La ciudad como comunidad política: estado actual y retos
Fecha: febrero 2021
Carmen Navarro*
Ciudades, Comunidades políticas, Gobiernos locales
Panorama Social, N.º 32 (diciembre 2020)
La ciudad conforma una comunidad política con ventajas para la consecución de tres objetivos democráticos: la eficacia, la participación y la libertad. Este artículo explora desde un punto de vista teórico y empírico, la razón de ser de las ciudades como comunidades políticas, analiza las características de los actores del ámbito político local y las áreas de acción de los gobiernos municipales. Asimismo, presenta los principales retos y limitaciones a los que se enfrentan estas comunidades políticas.
1. Introducción
La ciudad no es solo un nodo económico, un polo de cultura o una comunidad de residentes. Es también –y sobre todo– una comunidad política dotada de representantes y representados, de competencias y autonomía propias y de un sinfín de metas y servicios públicos con los que el gobierno elegido por los ciudadanos persigue el bienestar ciudadano. De hecho, la ciudad es la institución democrática más antigua y también la más duradera. Los imperios pasaron y los Estados están afectados por fenómenos como la globalización que debilitan la pujanza con la que nacieron. Las ciudades, en cambio, mantienen su vigencia como invención política. Que se hable sobre todo de ciudades cuando se alude a conceptos como participación ciudadana, smart-cities, e-government o e-democracy da buena cuenta de la fortaleza de esta forma de sistema político y de su capacidad de renovarse y reinventarse.
Polis es la palabra griega para designar a la ciudad-estado. Encarna a la sociedad política quizás en su forma más perfecta, pues aúna en ella el rasgo de ser una entidad lo suficientemente pequeña como para tener formas relativamente sencillas de organización y lo suficientemente grande como para integrar todos los elementos de la política: ideas, competición electoral, gobierno y una maquinaria administrativa encargada de poner en marcha programas y servicios públicos.
Estudiar la ciudad como comunidad política conduce a interrogarse sobre las tres dimensiones nucleares de lo político: el porqué, el quién y el cómo. O lo que es lo mismo: 1) ¿por qué gobiernos propios de las ciudades? ¿Existen buenos argumentos para defender la descentralización y la autonomía del gobierno local? Y, si es así, ¿en qué valores y objetivos se asienta la existencia de un gobierno propio de la ciudad?; 2) ¿quiénes son sus protagonistas? ¿Cuál es el entramado de representantes, representados, líderes e intereses en la gobernanza de las ciudades? ¿Cuáles son las características y retos que afrontan? ¿Cuál es el papel de los ciudadanos?; y 3) ¿cómo desarrollan las acciones que les permiten avanzar en el bienestar de la comunidad? ¿Qué metas tienen? ¿Qué políticas desarrollan?
Las páginas siguientes intentan dar respuesta a estas preguntas. Para ello, se traza el panorama actual en torno a los tres ejes mencionados, tanto desde un punto de vista teórico, recogiendo los consensos académicos en los campos de la democracia local y los estudios urbanos, como con ilustraciones de la realidad de la política de las ciudades, en especial de las españolas. Se apunta también a los elementos más problemáticos o retos a los que se enfrentan estas comunidades políticas.
2. El porqué de los gobiernos locales
Si no existiera el gobierno local, un gobierno propio de las ciudades, habría que inventarlo. Esta máxima propia del municipalismo se predica de todo tipo de municipios, tanto los de los pueblos como los de las ciudades. Pero los gobiernos de estas últimas tienen si cabe más trascendencia, pues despliegan un mayor número de acciones y lo hacen con unos medios y un alcance que les permiten afrontar con eficacia algunos de nuestros problemas colectivos. Benjamin Barber, una de las voces de referencia en temas locales por su defensa de lo que él mismo denomina strong democracy, argumenta que el camino hacia la democracia global no pasa por los Estados sino por las ciudades (Barber, 2013). En su visión, los Estados-nación –invenciones políticas diseñadas hace 400 años– resultan hoy arcaicos y disfuncionales para afrontar los problemas y desafíos transnacionales. Las ciudades, sin embargo, constituyen los espacios públicos donde nos manifestamos como ciudadanos, como participantes en una comunidad política. Son profundamente abiertas, participativas y multiculturales. Están acostumbradas a establecer redes y a trabajar colaborativamente y por ellas pasan, antes que por otros espacios, los principales fenómenos e innovaciones políticas. Estarían, en definitiva, en mejor posición que los Estados para afrontar los problemas actuales. Su convicción es tan firme que, provocadoramente, plantea y defiende las ventajas de una forma de gobierno global constituido por un parlamento de alcaldes.
Se esté de acuerdo o no con estos planteamientos, lo cierto es que hay coincidencia entre expertos en señalar que el gobierno más cercano al ciudadano tiene importantes activos. Estas ventajas consistirían básicamente en una mayor consecución de tres objetivos o valores democráticos: la eficacia, la participación y la libertad (Sharpe, 1970).
