Esclareciendo la oscura depresión y cómo tratarla

Esclareciendo la oscura depresión y cómo tratarla

Fecha: diciembre 2023

M. Inmaculada Infantes-López, Margarita Pérez-Martín y Carmen Pedraza*

Salud mental, depresión, prevención, tratamiento

Panorama Social, N.º 38 (diciembre 2023)

La salud mental se ha convertido en uno de los principales problemas de salud pública actuales, sobre todo, la depresión. Este trastorno, lejos de ser exclusivo de la mente, implica muchas otras alteraciones y presenta una complejidad significativa. El conocimiento actual de la depresión es limitado, al igual que los tratamientos contra ella. Si bien la terapia con medicamentos y/o psicológica es capaz de ayudar a muchos pacientes, para otros presenta importantes limitaciones. Por eso, hasta que nuevas investigaciones den sus frutos, una de nuestras armas más poderosa es la prevención.

1. Un trastorno más frecuente de lo que parece

Los problemas de salud mental, que acarrean importantes consecuencias negativas en quienes los padecen, presentan una alta incidencia. De hecho, según datos de la Organización Mundial de la Salud (OMS), el 12,5 por ciento de los problemas de salud afectan a la salud mental, una cifra que supera los datos de cáncer y de problemas cardiovasculares. Se estima que una de cada cuatro personas sufrirá un problema de salud mental a lo largo de su vida. De estas personas, entre el 35 y el 50 por ciento no recibe ningún tratamiento o el que reciben no es el adecuado. Por todo ello, según la OMS, los problemas de salud mental serán la principal causa de discapacidad en el mundo en 2030 (World Health Organization, 2008).

El estilo de vida del nuevo siglo ha contribuido a empeorar las cifras a un ritmo alarmante, lo que repercute terriblemente en la calidad de vida (Blackburn, 2019). Por tanto, en los últimos años, el interés social por los problemas relacionados con la salud mental está creciendo y están empezando a ser considerados como una de las principales preocupaciones de la salud pública (OECD, 2022). Esto es así especialmente tras la pandemia por COVID-19, que ha contribuido al aumento de casos. En efecto, desde 2020, la soledad, el miedo al contagio o a la muerte, las preocupaciones económicas, la incertidumbre por el futuro, la pérdida de un ser querido o las complicaciones a largo plazo de la infección “pos-covid-19” han sido factores determinantes en el incremento de la incidencia de problemas de salud mental (Mazza et al., 2022). Además, la conflictiva situación sociopolítica mundial contribuye a la continuidad en el aumento de casos.

De entre los problemas de salud mental, la depresión es de los más frecuentes. Un reciente metaanálisis, que revisa en profundidad trabajos publicados sobre el tema, sitúa la prevalencia de la depresión en cifras cercanas al 23 por ciento de la población (Bower et al., 2023). Además, otro metaanálisis señala que el 34 por ciento de los adolescentes con edades comprendidas entre los 10-19 años están en riesgo de sufrir depresión (Shorey, Ng y Chee, 2021). Todo ello insta a profesionales e investigadores a desarrollar programas de prevención e intervención dirigidos a combatir esta pandemia “oculta” que constituyen los problemas de salud mental.

Una cuestión relevante sobre este asunto es si todo el mundo presenta el mismo riesgo de padecer depresión. Parece que no. Por ejemplo, se estima que el riesgo de las mujeres es el doble que el de los hombres (Salk, Hyde y Abramson, 2017). Esta mayor probabilidad se atribuye, en primer lugar, a variables biológicas como las hormonas y sus cambios (Labaka et al., 2018). De hecho, estas diferencias entre hombres y mujeres se empiezan a desarrollar en la preadolescencia, cuando comienza la madurez hormonal, y se mantienen a lo largo de la vida adulta (Willi y Ehlert, 2019). Algunos autores han propuesto como explicación de esta disparidad las posibles diferencias en las experiencias vitales de hombres y mujeres. También se ha observado que se prescriben fármacos a las mujeres con mayor frecuencia que a los hombres y que, en cualquier caso, las mujeres reportan una peor calidad de vida en relación con su salud. También se ha planteado la posibilidad de que se esté priorizando la medicación para tratar la depresión en mujeres, en detrimento de la gestión de las desigualdades sociales que la favorecen (Bacigalupe y Martín, 2021; ­Cherepanov et al., 2010; Salk, Hyde y ­Abramson, 2017; Ussher, 2010).

