Formación y nuevas competencias para el trabajo y el empleo del futuro: retos para la educación superior

Formación y nuevas competencias para el trabajo y el empleo del futuro: retos para la educación superior

Fecha: diciembre 2021

Lucila Finkel*

Formación, Educación superior, Inserción laboral, Empleabilidad, Trabajo, Empleo

Panorama Social, N.º 34 (diciembre 2021))

Este artículo intenta identificar los principales retos a los que se enfrentará la educación superior en las próximas décadas, a partir del análisis de los cambios en el mundo del trabajo que se vislumbran en la actualidad. En el contexto actual donde las instituciones de formación superior están cada vez más presionadas para mejorar la inserción laboral y empleabilidad de sus egresados, para lo cual se iden­tifican nuevos requerimientos competenciales, resulta imprescindible abordar y potenciar nuevos ámbitos de actuación como son la formación permanente, la formación profesional y formación profesional para el empleo, así como la formación dual, para que las universidades puedan hacer frente al incierto trabajo del futuro.

1. INTRODUCCIÓN

Es difícil reflexionar sobre cuáles deberían ser las mejores estrategias para planificar el sis­tema de cualificaciones del futuro y, por tanto, el papel que le toca a la universidad para satis­facer las expectativas sociales y adecuarse a los grandes cambios que están por venir, cuando o existe una idea clara del escenario en el que nos tocará vivir y trabajar en las próximas déca­das. No obstante, existe cierto consenso en que las tecnologías digitales como la inteligencia artificial, el internet de las cosas, la robótica, la fabricación aditiva, la biología sintética o los materiales inteligentes supondrán un cambio sustancial en nuestro modo de vida. Y junto a todo esto, existen fuertes expectativas acerca del salto que podría representar la computa­ción cuántica. Mientras la mayoría de los auto­res reconocen que es muy probable que estas innovaciones digitales van a tener efectos disruptivos en los modelos establecidos de forma­ción y empleo, las consecuencias concretas para el futuro del trabajo son objeto de una amplia controversia.

Este artículo recoge de forma sintética y en primer lugar las principales aportaciones que se han formulado sobre el empleo del futuro a la luz de estos grandes cambios tecnológi­cos. En segundo lugar, se analiza el escenario al que se enfrentan las instituciones de educa­ción superior, cada vez más expuestas a la lógica de mercado, siendo evaluadas por indicadores cuantitativos que conceden creciente impor­tancia a la empleabilidad de sus egresados y a la trasmisión de competencias para el empleo. El siguiente apartado presenta tres ámbitos de actuación relativamente novedosos que podrían cobrar relevancia en los próximos años y a través de los cuales la universidad podría articular una mayor conexión con el cambiante mundo del trabajo futuro. En la exposición se incluyen referencias concretas a la situación de nuestro país, dado que se considera necesario aterrizar la situación en la que se encuentra el Sistema Universitario Español.

2. ¿HACIA DÓNDE VA EL TRABAJO?

Un primer paso saludable para responder a esta pregunta exige prescindir de la genera­lización de etiquetas tales como “revolución digital” o “sociedad del conocimiento” que poco ayudan a los análisis concretos, aunque sin duda gocen de gran atractivo periodístico. Por ello es conveniente reservar el concepto de revolución para los grandes hitos históricos al mismo tiempo que no procede presentar el conocimiento como una característica nove­dosa y específica de la sociedad actual.

En el debate sobre el futuro del mundo del trabajo los autores que han tenido más difu­sión son los autodenominados “futuristas” que vislumbran la evanescencia del empleo. Benanav (2019: 6-7) sintetiza sus razonamientos en las siguientes tesis que no necesariamente desarro­llan todos: 1) los trabajadores ya están siendo reemplazados por máquinas cada vez más avanzadas, con el resultado de un creciente desempleo tecnológico; 2) esta sustitución es un signo de que estamos al borde de una socie­dad automatizada en la cual todo el trabajo será desempeñado por máquinas que se despla­zan y computadoras inteligentes; 3) la automa­tización debería suponer una liberación para la humanidad, aunque este sueño puede conver­tirse en pesadilla; 4) en consecuencia, el único camino para prevenir la catástrofe del desem­pleo masivo consiste en proveer un ingreso básico universal, rompiendo de este modo la conexión entre los ingresos que percibe la gente y el trabajo que lleva a cabo, y abriendo así un camino hacia una sociedad nueva.

La primera tesis, del desempleo tecnoló­gico a raíz de la robotización y digitalización de los procesos de trabajo, que en cierto sen­tido informa a las demás, es la que concentra un mayor número de analistas, por lo que son de agradecer los esfuerzos de sistematización y actualización de las distintas posiciones en el debate, realizados por autores como Lahera (2021).