Para empezar, al gobierno local se lo relaciona con la capacidad de actuar con altos niveles de eficacia. Este rasgo sería el resultado de su conocimiento profundo del territorio, de sus características, de su población y de sus necesidades y la capacidad, por tanto, de adaptar su actuación a sus condiciones. De esta forma se pone en práctica lo que se conoce como the genius of place, es decir, el talento para interpretar la realidad con el máximo nivel de precisión y ajustar su acción a ella. Dentro de sus competencias, se podría decir que los gobiernos locales son los agentes más eficientes para la provisión de los servicios que son locales en su naturaleza. Y, al tiempo, la cercanía entre gobierno y ciudadanos permite un mejor escrutinio de estos sobre la acción pública y un ejercicio más claro de la rendición de cuentas.
Es algo que se ha puesto, por ejemplo, de relieve recientemente en la crisis de la COVID. Mientras la actuación del Estado ha sido contundente, pero de enorme rigidez, las ciudades, en cambio, han actuado con una celeridad notable y una precisión casi quirúrgica, dando una respuesta adaptada a cada contexto y en cada momento. Han diseñado estrategias diversas pegadas al territorio y sus dificultades, interviniendo allí donde detectaban las necesidades más acuciantes de su población. Sus acciones han incluido desde ayudas sociales, bonificaciones fiscales, retraso o rebaja en el pago de tasas e impuestos hasta la actuación sobre el espacio público, pasando por medidas de reactivación económica, modificaciones en los presupuestos, provisión de equipos informáticos a las familias para reducir la brecha digital, inversiones en obras para dinamizar el empleo o lanzamientos de premios a iniciativas emprendedoras para luchar contra la crisis. Al estar en primera línea y ser las más cercanas al ciudadano, han reaccionado como mejor saben hacer: adaptándose rápidamente a circunstancias cambiantes.
En segundo lugar, los gobiernos locales no tienen rival en la posibilidad de implicar a los ciudadanos en la vida pública al presentar, por sus dimensiones, el único espacio político en que la participación ciudadana puede darse de forma efectiva. Las democracias locales abren sus estructuras a la participación pública y los ciudadanos se implican a través de múltiples formas, como foros ciudadanos, consejos de barrio o de ciudad, comisiones sectoriales de jóvenes, mayores, escolares o mujeres, consultas populares, juntas de distrito, audiencias públicas y un sinfín de mecanismos con los que influir en los procesos municipales de toma de decisiones. Estas fórmulas participativas adolecen también de algunas limitaciones que no se deben ignorar, como el número bajo de participantes en algunas ocasiones o cierta resistencia de las autoridades a incorporar el resultado de la participación a las decisiones públicas. Aun así, se podría decir que las ciudades actúan en cierta manera como escuelas de democracia, permitiendo implicarse en los asuntos públicos y experimentar el funcionamiento del sistema democrático, el contraste de ideas y de alternativas, los constreñimientos de la acción pública o la experiencia de la deliberación.
En tercer lugar, se argumenta que la existencia del nivel local en un sistema político redunda en mayor libertad. La premisa es simple: la misma existencia de este nivel de gobierno contribuye de por sí a la dispersión del poder político y aleja así el riesgo de monopolio del poder del nivel central de gobierno. De hecho, una de las características que comparten los sistemas políticos de corte autoritario es la inexistencia de gobiernos locales y, allí donde existen, se trata de meras instituciones de delegación del poder central, carentes de autonomía. La descentralización política hacia los gobiernos locales reduce la tentación y la posibilidad de actuaciones arbitrarias por parte del poder central.
Nadie como Alexis de Tocqueville ha sintetizado mejor estos activos de la democracia local a partir de sus observaciones sobre el funcionamiento de las comunidades de Nueva Inglaterra a mediados del siglo XIX: “La fuerza del ciudadano libre reside en la comunidad local. Las instituciones locales son a la libertad lo que la escuela primaria a la ciencia. La ponen al alcance de los ciudadanos; les enseñan a apreciar pacíficamente su disfrute y les acostumbran a hacer uso de ellas. Sin las instituciones locales una nación puede dotarse de un gobierno libre, pero no tiene el espíritu de la libertad” (Tocqueville, 2003, p. 78). Aunque la observación está basada en un contexto muy distinto al que vivimos en la actualidad, la esencia de la reflexión aún mantiene su vigencia.
Por todo ello no es casualidad que los ciudadanos tiendan a apreciar la acción de los gobiernos de las ciudades donde residen y a valorar muchos de sus aspectos en comparación con otros niveles de gobierno. En España, por ejemplo, de los estudios del CIS que han explorado la satisfacción ciudadana sobre la provisión de servicios públicos de distintos niveles de gobierno se desprende que la administración local se valora como la más rápida, la que trata mejor a los ciudadanos y la que ofrece más información (Rama et al., 2020), poniéndose así en valor algunos de sus activos.