En todo caso, conviene tratar las diferencias de género en la prevalencia de la depresión con cautela, pues pueden contribuir a estigmatizar este trastorno y a considerarlo principalmente femenino. De ello se podría derivar un falso sobrediagnóstico del trastorno en mujeres y, por lo tanto, una sobremedicación. En cuanto a los hombres, la consideración de la depresión como un fenómeno principalmente femenino podría contribuir al efecto contrario: un diagnóstico menos frecuente del adecuado y la invisibilidad de sus efectos y tratamiento. En este contexto, no cabe pasar por alto que los hombres son de tres a diez veces más propensos al suicidio que las mujeres (Hausmann, Rutz y Benke, 2008).

2. Conociendo al enemigo y buscando la forma de enfrentarnos a él

Popularmente, la depresión se identifica con estar desanimado o triste. Según la Real Academia de la Lengua Española, se define como un “síndrome caracterizado por una tristeza profunda y por la inhibición de las funciones psíquicas, a veces con trastornos neurovegetativos”. En todo caso, este trastorno es bastante más complejo de lo que puedan indicar definiciones generalistas como estas.

Los manuales diagnósticos establecen una serie de criterios estandarizados para diagnosticar la depresión, al igual que sucede con cualquier otra patología. Estos criterios se actualizan cada cierto tiempo, siendo actualmente válidos los criterios de diagnóstico de DSM-5 (Manual de Diagnóstico y Estadística de Trastornos Mentales, del inglés Diagnostic­ and Statistical Manual of Mental Disorders, 5ª edición) y CIE-11 (Clasificación Internacional de Enfermedades, 11.ª edición). Así, los criterios del DSM-5 indican que, para poder diagnosticar a un/a paciente de depresión, tiene que cumplir con cinco o más síntomas de depresión durante un periodo de al menos dos semanas. Además, al menos uno de estos síntomas tiene que ser un estado de ánimo deprimido y/o pérdida de interés o placer, también llamado anhedonia. Los otros síntomas se refieren a la pérdida de peso y apetito, la reducción de la capacidad de pensamiento y de movimiento físico, la fatiga y las alteraciones del sueño (aumento o disminución), la concentración reducida, la sensación de culpa o los pensamientos suicidas, entre otros. Si se cumplen esos criterios, se determina la presencia o ausencia de un episodio de depresión mayor (Tolentino y Schmidt, 2018).

Además, los individuos con depresión tienden a presentar mayor irritabilidad y rumiación excesiva, a sentir una preocupación exagerada por su entorno y su salud física, y a padecer dolor. De hecho, es bastante frecuente la aparición comórbida de ansiedad, considerándose como un especificador de la depresión (DSM-5) o indicador de trastorno mixto ansioso-depresivo (CIE-11). También debe tenerse en cuenta que este trastorno, lejos de estar exclusivamente ligado a la “cabeza”, suele aparecer junto con otros problemas de salud, lo que aumenta su complejidad clínica (Kapfhammer, 2006). Algunos de ellos son el síndrome del intestino irritable, la fibromialgia, el síndrome de fatiga crónica o el consumo de sustancias (Serrano-Blanco et al., 2010). Asimismo, se asocia con numerosos trastornos médicos, como el asma, la diabetes, la obesidad y los problemas cardiovasculares (Pan et al., 2011).

Como se puede intuir, la amplia gama de síntomas, comorbilidades y criterios restrictivos de diagnóstico complica la detección adecuada y el tratamiento con eficacia de este trastorno (Salk, Hyde y Abramson, 2017). Es frecuente que pacientes cuyos síntomas presentan una intensidad más moderada no sean diagnosticados correctamente y, por tanto, no busquen tratamiento. Ni siquiera todos aquellos con problemas diagnosticados lo hacen: se estima que dos tercios de las personas con depresión no buscan tratamiento (Centers for Disease Control and Prevention, 2011).

La depresión no puede ser considerada como una alteración transitoria y habitual del estado de ánimo de una persona. Antes bien, debe entenderse como un trastorno muy común e incapacitante en la población. Genera secuelas a nivel laboral, personal, familiar y social, y presenta un riesgo de recaídas considerable. De hecho, hace ya más de una de década se estimó que la economía mundial destinaba cerca de mil millones de dólares al año para el tratamiento de la depresión y la ansiedad, problemática con la que presenta una alta comorbilidad (Al-Harbi, 2012).

