderado por Pinochet, pero también se convirtieron en el dogma económico central de la Administración Reagan en los Estados Unidos y de los gobiernos de Margaret Thatcher en el Reino Unido. A partir de entonces, la receta se globalizó; tanto para los países ricos como para los pobres, las políticas neoliberales aparecían como la clave del crecimiento económico. Todo lo que había que hacer era seguir las diez políticas del llamado “Consenso de Washington”, el credo neoliberal respaldado por las más altas instituciones económicas y financieras del mundo, entre ellas el FMI y el Banco Mundial4.

Así como Keynes había proporcionado un marco analítico para salir de la crisis de la década de 1930 y herramientas para la recuperación en la posguerra, Hayek, Friedman, la Escuela de Chicago y el neoliberalismo ofrecieron un canon alternativo para superar el estancamiento de las décadas de 1970 y 1980. Sin embargo, la creencia en recetas de política económica universalmente aplicables en un mundo cada vez más complejo resulta ingenua y arriesgada. Cuando las políticas suenan a mandamientos, como los diez puntos del Consenso de Washington, el conocimiento científico deja de avanzar, y los costes para la sociedad se elevan.

3. Estado y mercado hoy

Como hemos visto, la teoría económica, así como la historia, han demostrado que los mercados, cuando funcionan bien, son capaces de aprovechar lo mejor de la competencia, promueven la innovación y generan una asignación eficiente de los recursos productivos. Pero no siempre funcionan bien. En tal caso, el Estado puede desempeñar un papel fundamental para evitar resultados indeseables. Un buen Estado tiene la capacidad de redistribuir la riqueza y promover mayor cohesión social. También puede corregir externalidades negativas, como la contaminación, y velar por el cuidado del medio ambiente. Asimismo, su contribución a la provisión de servicios básicos es fundamental, allá donde el mercado no llega o donde no logra ser eficiente. En sectores que generan externalidades positivas de gran valor social, como la educación o la sanidad, la intervención estatal puede aumentar el bienestar colectivo de manera crucial.

En la actualidad, la mayoría de las sociedades modernas funcionan como economías mixtas, que intentan aprovechar lo mejor de los mercados, reservando un papel importante al Estado para garantizar que esos mercados funcionan de acuerdo con reglas que benefician a la sociedad. Mercado y Estado son dos herramientas complementarias para maximizar el bienestar común. El Estado, de hecho, se puede entender como representante de la sociedad. El buen funcionamiento de los mercados es fundamental para el desempeño económico y el progreso social, y lo mismo ocurre con instituciones como el Estado y las políticas públicas que implementa.

Más que debatir si primar a los mercados o al Estado, es preciso plantear en qué situación y momento determinado se puede explotar lo mejor del mercado o de la intervención estatal. Sin embargo, algunas dinámicas políticas actuales parecen querer devolvernos a una versión trasnochada del debate. Mientras algunos partidos vuelven a maldecir a los mercados, otros repudian casi cualquier intervención pública. Se “manipula” el debate para, o bien “desmontar” el Estado del bienestar, o bien “regular mercados” de forma ineficiente.

En España, según el INE, un 22 por ciento de la población, es decir, más de nueve millones de personas, viven en riesgo de pobreza5. Si bien la desigualdad aumentó significativamente tras la Gran Recesión iniciada en 2008, con una tasa de desempleo que llegó a alcanzar el 25 por ciento, en los últimos años, la economía se ha recuperado y el desempleo ha disminuido significativamente, mientras que la desigualdad parece haber detenido su crecimiento. Con todo, reducir más el desempleo, la pobreza y la desigualdad exigen seguir fomentando la iniciativa empresarial, las oportunidades del mercado y los entornos que favorecen el dinamismo del sector privado y la generación de puestos de trabajo. Pero para garantizar el acceso generalizado a esas oportunidades laborales, el Estado ha de garantizar el acceso a la educación y la sanidad en igualdad de condiciones a todos los ciudadanos. Cuestionar el papel del Estado como soporte primordial de nuestro sistema del bienestar podría ser un gran error histórico.