De todos estos argumentos se puede concluir preliminarmente que la existencia de una comunidad política local propia de la ciudad y autónoma es una buena idea. En España desde luego lo ha sido. Las ciudades fueron los espacios donde aprendimos a socializarnos con la libertad y con la participación en la vida pública en la no tan lejana época de la Transición y donde entendimos de primera mano lo que eran las elecciones competitivas a través de los primeros comicios municipales de 1979. Gracias a la acción de los diferentes gobiernos locales salidos de las urnas la sociedad española fue testigo de profundas transformaciones en dotación de infraestructuras básicas de las que hasta entonces habían carecido las ciudades, de su mejora después y hasta de la provisión de servicios del bienestar más recientemente. También en las ciudades la sociedad se ha familiarizado con los fenómenos globales que han cambiado los referentes de forma de vida, como la contaminación, el cambio climático, la multiculturalidad o la gentrificación, y también en ellas han surgido movimientos sociales como el 15-M.
El reconocimiento de la importancia de los gobiernos de proximidad no es un fenómeno exclusivo de España. Todas las democracias del mundo han transferido poder político al nivel local y, de hecho, la ola descentralizadora se ha traducido en un incremento de la autonomía municipal en el mundo en los últimos 25 años. Así lo demuestra un estudio que ha analizado los países miembros del Consejo de Europa (Ladner et al., 2019). Los Estados diseñan sus modelos de transferencia de poder político a las unidades municipales dando mayor o menor empoderamiento a sus gobiernos en el orden legal, económico, organizativo o funcional. Existen diferentes modelos y mayor o menor transferencia de capacidades legales, financieras, organizativas o funcionales. De todos ellos destaca, por su fortaleza, el desarrollado por los países nórdicos, que hace también recaer en las autoridades locales competencias nucleares en sanidad o educación. El hecho de que estos países sean también los que mejor puntúan en los índices de igualdad, de desarrollo y de calidad de la democracia lleva a muchos autores a afirmar que la existencia de gobiernos locales fuertes y estados de bienestar fuertes son dos fenómenos estrechamente relacionados (Sellers y Lidström, 2007).
Todos los activos señalados hasta aquí no deben ocultar algunas sombras que también amenazan estas comunidades políticas. En España, por ejemplo, la corrupción, sin ser generalizada, ha dañado profundamente la imagen de las democracias locales. También suelen estar expuestas a impulsos centralizadores en épocas de crisis, cuando el Estado las pone en el centro de mira y las somete a reformas institucionales que suelen debilitar su autonomía. Por ejemplo, durante la crisis económica y financiera de 2008, en España se produjo una cierta recentralización de competencias y una intensificación de la supervisión financiera central sobre las arcas municipales. Además, algunos de los problemas que enfrentan los gobiernos locales tienen la condición de lo que se denomina wicked problems o problemas enquistados, como la pobreza o la insostenibilidad, que superan la capacidad de actuar de las ciudades. Estas líneas no permiten ahondar en estos fenómenos, pero cabe afirmar que, pese a la seriedad de estas amenazas, el edificio de valores y activos sobre el que se asienta el gobierno de proximidad, el gobierno de las ciudades, permanece intacto.
3. ¿Quiénes? Los actores de la comunidad política
No se podría hablar de comunidad política sin líderes y sin ciudadanos; es decir, si no se pudiera identificar a representantes que se incorporan a las instituciones y lideran el rumbo de la ciudad. Y tampoco habría una comunidad política si, junto a la acción tradicional de estos representantes, no existieran también otros canales formales e informales de interacción a través de los que los diferentes actores e intereses públicos y privados colaboran para la consecución de objetivos económicos o sociales relevantes para la ciudad, en las denominadas redes de gobernanza (Navarro, 2002). Instituciones, políticos, ciudadanos e intereses conforman el quién de las ciudades.
Para valorar la salud de la que gozan los actores de la comunidad deben tenerse en cuenta los procesos electorales, los liderazgos, la calidad de la representación y las redes de gobernanza. Se podría decir que las ciudades están políticamente en buena forma si sus procesos electorales son competitivos, sus liderazgos eficaces y sus instituciones y redes de gobernanza inclusivas.
Las elecciones para elegir a los gobiernos de las ciudades han demostrado ser eficaces en España. Así lo evidencia el hecho de que a lo largo de cuarenta años hayan permitido conformar gobiernos estables, con escasas mociones de censura que resultaran en un cambio en la alcaldía1 y en donde se han ido alternando en el poder diferentes orientaciones políticas (gráfico 1) en gobiernos tanto monocolor como de coalición. Las frecuentes referencias a las dificultades de formar coaliciones de gobierno en nuestro país ignoran por completo la realidad y la práctica de los gobiernos de las ciudades. La participación electoral local ha dado también muestras de salud democrática, situándose entre el 65 y el 70 por ciento desde el inicio de la democracia, lo que sitúa a España en cotas de participación altas en términos comparados (Navarro, Velasco y Zagorski, 2019).