Las causas de la depresión son diversas y complejas. Mientras que muchas enfermedades presentan un claro componente genético y son directamente causadas por alguna mutación en un gen determinado, las fuentes de la depresión parecen ir más allá. Desde un punto de vista genético solo podrían explicarse entre el 30 y el 40 por ciento de los casos. En todo caso, la identidad de los genes “culpables” y potencialmente responsables de este trastorno sigue todavía siendo un misterio (McIntosh, Sullivan y Lewis, 2019).

El consenso actual sostiene que la confluencia de un fondo genético específico, aunque aún no totalmente definido, combinado con ciertas condiciones ambientales, incrementa significativamente el riesgo de desarrollar depresión. Es decir, la epigenética –las modificaciones sobre la expresión y el funcionamiento de los genes debidas a factores ambientales en un sentido amplio– desempeña un papel prioritario en la depresión, más que la genética en sí. Desde luego, la influencia de las condiciones ambientales en la aparición de este trastorno en una alta proporción de casos ha sido extensamente constatada. Por ejemplo, se ha encontrado evidencia clara del papel de variables como el estrés crónico, la alimentación, las situaciones traumáticas, el estilo de vida, las relaciones interpersonales, los tratamientos farmacológicos o el clima.

De entre estas condiciones, el estrés juega un papel esencial, hasta el punto de considerarse la primera causa del desarrollo de depresión. Se puede entender por estrés todas aquellas situaciones que perturban el bienestar y el buen funcionamiento del organismo y en las que se presentan dificultades para superar algunos obstáculos internos o externos (Nabeshima y Kim, 2013; Saveanu y Nemeroff, 2012). En este sentido debe considerarse no solo el estrés laboral o académico, sino también el estrés social, causado por el estilo de vida actual y las redes sociales, entre otros. Hoy en día, la mayor parte de estresores son de tipo psicogénico, es decir, tienen un origen psicológico, frente a los estresores fisiogénicos, que se originan por alteraciones moleculares o estructurales del cuerpo (Bell, Rajendran y Theiler, 2012; Hawksley, 2007).

El estrés psicogénico se procesa en múltiples regiones del cerebro, incluyendo la corteza prefrontal, el hipocampo y la amígdala. La información generada en estas estructuras se conduce al hipotálamo, que la integra y que, junto con la información correspondiente a los estresores fisiogénicos, induce una respuesta hormonal que se libera a la sangre y prepara al organismo para una respuesta al estrés controlada. Este proceso es natural y nuestro organismo está diseñado para realizarlo cuando sea necesario. Sin embargo, cuando los estresores son muy intensos o su duración en el tiempo es muy prolongada, el sistema se agota y empieza a funcionar de manera anómala, fomentando la aparición de alteraciones como la depresión (Bao, Meynen y Swaab, 2008; Keeney et al., 2006).

La comprensión de los mecanismos neurobiológicos que subyacen a este trastorno sigue siendo limitada. Durante más de treinta años, la evidencia se ha reducido al papel de la desregulación del sistema de la serotonina, una molécula que las neuronas usan para comunicarse entre ellas y cuyos niveles adecuados se asocian a la felicidad, así como al de otras como la noradrenalina y la dopamina (Albert, ­Benkelfat y Descarries, 2012).

También se ha puesto de relieve el efecto del cortisol, la hormona del estrés, sobre la probabilidad de padecer depresión. En efecto, se han encontrado evidencias de que los pacientes de depresión tienen un nivel elevado de esta hormona, que participa en la descompensación emocional y cognitiva, especialmente en la región cerebral del hipocampo. Esta estructura tiene la capacidad de generar nuevas neuronas y conexiones sinápticas (neuroplásticas) que ayudan al aprendizaje y a una correcta salud mental. Los niveles altos de cortisol disminuyen esta neuroplasticidad. Asimismo, la inflamación, también mayor en los pacientes deprimidos, contribuye a su disminución (Wiedenmayer et al., 2006).