Fuera de España, en muchos países latinoamericanos, los graves problemas institucionales, incluida la corrupción política, han reavivado el debate sobre el Estado, cuestionando su papel en el devenir económico. Así, la polarización política dificulta cualquier interlocución razonable entre quienes defienden un socialismo intervencionista y quienes sacralizan el sector privado. Esta dicotomía simplifica en exceso lo que debería ser un debate basado en buenas razones y experiencias contrastadas sobre el papel de la iniciativa privada y la pública, e impide que esos países puedan llegar a disfrutar los beneficios de una economía mixta que aproveche lo mejor de mercados y Estado.

Trascendiendo esa dicotomía, deberíamos debatir, más bien, cómo diferentes políticas pueden encaminar a los mercados hacia situaciones más deseables, cómo diseñarlas mejor y cómo evaluar continuamente su eficacia y eficiencia, toda vez que hoy en día disponemos de los datos y las herramientas necesarias para llevar a cabo esa evaluación. Las enseñanzas que desde las ciencias sociales, así como desde la historia, se han ido acumulando hasta la fecha sobre las bondades y los peligros tanto de los mercados, como de la intervención estatal, deberían constituir un dique contra debates ideológicos superficiales.

También hemos de entender que los problemas que enfrentamos hoy por hoy escapan a la dicotomía clásica mercado-Estado. Los mercados son hoy globales, como lo son muchos de los problemas que enfrentamos. Debemos contemplar el debate mercado-Estado a la luz de los desafíos a los que se enfrenta hoy la humanidad. La pobreza extrema, el cambio climático y las guerras son “fallos” globales que requieren acciones colectivas. Estas deben darse ya no sólo a nivel de estados funcionales, sino también a través de la cooperación entre ellos, así como de nuevas y mejoradas instituciones de gobernanza global.

Finalmente, conviene no olvidar que mercado y Estado son meros instrumentos para la consecución del objetivo primordial: maximizar el bienestar común, con el individuo como protagonista. No hay duda de que los estados, los mercados, los precios y las políticas son fundamentales. Pero el objeto último y la preocupación principal debe residir siempre en la mejora de la vida de las personas.

Bibliografía

Bhagwati, J. N. (2002). Free Trade Today. Princeton: Princeton University Press.

Castells-Quintana, D. (2021). La esquiva búsqueda de la prosperidad. Una breve historia del pensamiento económico. Ediciones UAB.

Escartín, E., Velasco, F. y González-Abril, L. (2012). Impuestos moderados, según Ibn Jaldún. Medievalista, 11, pp. 1-26.

Hayek, F. (1944). The Road to Serfdom. London: Routledge.

Keynes, J. M. (1919). The Economic Consequences of the Peace. Londres: Macmillan.

Smith, A. (1994 [1776]). An Inquiry into the Nature and Causes of the Wealth of Nations. Nueva York: Modern Library.

Williamson, J. (1990). What Washington means by policy reform. En J. Williamson (Ed.), Latin American adjustment: How much has happened? Washington: Institute for International Economics.

NOTAS

*  Dep. Economía Aplicada. Universitat Autònoma de Barcelona (david.castells.quintana@uab.cat).

 Agradezco los comentarios de Javier Mato Diaz, así como el apoyo del Ministerio de Ciencia e Innovación (proyectos PID 2019-104723RB-100 y PID2020-118800GB-100). Este artículo está en parte basado en Castells-Quintana (2021).

1 Para más información sobre las enseñanzas económica de Jaldún, véase Escartín, Velasco y González-Abril (2012).

2 Entre ellos, John Law (1671–1729) y Vincent de Gournay (1712–1759).

3 Véanse los escritos de Jagdish N. Bhagwati, por ejemplo, Bhagwati (2002).

4 El término Consenso de Washington fue utilizado por primera vez por John Williamson (1990). En su concepción original, las diez políticas son: disciplina en la política fiscal (es decir, sin déficit fiscal), gasto público dirigido a la inversión (en lugar de subsidios), impuestos bajos, tipos de interés bajos, tipos de cambio libres, libre comercio, inversión extranjera directa libre, privatización de empresas estatales, desregulación de los mercados y derechos de propiedad claros.

5 INE, Encuesta de condiciones de vida 2021 (9 de junio de 2022: https://www.ine.es/prensa/ecv_2021.pdf).

Descargar artículo (formato PDF)

Funcas

Think tank dedicado a la investigación económica y social

Contacto
C/ Caballero de Gracia, 28 | 28013 Madrid, España
+34 91 596 57 18 | funcas@funcas.es
Síguenos
Share via
Send this to a friend