Además, un rasgo que resalta en el sistema electoral municipal en relación con el nacional o los autonómicos es el ensanchamiento de la comunidad de electores y elegibles, puesto que incluye no solo a los nacionales sino también a un nutrido grupo de no nacionales. A diferencia del resto de competiciones electorales, en estos comicios pueden votar todos los residentes nacionales del resto de Estados de la Unión Europea y de otros países con los que España tenga convenio bilateral (en la actualidad, doce Estados2). Mientras que en el resto de elecciones la llave que abre el derecho es la nacionalidad, en las municipales el concepto clave es el de residencia, que es la que determina la posibilidad de elegir y ser elegido. La comunidad política se funda así sobre el hecho de residir en el municipio y de tener, por tanto, un interés en los asuntos propios locales, en el funcionamiento de la ciudad y la eficacia de sus servicios. Esta característica refuerza la democracia local, al agrandar el demos y extender los derechos políticos a un número importante de residentes. Según datos de la Oficina del Censo Electoral, en las elecciones de mayo de 2019 alrededor de 400.000 residentes de la Unión Europea tenían reconocido el derecho al voto.
En cuanto a los liderazgos, de entre todos los actores de la comunidad política sobresale la figura del alcalde. Son actores de enorme visibilidad que pueden situarse a la altura de políticos del ámbito nacional. Los alcaldes de Madrid, Barcelona o Valencia son reconocidos por los ciudadanos en la misma medida que políticos nacionales. Ahora bien, la figura del alcalde no es la única llamada a jugar un papel en la gobernanza de la ciudad. Junto a él aparecen los concejales y las cabezas de la Administración Local y, en el lado de la sociedad civil, los líderes de asociaciones vecinales o de defensa de intereses específicos y los ciudadanos. De hecho, en algunos sistemas el gobierno de la ciudad no cuenta con un liderazgo centralizado en el primer representante político. En algunos países, como Bélgica, Holanda, Austria o Suiza, el poder local se ejerce colectivamente por un órgano colectivo sin que haya una figura que destaque. En otros, como los países escandinavos, distintas comisiones formadas por concejales y especializadas por temas deciden sobre los asuntos de la ciudad. También hay sistemas en los que la figura fuerte ejecutiva no es el alcalde sino un city manager o gerente, como en Irlanda o en muchas ciudades de Estados Unidos (Mouritzen y Svara, 2002). Pero la opción del alcalde fuerte, que en Europa había sido tradicionalmente propia del sur, se expandió con fuerza a partir de los años noventa hasta el punto de que, en la actualidad, es el modelo de distribución horizontal del poder más habitual en el continente.
Precisamente, la comprensión de la lógica y las razones de las reformas que llevaron a muchos países a reforzar el liderazgo del alcalde permite entender algunos de los retos de la ciudad como comunidad política. Sus promotores justifican que la centralidad del alcalde en la gobernanza local –reforzado aún más si es elegido directamente por los ciudadanos– afianza las fuentes de legitimidad del sistema político (Hambleton y Sweeting, 2014; Caufield y Larsen, 2002). Y las legitimaría tanto en su dimensión del input (los aspectos más relacionados con el proceso de elección y la capacidad de representación) como en la del output (la mejora de la eficacia del gobierno). Es decir, implicaría más democracia y mayor efectividad, dos metas perseguidas con especial ahínco para el gobierno de las ciudades. La idea que se traslada es la de una figura —el alcalde/la alcaldesa— que recibe el mandato popular que surge del voto ciudadano directo para ejercer una autoridad fortalecida y ejecutiva, necesaria en los tiempos actuales en donde la interlocución con otros agentes es imprescindible. Esta autoridad le situaría en mejores condiciones para gobernar con eficacia y adoptar una visión estratégica sobre diferentes asuntos, pudiendo incluso situarse por encima de lógicas partidistas.
Así, los alcaldes directamente elegidos realizarían una mejor rendición de cuentas ante los ciudadanos, tendrían más visibilidad como líderes, promoverían mayor movilización en los procesos electorales al incrementar la participación electoral, poseerían una legitimidad reforzada por el voto directo de los ciudadanos y podrían, en principio, realizar una acción autónoma en relación a la política de partidos. Como consecuencia de todo ello, estarían también en mejores condiciones para gobernar eficazmente en el contexto de complejidad y dinámicas multinivel en que se mueven actualmente las instituciones políticas, en donde la mayor parte de las responsabilidades sobre los problemas públicos están fragmentadas y son compartidas. Las voces críticas, por su parte, apuntan al híper-personalismo en que puede derivar la política local y a cómo su desarrollo podría desembocar en una forma de gobierno de élites a cuya cabeza se sitúe un alcalde con todos los poderes para negociar, a puerta cerrada, políticas en beneficio de unos pocos (Navarro y Sweeting, 2015).
Por todo lo anterior, y pese a los riesgos mencionados, los alcaldes institucionalmente fuertes (y los españoles lo son) parecen estar en buenas condiciones para afrontar el liderazgo de las ciudades en el contexto político actual. Son visibles como interlocutores en contextos de gobierno multinivel, pueden actuar con más rapidez en la toma de decisiones y establecen con los ciudadanos un vínculo de representación que fortalece su legitimidad.