Más recientemente, se ha apuntado también a la relación entre la microbiota intestinal y la depresión. La microbiota intestinal es el conjunto de microorganismos (bacterias, virus, hongos, etc.) que habitan en nuestro aparato digestivo. Si bien es ahora cuando se está empezando a desentrañar la relación entre ambas, se se conoce plenamente que existe una alteración de la composición de la microbiota en pacientes con depresión, que podría estar relacionada con un aumento de la inflamación, entre otros cambios (Liu et al., 2023).

A la luz de lo expuesto, se puede afirmar que, si bien se dispone de conocimiento sobre los factores implicados en la aparición de la depresión, ya sean genéticos o ambientales, son muchos y variados, y el conocimiento sobre ellos es tan solo parcial. Además, en cuanto a uno de los más relevantes, el estrés, las evidencias señalan que las alteraciones que origina son muy dependientes del tipo de estresor, la duración, la edad o la situación socioeconómica del paciente, entre otros factores. Por tanto, sus posibles efectos son muy variables entre individuos, lo que complica considerablemente el esclarecimiento completo de los mecanismos que producen esta patología.

3. La imperante necesidad de un tratamiento

Tratar la depresión como una alteración sin consecuencias relevantes en el individuo o en la sociedad constituye un gran error. De hecho, se reconoce como una de las primeras causas de discapacidad en el mundo (Centers for Disease Control and Prevention, 2011). Además de los problemas que esta enfermedad puede causar de forma directa, su impacto indirecto también es muy relevante.

Entre las consecuencias indirectas del impacto de la depresión en la salud hay que destacar el empeoramiento de la condición física de las personas. Un estado de ánimo deprimido puede favorecer un estilo de vida menos saludable, sobre todo, en cuanto a un menor movimiento y, por ende, una menor actividad física. A esto se pueden sumar problemas de alimentación, bien por una disminución o por un aumento del apetito, bien por una peor calidad de la dieta, que agravan la situación (Ohmori et al., 2017) y desembocan en patologías como la obesidad o el dolor crónico (Ouakinin, Barreira y Gosh, 2018; Voineskos, Daskalakis y Blumberger, 2020). Asimismo, las alteraciones del sueño repercuten en la capacidad de concentración, en el aprendizaje (Cain et al., 2011), la regulación emocional, la toma de decisiones (Rezaie et al., 2023) y en la reducción de la energía (Murru et al., 2019).

Por otra parte, pacientes con otras patologías pueden acabar desarrollando depresión, lo que empeora su pronóstico y condición. Por ejemplo, un 40 por ciento de los pacientes de Parkinson suelen presentar, además, un cuadro de depresión (Laux, 2022), probablemente debido a las numerosas alteraciones neuronales que se producen en esta patología. En todo caso, a veces la relación no es tan evidente: los pacientes de depresión tienen un marcado aumento de riesgo de padecer otros trastornos médicos importantes, como enfermedad cardiovascular, ictus, enfermedades autoinmunes, diabetes o cáncer (Benros et al., 2013; Bortolato et al., 2017; Windle y Windle, 2013).

En otra dimensión, la económica, el gran impacto de la depresión también es considerable. Los pacientes deprimidos, en cualquiera de sus manifestaciones, suelen experimentar una reducción de su productividad laboral. Siendo la falta de concentración o el impedimento motor síntomas clave de la depresión, no sorprende que las actividades laborales de quienes sufren depresión se vean negativamente afectadas. En los casos más extremos, los trabajadores pueden hacer uso de su baja laboral, lo que supone un coste económico para la empresa, pero incluso en los casos más leves en los que no se produce la baja, el rendimiento suele aminorarse. Así, a principios de la segunda década de este siglo, las pérdidas económicas provocadas por depresiones se estimaron en 30.000 millones de dólares al año solo en Estados Unidos (Al-Harbi, 2012). Cabe también considerar el fenómeno del burnout, un término de actualidad que hace referencia a la extenuación laboral. Suele desencadenar, en el mejor de los casos, una profunda desmotivación respecto al trabajo, pero frecuentemente deviene en trastornos más graves, como la depresión mayor. El ritmo de vida frenético de la economía actual propicia este tipo de situaciones, generando una suerte de círculo vicioso (Al-Harbi, 2012; Blackburn, 2019).

Cabe asimismo destacar que la depresión supone una de las principales causas de muerte entre los jóvenes. En el Reino Unido, el suicidio es el tipo de muerte más frecuente entre los jóvenes (James et al., 2018), y en los Estados Unidos, la segunda causa más habitual, junto con las muertes accidentales (Centers for Disease Control and Prevention, 2020). Se estima que en el mundo se produce una muerte por suicidio cada 11 minutos (Centers for Disease ­Control and Prevention, 2023), y cada año mueren por suicidio el doble de personas que por homicidio. Según el estudio realizado por Karch et al. (2012), casi una cuarta parte de las víctimas de suicidio en Estados Unidos se encontraban en tratamiento con antidepresivos. Con una adecuada prevención y tratamiento, muchas de estas muertes podrían ser evitadas.

En la actualidad, el tratamiento de las alteraciones del estado de ánimo se basa principalmente en fórmulas farmacológicas y en la psicoterapia. Ambas son terapias cuyo uso se basa en la evidencia científica, y que consideran la experiencia y el conocimiento del terapeuta en el tema y las propias preferencias y condiciones del paciente. En muchas ocasiones, la farmacoterapia y la psicoterapia se combinan en el tratamiento de los pacientes.

Tradicionalmente, la aproximación farmacológica a la depresión se ha focalizado en el sistema monoaminérgico, es decir, utilizando fármacos que ayudan a restablecer los niveles adecuados de moléculas afectadas, principalmente la ya mencionada serotonina (Albert, Benkelfat y Descarries, 2012). Entre estos fármacos se encuentran los inhibidores selectivos de la recaptación de serotonina (ISRS), que son los más conocidos y entre los que se encuentra la mal llamada “droga de la felicidad”. El mecanismo de acción de estas sustancias se puede explicar de forma simplificada indicando que incrementan la disponibilidad de serotonina en el cerebro, lo que contribuye a la mejora del estado de ánimo

Debido a que la hipótesis de la alteración serotoninérgica ha sido tradicionalmente una de las más extendidas para explicar la depresión, el uso de ISRS se ha establecido como una de las primeras opciones farmacológicas para su tratamiento (Ionescu, Rosenbaum y Alpert, 2015; Olfson et al., 2009). Sin embargo, el análisis exhaustivo de la evidencia empírica sobre estos fármacos indica la ausencia de suficientes pruebas para sostener su papel central en el tratamiento de la depresión (Moncrieff et al., 2022). Conviene también tener en cuenta que el tratamiento del sistema de la serotonina requiere aproximadamente de un mes para la obtención de efectos sensibles, tiempo que puede suponer un empeoramiento crucial en el pronóstico del paciente. Por lo demás, aunque este tratamiento es eficaz en muchos pacientes, resultados de estudios recientes cuestionan su verdadera eficacia en el grueso de los afectados, ya que entre el 30 y el 50 por ciento de los pacientes no refieren mejoría de la sintomatología depresiva tras su uso (Ionescu, Rosenbaum y Alpert, 2015) y muchos de ellos padecen numerosos efectos secundarios (Gerhard, Wohleb y Duman, 2016).

Paralelamente a los ISRS, existen otros tratamientos basados en el sistema de las monoaminas, diferentes a la serotonina, que también cumplen funciones similares. Se basan principalmente, en la norepinefrina y la dopamina. Estos tratamientos incluyen, por ejemplo, antidepresivos tricíclicos que permiten que estas monoaminas no se retiren de su funcionamiento y, por tanto, operen durante más tiempo en el cerebro. Otra aproximación es la de los inhibidores de la monoamina oxidasa, que impiden la degradación de las monoaminas y, por tanto, favorecen su actuación más prolongada.

En el caso de los antidepresivos tricíclicos, y pese a tener una eficacia similar a los ISRS, su escasa especificidad causa muchos efectos secundarios, como pérdida de memoria, la sedación, la boca seca y el aumento de la frecuencia cardíaca. En cuanto a los inhibidores de la monoamina oxidasa, aunque son eficaces en la mejora de los procesos depresivos, no se suelen usar debido a que pueden producir una reacción fatal en combinación con alimentos ricos en tiramina, como las comidas fermentadas, causando aumento de la presión sanguínea, ataques al corazón o ictus (Gerhard, Wohleb y Duman, 2016). Por estas razones, estos fármacos se usan menos frecuentemente que los ISRS. Basados también en la norepinefrina y en un concepto similar a los ISRS, existen los inhibidores selectivos de la recaptación de norepinefrina (ISRN), que permiten que esta actúe más tiempo sobre las neuronas. Con menos efectos secundarios que los tricíclicos o los inhibidores de la monoamina oxidasa, se ha comprobado que esta medicación mejora la motivación de los pacientes. Sin embargo, en relación con la disminución de los intentos de suicidio, los efectos de estas terapias parecen ser limitados, un aspecto que los clínicos deben tener muy en cuenta en el momento de seleccionar el tipo de tratamiento (Brunello, 2002).