Además de las características de los liderazgos, interesa también conocer el perfil de los representantes políticos. La descripción de los que conforman la élite política de las ciudades ofrece información sobre el quién de la comunidad política, lo que a su vez permite entender el nivel de inclusividad. Además, es importante señalar que lo local es la cuna de la élite política. Es en este nivel donde los representantes adquieren las destrezas y la experiencia política que les marcarán para etapas posteriores de su carrera, donde desarrollan sus nociones sobre la democracia y sobre el funcionamiento del sistema democrático y donde normalmente arrancan sus carreras políticas.
Respecto a esta dimensión, lamentablemente las noticias no son tan buenas como en temas electorales o de liderazgo. Los estudios indican que, también entre los representantes políticos locales, se hace realidad el denominado “mantra de las 3M de las élites políticas”: male, middle class, middle-aged. Es decir, se encuentra una desproporción en la presencia de hombres de clase media y mediana edad entre los gobernantes de las ciudades. En Europa, por ejemplo, un estudio reciente (Heinelt et al., 2018) encontraba que el 86 por ciento de los alcaldes de municipios de más de 10.000 habitantes eran hombres, dos de cada tres tenían más de 50 años y el 40 por ciento pertenecía a unas pocas profesiones (abogados, profesores y determinados grupos de funcionarios). En cuanto a los concejales, la situación mejora algo respecto al género, puesto que el un 70,7 por ciento de concejales serían varones (Verhelst, Reynaert y Steyvert, 2013). El diagnóstico que se desprende de estos análisis apunta, por tanto, a una escasa diversidad en la composición de los gobiernos locales. España sigue a grandes rasgos el mismo patrón, aunque con unas élites locales algo menos envejecidas que las europeas. Solo una de cada cinco alcaldías está ocupada por una mujer y el 50 por ciento de los alcaldes pertenecen a las profesiones señaladas, pero, a diferencia de sus pares europeos, solo el 35 por ciento superaba la edad de 50 años. En general, las élites políticas españolas son más jóvenes que las europeas y el gobierno de las ciudades no es una excepción (Navarro y Sanz, 2018).
Las características de la presencia de las mujeres en las instituciones políticas locales son de especial interés. Aunque la proporción de mujeres se ha incrementado progresivamente (gráfico 2), aún es limitada en lo que respecta a la ocupación de puestos ejecutivos. Mientras que en las corporaciones municipales la participación de las concejalas supera ya el 35 por ciento, a la posición más importante llegan solo una minoría. El hecho de que en los últimos años algunas mujeres lideren o hayan liderado las ciudades españolas más importantes no debe llevar a engaño sobre el panorama general. El techo de cristal en política local hoy en día se encuentra en las alcaldías.
Además del menor peso de las mujeres y los jóvenes en cuanto a su participación directa en el poder político, se detecta una presencia limitada de inmigrantes en los gobiernos locales. A pesar de que España ha recibido en las últimas dos décadas un número de inmigrantes superior a la media del resto de Europa, los que llegan a ser nominados como candidatos en las elecciones municipales son muy pocos, y aún son menos los que resultan elegidos como concejales. En las elecciones de 2015 los candidatos de origen inmigrante (tanto los de primera generación como los hijos de inmigrantes) supusieron un 4,3 por ciento en toda España en todas las listas, y tan solo un 2,7 por ciento resultaron elegidos (Pérez-Nievas et al., 2020).
Esta limitada diversidad resta inclusividad a los gobiernos de las ciudades y tiene trascendencia política. Aunque se podría argumentar que cualquier representante puede defender los intereses de cualquier ciudadano con independencia de su perfil sociodemográfico, lo cierto es que la literatura ha señalado que los estilos de liderazgo, las prioridades de políticas públicas o la visión sobre la ciudad están marcadas por el perfil de los líderes. Según esta línea de razonamiento, esto implicaría que mujeres y jóvenes priorizarían en las agendas de gobierno otros temas y darían distinto énfasis al tratamiento de los problemas. Según la teoría de la representación sustantiva, el tipo de acción política y las políticas públicas adoptadas varían en función del perfil del representante y traen al gobierno intereses y prioridades diferentes (Pitkin, 1967). En definitiva, el hecho de que no haya más diversidad en las instituciones políticas puede empobrecer el debate y suponer un sesgo en la selección y el rumbo de las políticas.