En todo caso, estas no son las únicas estrategias farmacológicas disponibles en la actualidad. Avances recientes han dado lugar a tratamientos basados en distintos sistemas de comunicación neuronal, como el sistema del glutamato. Dentro de estos, la ketamina se destaca como una de las sustancias más conocidas. Esta sustancia consigue, mediante el bloqueo de unos receptores llamados NMDA, aumentar la señal que causa el glutamato en las neuronas, compensando la menor cantidad que se observa en los pacientes de depresión. Una de las principales ventajas de este tratamiento es la inmediatez del efecto, que se consigue apenas unas horas tras su primera administración ­(Gerhard, Wohleb y Duman, 2016).

En los últimos años, se ha promovido el uso de otras sustancias cuya eficacia carece de un soporte empírico sólido y cuyo mecanismo de acción se centra en el sistema monoaminérgico; en concreto, los probióticos (Romijn et al., 2017) y otros componentes alimentarios, como la cúrcuma (Yu et al., 2015), a los que se atribuye capacidad específica de controlar la microbiota intestinal, entre otros beneficios (Haroon et al., 2016).

En cuanto a la terapia psicológica reviste especial importancia en casos leves y moderados. Al igual que en el tratamiento farmacológico, existen muchos abordajes en esta línea, como la terapia cognitivo-conductual, la terapia sistémica, la psicoanalítica o las terapias de tercera generación, entre otras. Es necesario un mayor conocimiento de la eficacia de las terapias psicológicas, que probablemente se desarrollará en los próximos años. En todo caso, es importante señalar que uno de los objetivos del tratamiento psicológico consiste en evitar las recaídas, ofreciendo estabilidad en los resultados terapéuticos (Holmes et al., 2018). Además, sus efectos suelen ser más duraderos que los de los fármacos, son las preferidas por la mayoría de los pacientes y pueden aplicarse de forma flexible, con diferentes formatos y dirigidas a diferentes poblaciones. Sin embargo, uno de los principales problemas reside en la escasa adherencia a largo plazo de los pacientes a la terapia (Cuijpers et al., 2008). En cualquier caso, la prolongación del tratamiento para garantizar mejores resultados dependerá de la aproximación empleada y la gravedad de cada paciente (Nieuwsma et al., 2012).

En resumen, el tratamiento actual de la depresión comprende una diversidad de enfoques, incluyendo actualmente más de una cuarentena de agentes farmacológicos y una amplia gama de terapias psicológicas. Los fármacos han demostrado eficacia en pacientes de depresión, observándose asimismo mayor efectividad cuando se combinan con psicoterapia.

4. La realidad: a falta de eficiencia en el tratamiento, la clave es la prevención

Como evidencia lo hasta aquí expuesto, la variedad de tratamientos para la depresión, especialmente cuando se combinan, amplía significativamente las opciones terapéuticas (Peng et al., 2015). Por lo tanto, cabría esperar que el tratamiento de la depresión estuviera bajo control y que los pacientes diagnosticados tuvieran un pronóstico favorable en la mayoría de los casos. Lamentablemente, la realidad actual no cumple estas expectativas.

En 2021, un análisis que incluía múltiples estudios realizados en diversos países europeos mostró que solo el 24,2 por ciento de los pacientes sometidos a tratamiento con medicamentos y/o psicoterapia lograron superar completamente el trastorno y recuperarse plenamente. A pesar de que el 41,4 por ciento de los pacientes respondieron positivamente al tratamiento inicial, muchos experimentaron una recaída tras un periodo de tiempo o poco después de interrumpirlo. En torno a un tercio de los pacientes (34,3 por ciento) no respondieron a ningún tratamiento, clasificándose como resistentes al mismo, lo que representa un significativo desafío para el paradigma terapéutico actual. Más aún, entre los pacientes que sufren recaídas, muchos afrontan un alto riesgo de desarrollar resistencia al tratamiento (Bartova et al., 2021).