Curiosamente, un elemento que refuerza esta limitada inclusividad es el tamaño relativamente pequeño de las asambleas de las grandes ciudades, lo que supone un cuello de botella para la entrada de los new-comers de la política (mujeres, inmigrantes y jóvenes). El pleno del ayuntamiento de la ciudad de Madrid, por ejemplo, con una población de 3,2 millones, cuenta con 57 ediles. En Barcelona, 41 concejales representan a 1,6 millones de habitantes. En términos comparados, las corporaciones locales de las grandes ciudades españolas son de pequeñas dimensiones en relación con la población. Las asambleas de otras ciudades europeas comparables cuentan con un número mayor de concejales, como confirman los casos de París, con 2,2 millones de habitantes y 163 representantes en su pleno local, Múnich con 1,5 millones y 80 concejales o Varsovia con 1,8 millones y 60 miembros del pleno. Este menor número de puestos a cubrir en las instituciones representativas de las ciudades limita la entrada
de nuevos perfiles en la arena política local, pues la competencia con los que han estado tradicionalmente en el poder para ocupar los puestos altos de las listas es muy alta. Dotar de mayor apertura al sistema redundaría en una mayor inclusión de representantes cuya voz hoy en día es aún débil.
Además de los representantes políticos, en la definición del quién de las ciudades no se puede olvidar la presencia de actores privados. Estos se manifiestan en la política local a través de organizaciones o asociaciones que aglutinan intereses o como ciudadanos a título individual. Por ejemplo, una asociación de comerciantes que participa a través de sus representantes en una comisión para la promoción turística de la ciudad constituye un ejemplo del primero de los casos. Un ciudadano aportando su visión en un foro de barrio sobre cómo abordar alguna problemática del distrito hace referencia al segundo tipo.
La incorporación de ciudadanos (a título individual o a través de las asociaciones a las que pertenecen) en los procesos decisorios de la ciudad no es una posibilidad sino una obligación para las ciudades. En España existe legislación en este sentido e, internacionalmente, la Nueva Agenda Urbana (Habitat III, Naciones Unidas) llama a la participación ciudadana como fin y medio de actuación de los gobiernos locales. Además de incluirla reiteradamente como método para la toma decisiones en la persecución de los diferentes objetivos, señala como uno de sus fines centrales (punto 41) “promover el establecimiento de mecanismos institucionales, políticos, jurídicos y financieros en las ciudades y los asentamientos humanos a fin de ampliar las plataformas inclusivas, en consonancia con las políticas nacionales, que permitan una participación significativa en los procesos de adopción de decisiones, la planificación y los procesos de seguimiento universales, así como la mejora de la participación de la sociedad civil y el suministro y la producción conjuntos” (Conferencia de Naciones Unidas sobre la Vivienda y el Desarrollo Urbano Sostenible, 2017).
Los mecanismos de participación ciudadana en las ciudades, lejos de ser una nueva modalidad para la toma de decisiones, tienen un largo recorrido en la mayoría de sistemas democráticos y, por supuesto, también en España. Persiguen la implicación de la ciudadanía en el proceso de toma decisiones sobre políticas públicas y alcanzan su mejor expresión en los municipios. Este nivel de gobierno, además de tomar decisiones que afectan directamente al bienestar de los ciudadanos, constituye un escenario con características (cercanía, tamaño, conocimiento sobre los problemas que les afectan, etc.) que facilitan y hacen viable la participación. Las voces que desde la teoría política ponen el foco en la necesidad de participación ciudadana argumentan que esta: 1) aumenta el conocimiento de los ciudadanos sobre los problemas y les permite formarse opiniones sobre ellos; 2) mejora la comunicación de sus preferencias a los gobernantes; 3) permite una mayor transparencia en la toma de decisiones, facilitando la rendición de cuentas; y 4) ofrece soluciones a las crecientes dificultades de los gobiernos para hacer frente a los problemas de sus ciudadanos (Fung, 2006).
Sin embargo, pese a que la participación no es algo nuevo, el énfasis que se sigue poniendo en ella obedece al convencimiento de que se debe generalizar y reforzar en extensión y en intensidad como método de buena gobernanza. Esta insistencia responde a la constatación de que el rendimiento de la participación aún es desigual en los países del entorno. Mientras que en unos países los niveles de implicación ciudadana en los asuntos públicos, su influencia en los procesos de toma de decisiones de políticas públicas y el capital social son altos, en otros no existe un verdadero compromiso con la participación desde los poderes públicos o los ciudadanos no han desarrollado actitudes participativas plenas.
España pertenece al grupo de países donde la participación de los ciudadanos alcanza unos niveles bajos. Pese a la existencia de múltiples estrategias públicas municipales que organizan y hacen posible la participación ciudadana, los órganos y procesos participativos cuentan con números relativamente bajos de participantes, en especial aquellos que implican a ciudadanos a título individual y no a asociaciones. Es difícil hacer un diagnóstico certero sobre la participación ciudadana para el total del país puesto que la situación varía en función de la ciudad. En algunas se ha conseguido una mayor implicación ciudadana mientras que en otras el margen de mejora es notable. Pero los análisis que incluyen un número importante de experiencias indican que el contenido de las propuestas surgidas de los procesos participativos tienen un alcance muy limitado, son objeto de implementación selectiva por parte de los gobiernos y que en los procesos participativos la cultura de rendición de cuentas es escasa (Fernández Martínez, 2016). El camino a recorrer en esta dimensión aún es largo.