Aunque hay muchos motivos que puedan explicar esta dinámica, algunos tienen un gran peso en la ecuación. Por un lado, existe una alta heterogeneidad de síntomas y manifestaciones clínicas de la depresión, posiblemente con diferentes bases biológicas, por lo que probablemente el tratamiento debería ser más “personalizado” y diseñado a medida. Por otra parte, el grueso de los descubrimientos neurobiológicos y las terapias farmacológicas se desarrollan primero en animales de experimentación, que, aunque son fundamentales para el avance en el conocimiento de la patología, no modelizan del todo la compleja combinación de síntomas en humanos. De todas maneras, debido a diferencias hoy por hoy insalvables, no se habla de animales que padezcan depresión, sino síntomas similares a ella. Por este motivo, es de enorme importancia la consideración de este aspecto en el diseño de los experimentos y en la interpretación cautelosa de los resultados que de ellos se obtengan para su traslado al tratamiento en humanos.

Por lo demás, a pesar de la mayor prevalencia de la depresión entre las mujeres, tal como ya se ha referido, existe un claro hándicap en los estudios con modelos animales. En este sentido, una búsqueda bibliográfica realizada hasta junio de 2023 en la principal base de datos de bibliografía neurobiológica (Pubmed) revela que solo en aproximadamente un 20 por ciento de los estudios se emplearon animales de ambos sexos, de modo que la mayor parte de la evidencia procede de observaciones únicamente con animales machos. Ante esta evidencia, cabe afirmar que existe un sesgo considerable en la investigación y en los mecanismos neurobiológicos de este trastorno, lo que puede estar interviniendo en la eficacia de los tratamientos.

Si bien aún queda un largo camino por recorrer en la investigación y mejora de los tratamientos para la depresión, actualmente se conocen diversas prácticas que pueden ayudar a prevenir su alta incidencia. Sin perjuicio de la importancia crucial de atender a los pacientes que ya sufren este trastorno, la máxima “mejor prevenir que curar” cobra especial relevancia en el contexto de los trastornos de salud mental. Uno de los principales métodos de prevención radica en la práctica de un estilo de vida saludable que incluya el ejercicio físico regular, una buena alimentación o la higiene de sueño. El deporte es esencial para el mantenimiento de las articulaciones y la musculatura, pero también es beneficioso para la prevención de la depresión. Al hacer deporte, se liberan unas sustancias llamadas endorfinas, que provocan una sensación de felicidad. Asimismo, el ejercicio físico contribuye a la eliminación de toxinas y previene la inflamación crónica, lo cual genera un entorno agradable de trabajo a las neuronas y el organismo (Stillman et al., 2016).

La dieta saludable también es importante porque, por una parte, provee de los nutrientes que las demandantes neuronas requieren, como minerales y vitaminas, y, por otra, ayuda a mantener una buena salud intestinal y, en consecuencia, de la microbiota (Oliphant y Allen-Vercoe, 2019). Asimismo, el sueño es un proceso esencial, ya que ayuda a procesar las memorias vividas a lo largo del día para gestionarlas correctamente y que no sean fuente de estrés. También se encarga de la limpieza de los desechos producidos por la intensa actividad neuronal diurna (Dewald-Kaufmann, Oort y Meijer, 2014).

Por otro lado, dado que el estrés es una de las principales causas de desarrollo de depresión, es importante disponer de estrategias para gestionarlo que atiendan a la situación concreta de cada persona. El conocimiento de este tipo de estrategias permitirá una mejor respuesta ante su aparición, de forma que no se disparen inmediatamente los mecanismos de respuesta anómala. No menos importante es rodearse de un entorno sano de relaciones sociales, que propicia un ambiente de confianza favorable a la buena gestión del estrés. Además, la interacción social se ha relacionado con la activación de determinados centros de control como los circuitos de recompensa, que potencian la salud mental (Orzechowska et al., 2013).

Otras prácticas, como la meditación, han demostrado capacidad de disminuir los niveles de ansiedad y de rumiación excesiva de pensamientos. De la misma manera, se ha comprobado que la práctica del “baño en la naturaleza” o shinrin yoku, popularizada a finales de los años ochenta en Japón y consistente en el contacto con la naturaleza y su contemplación, mejora el estado de pacientes afectados por trastornos de salud mental y, en concreto, de depresión (Balanzá-Martínez y Cervera-Martínez, 2022).