4. ¿Cómo? Políticas y servicios públicos en las ciudades
Llegados en esta última sección, al cómo de la actuación de las ciudades, interesa destacar cómo orientan sus funciones, hasta dónde puede llegar su acción y con qué límites se encuentran. Abordar globalmente estas cuestiones requiere una extensión de la que no se dispone aquí, de modo que se presentarán unas breves reflexiones sobre tres cuestiones clave: la orientación de sus objetivos, el contorno competencial de las ciudades y los principales escollos a los que se enfrentan en la actualidad para desarrollar una acción plena y efectiva.
En cuanto a la primera de estas cuestiones, la orientación de objetivos, se puede afirmar que las ciudades los están alineando progresivamente con los Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS). En 2015 fue aprobada por la Asamblea General de Naciones Unidas la Agenda 2030 de Desarrollo Sostenible, un documento que interpela a todos los gobiernos a trabajar en la consecución de 17 objetivos con el horizonte temporal del final de la próxima década fijando unas metas y unos compromisos políticos para su cumplimiento3. Los ODS llaman a la acción de todos los niveles de gobierno, de modo que los gobiernos locales se han ido sumando a los compromisos de la Agenda mediante el establecimiento de objetivos y metas, la determinación de los medios de implementación y el uso de indicadores para medir y hacer seguimiento de sus avances. La Agenda 2030 fue acordada y firmada por los gobiernos nacionales aunque reconoce el papel crucial de las ciudades y las autoridades que las gobiernan para alcanzar el desarrollo sostenible.
A este proceso se le llama “localización” de los ODS y está hoy en las agendas políticas de todas las ciudades. Y es que, efectivamente, las responsabilidades, capacidades y competencias de que disponen los gobiernos locales hacen que su intervención pueda marcar la diferencia en la consecución de los ODS. Desde luego desarrollan acciones en sectores vinculados a los objetivos del vector ambiental (relacionadas con los objetivos relativos a agua, energía, movilidad, clima y comunidades sostenibles), despliegan numerosas acciones en el ámbito social (vinculadas con las metas conectadas con pobreza, hambre, bienestar e igualdad), impulsan la actividad económica en sus territorios (crecimiento económico, industria, innovación e infraestructuras) y son instrumentales a la hora de promover el buen gobierno, la transparencia y la participación ciudadana (instituciones sólidas y alianzas).
En consonancia con esta realidad, los municipios, liderados por las ciudades, han empezado a integrar los ODS en aras de una mayor efectividad en el diagnóstico de sus problemas, en la planificación integrada de su acción (al alinearla con los objetivos) y en la medición de sus progresos. La integración de los ODS no implica por tanto un cambio de las políticas, programas y actuaciones que desarrollados a nivel local, pues los ayuntamientos ya están orientados al cumplimiento de tales fines. Se trata más bien de su utilización como instrumento para reforzar algunas actuaciones, inspirar otras, dotar de mayor integración a la acción local o abrir algunas vías de acción. Constituyen, en definitiva, un “banderín de enganche” para fortalecer una aspiración que de por sí es local en su naturaleza: mejorar el bienestar de toda la comunidad. El seguimiento de esta empresa de orientación de políticas por parte de las ciudades será de enorme interés en los próximos años.
En cuanto a la segunda cuestión, la delimitación de las competencias de las ciudades, el sistema de reparto de competencias entre los distintos niveles de gobierno en España otorga a las ciudades un papel importante en la consecución del bienestar de la comunidad, aunque no fundamental. En primer lugar desarrollan servicios e infraestructuras básicas necesarias para el buen funcionamiento de la ciudad como espacio físico, puesto que tienen responsabilidades en cuestiones como el alumbrado público, la recogida y tratamiento de residuos, la limpieza viaria, el abastecimiento de agua potable, el alcantarillado, las vías públicas, los parques y las bibliotecas, la protección civil, la prevención y extinción de incendios, las instalaciones deportivas de uso público, el transporte colectivo urbano y el medio ambiente urbano. También han adquirido responsabilidades en tráfico, atención social básica, mantenimiento de los colegios y supervisión de la escolarización.
Además, el sistema legal otorga a los gobiernos locales la facultad de complementar las actividades de los niveles superiores de gobierno. En las dos décadas anteriores a la crisis económica y financiera de 2008, cuando la situación económica de los ayuntamientos era favorable y se detectaba una fuerte demanda ciudadana que otras administraciones no estaban satisfaciendo, los municipios expandieron su acción hacia políticas propias del Estado de bienestar (Navarro y Velasco, 2016). En las ciudades se desplegaron servicios muy valorados por los ciudadanos, como escuelas infantiles, escuelas de música, atención a mayores, atención a población inmigrante, vivienda, empleo y desarrollo local. Sin embargo, la crisis frenó esta expansión a través de la aprobación de la Ley de Racionalización y Sostenibilidad de la Administración Local (Ley 27/2013 de 27 de diciembre) que impuso limitaciones a los gobiernos locales tanto en cuanto a sus ámbitos de actuación como a las reglas financieras.