Todos estos mecanismos se retroalimentan entre ellos, de modo que en periodos estresantes se suele tener una dieta menos saludable, se reduce el ejercicio físico, empeora la calidad del sueño y se reducen las interacciones sociales, lo que a su vez disminuye la capacidad para hacer frente al estrés (Ross et al., 2023). Es en estos momentos cuando más tenemos que invertir en salud, pero justo hacemos lo contrario.

Por contra, cualquier esfuerzo dedicado a mejorar uno o varios de estos aspectos tiene su recompensa. La concentración de esfuerzos en un área puede tener repercusiones beneficiosas en otras, ya que todas se hallan conectadas, favoreciendo así el manejo de la situación. El objetivo de cambiar todos nuestros hábitos de vida de golpe, especialmente en el mundo actual, es muy complejo, lo que puede suponer estrés y generar frustración si no se consigue. Sin embargo, cualquier cambio que se introduzca, por pequeño que parezca en principio, puede conducir, si se mantiene en el tiempo, a cambios mayores y a una vida más saludable.

5. Conclusiones: en el buen camino

Tal y como se desprende de lo expuesto hasta aquí, la depresión es un trastorno complejo y heterogéneo. En los últimos años se han encontrado relaciones significativas entre el trastorno depresivo y alteraciones en sistemas aparentemente alejados, como por ejemplo el endocrino o el digestivo. También es muy frecuente la aparición de depresión junto con otras patologías. Por tanto, idear un tratamiento que funcione realmente para la mayor parte de los pacientes parece algo cercano a lo imposible con esta visión reduccionista.

Este razonamiento, lejos de favorecer el desánimo, debe impulsar la búsqueda de nuevas perspectivas de tratamiento de esta enfermedad. El uso de técnicas más completas de diagnóstico que permitan afinar más en el subtipo de depresión podría contribuir a una elección más acertada del tratamiento. Además, dado que la depresión es un trastorno fisiológico, conviene plantear la inclusión de pruebas de marcadores moleculares, más allá del enfoque predominantemente conductual que se ha venido adoptando.

Un enfoque más prometedor pasa por investigaciones en modelos animales más adaptados, una interpretación más cuidada de los datos experimentales y una medicina de mayor precisión dirigida a las alteraciones que muestre cada tipo de paciente. Si bien esto es complicado y puede suponer una inversión mayor de tiempo y dinero a corto plazo, parece la única solución viable de cara al futuro. Debemos estar preparados para poner freno a una evolución que aboque a lo que los expertos han denominado la “próxima pandemia”.

En todo caso, diferentes estudios han demostrado la existencia de una herramienta muy poderosa para reducir la elevada prevalencia de la depresión: la prevención. Por un lado, el tratamiento psicológico de personas con depresión subumbral resulta eficaz para la prevención de depresión mayor, y, por otro, la inversión en salud y el autocuidado constituyen herramientas de gran utilidad para evitar la depresión antes de que suceda. Una adecuada gestión del estrés, combinada con la práctica regular de ejercicio físico, una dieta equilibrada, una red de relaciones sociales y el aprendizaje y la práctica regular de técnicas de relajación o meditación, constituye probablemente la estrategia de protección más eficaz ante la depresión.

Bibliografía

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Al-Harbi, K. S. (2012). Treatment-resistant depression: Therapeutic trends, challenges, and future directions. Patient Preference and Adherence, 6, pp. 369-388. https://doi.org/10.2147/PPA.S29716

Bacigalupe, A. y Martín, U. (2021). Gender inequalities in depression/anxiety and the consumption of psychotropic drugs: Are we medicalising women’s mental health? Scandinavian Journal of Public Health, 49(3), pp. 317-324. https://doi.org/10.1177/1403494820944736

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NOTAS

* Universidad de Málaga (infanteslopez@uma.es, ­marper@uma.es y mdpedraza@uma.es).

 Los resultados de investigación que se exponen en este artículo proceden de investigaciones financiadas por MCIN/AEI (PID2020-117464RB-I00), Consejería de Conocimiento, Investigación y Universidad, Junta de Andalucía (P20_00460), y Junta de Andalucía. (UMA20-FEDERJA-112).

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