Pese a que el desarrollo de esta ley tuvo un impacto limitado y las ciudades han seguido implementando políticas complementarias propias del estado de bienestar, algunas de las restricciones operadas durante la crisis se han mantenido. En todo caso, la pandemia del COVID ha provocado la relajación de la regla de gasto impuesta por el Gobierno central, que impedía a las ciudades gastar el alto superávit acumulado de modo que pueden utilizarlo en políticas de lucha contra los efectos de la crisis.
Sobre la tercera cuestión, las barreras a la acción de los gobiernos locales, y como continuación de lo anterior, cabe resaltar que las ciudades se enfrentan a grandes desafíos con capacidades limitadas. La posición institucional de sus gobiernos en el esquema de gobierno multinivel que caracteriza los sistemas políticos varía de país a país, pero en España no acaba de tener la fortaleza necesaria para dar respuesta a los retos que enfrentan.
Un estudio reciente basado en la experiencia de grandes ciudades iberoamericanas identificaba como retos prioritarios la movilidad, la vivienda y el urbanismo (gentrificación, densificación, desequilibrios territoriales) y el medio ambiente (calidad del aire, cambio climático, crecimiento sostenible contaminación y residuos) que emergen en los momentos presentes como wicked problems de complejo abordaje (González et al., 2019).
Sin embargo, la mirada de los responsables político-administrativos de estas ciudades apuntaba a un desajuste entre lo que deberían hacer las ciudades y lo que de hecho pueden hacer en función del poder que tienen atribuido. Esto es, consideran que tienen menos recursos (políticos, jurídicos, económicos, organizativos y relacionales) de los que deberían tener para dar una respuesta adecuada a los retos urbanos. Mientras que en la dimensión política no parece haber problemas puesto que las ciudades se ven con un estatus y una potencia adecuados, en las dimensiones económica y organizativa el déficit se ponía de manifiesto. El grado de autonomía para determinar el nivel de ingresos se estima bajo o muy bajo y, por otra parte, se apunta claramente a la necesidad de reforzar la capacitación del personal del gobierno y la administración de la ciudad en habilidades de gestión, en definitiva, de poseer las destrezas gerenciales que les habiliten para diagnosticar problemas y proponer soluciones.
Aunque el estudio se refiere a un número pequeño de ciudades, probablemente estas debilidades son compartidas por todas. De ahí que haya cada vez más voces que demandan más poder para las ciudades, en especial para las grandes ciudades.
5. Últimas reflexiones
La ciudad como comunidad política goza hoy de una relativa buena salud. En el plano teórico, su existencia está plenamente justificada, las piezas de su diseño político-institucional, bien engranadas, y su acción, correctamente orientada. Al observar su funcionamiento en la práctica, sin embargo, se detectan algunos déficits. Las estructuras de representación deberían ser más inclusivas y la participación de los ciudadanos en la vida pública, más intensa. Es la misma diferencia que se puede ver en la democracia como idea y la democracia en la práctica. Y, como en esta, lo importante es reconocer las disonancias entre el deber ser y el ser e intentar avanzar en su acercamiento. Algunas de esas disonancias han sido apuntadas en este artículo.
Las ciudades se enfrentan a grandes desafíos y en algunos sistemas políticos, como el español, lo hacen con capacidades limitadas. Logran funcionar a pleno rendimiento en épocas de bonanza económica y ausencia de crisis, pero la relativa debilidad de su posición institucional hace que muestren su vulnerabilidad en momentos de grandes desafíos. Dada su fortaleza como comunidad política sería aconsejable revisar el marco legal sobre el que se asientan a fin de garantizar que puedan desplegar todo su potencial cualquiera que sea el momento histórico que les toque vivir.
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NOTAS
* Universidad Autónoma de Madrid (c.navarro@uam.es).
1 El máximo en un mandato fue de 197 (mandato 2003-2007).
2 Según la Junta Electoral Central, España en la actualidad mantiene este tipo de convenio con Bolivia, Cabo Verde, Chile, Colombia, Corea, Ecuador, Islandia, Noruega, Nueva Zelanda, Paraguay, Perú y Trinidad y Tobago).
3 Los ODS son los siguientes: 1) poner fin a la pobreza, 2) poner fin al hambre, 3) garantizar una vida sana, 4) garantizar una educación inclusiva, equitativa y de calidad, 5) lograr la igualdad de género, 6) garantizar la disponibilidad y gestión sostenible del agua, 7) garantizar el acceso a una energía asequible, segura y sostenible, 8) Promover el crecimiento económico y el trabajo decente, 9) construir infraestructuras resilientes y promover la innovación, 10) reducir la desigualdad, 11) lograr ciudades inclusivas, seguras y sostenibles, 12) garantizar el consumo sostenible, 13) combatir el cambio climático, 14) conservar los océanos, 15) gestionar sosteniblemente los bosques y luchar contra la desertificación, 16) promover sociedades pacíficas, el acceso a la justicia y las instituciones eficaces, y 17) fortalecer las alianzas para el desarrollo sostenible.