La posibilidad de fábricas automatiza­das con la consiguiente reducción drástica de personal no es nueva; alrededor de 1830 ya Charles Babbage y Andrew Ure estimaban que esa perspectiva era factible y, como es sabido, Marx tomó en serio esas consideraciones en el volumen I de El Capital. Pero, sin retrotraernos a la historia donde sobran antecedentes, hay que señalar que estas ideas ya flotaban en el ambiente a fines de los años ochenta del pasado siglo, como se puso de manifiesto con el éxito editorial de los libros de Aronowitz y Di Fazio (1994) y Rifkin (1995), que auguraban nada menos que el fin del trabajo. Pero fue con la automatización, que, como resultaba cada vez más evidente, poco tenía que ver por su natu­raleza y por su ritmo con los cambios tecnológi­cos del pasado, cuando se comenzó a plantear cuál era el futuro del trabajo, ahora sí, con una ingente masa de datos empíricos y con metodologías econométricas en las investigaciones más pioneras.

Entre estas, destaca el ensayo de Frey y Osborne (2017), originalmente publicado como documento de trabajo en 2013, que disparó una serie de análisis que proseguían o refuta­ban sus conclusiones. Tal como indica el título del ensayo, el propósito consistía en analizar la probabilidad de digitalización de 702 ocupa­ciones en los Estados Unidos. Una vez clasifi­adas estas, los autores estimaron cuántas se hallaban en situación de riesgo y cuál podría ser el impacto de su posible digitalización en el mercado de trabajo, relacionando esta pro­babilidad con los salarios y el nivel educativo alcanzado de los trabajadores que las desem­peñaban, que resultó ser fuertemente nega­tiva. Los hallazgos no podían dejar indiferente a nadie: el 47 por ciento de las ocupaciones analizadas corrían el riesgo de ser sustituidas por computadoras; lógicamente, la publica­ción desplegó un debate que involucró a aca­démicos, periodistas y políticos.

En general, casi todos los autores reco­nocen que los cambios tecnológicos se han acelerado y suponen una irrupción en los sis­temas establecidos de organización del tra­bajo. También consideran que las ocupaciones menos cualificadas y de tareas repetitivas son las que más fácilmente pueden ser sustituidas por máquinas, aunque las investigaciones de los últimos años muestran que también puede ser factible en algunas tareas de cualificación media e incluso alta. Las diferencias se plan­tean a la hora de establecer la cantidad y el tipo de trabajo que se prevé en el futuro, con especial atención al contexto de la llamada Cuarta Revolución Industrial, brevemente refe­rida a continuación.

2.1. La Cuarta Revolución Industrial (4RI)

Esta denominación surgió cuando tres ingenieros alemanes la expusieron por primera vez con fuertes dosis de mercadotecnia en una conferencia de prensa en la Feria de Hannover en 2011. Hasta ese momento, en Alemania Industrie 4.0 era un término técnico relativo a la organización de la producción industrial, par­ticularmente la muy avanzada, pero al difun­dirse la idea de que se entraba en una etapa cualitativamente distinta, se prefirió usar 4RI para diferenciarla de las tres revoluciones prece­dentes; es decir, la del vapor, que tuvo lugar en el siglo XVIII, la de la electricidad, entre 1870 y 1920, y la informática, desde 1980 en adelante. En realidad, la terminología no suele ser muy pre­cisa y frecuentemente no se tienen en cuenta las connotaciones retóricas e ideológicas que acom­pañan a la 4RI, especialmente desde que Schwab (2016), presidente y creador del Foro Económico Mundial, adoptara ese término en la reunión de Davos celebrada en 2016, aunque su contenido fuera entonces muy impreciso desde el punto de vista técnico (Pfeiffer, 2016)1.

Hoy tal imprecisión es difícil de sostener. En el pasado la ventaja comparativa de las com­putadoras en relación con el trabajo humano se limitaba a las actividades rutinarias, propias de la producción fordista, que eran fáciles de codificar. Los avances recientes muestran que un creciente número de tareas no rutinarias son igualmente automatizables, una posibilidad relacionada con la tecnología del aprendizaje de las máquinas y los avances en diversos subcam-pos de la inteligencia artificial, como la minería de datos, la visión de las máquinas o la estadís­tica computacional.

¿Qué papel juegan las cualificaciones en esta Cuarta Revolución Industrial? En el Informe de Prospección Estratégica de la Comisión Europea, se señala que “en el futuro, el 50 por ciento de los trabajos globales actuales podrían estar automatizados, con diferencias significa­tivas entre países y sectores. Aparecerán nuevos empleos, pero requerirán nuevas cualificaciones. Si no se abordan, estas tendencias pueden llevar a la erosión de derechos sociales fundamentales y aumentar las desigualdades y dependencias dentro y entre Estados. Aún más, la transición digital puede incrementar el desperdicio electró­nico (e-waste) y llevar a demandas crecientes de energía o al uso de recursos escasos” (European Commission, 2021: 10).

Puede intuirse que el pronóstico suena algo apocalíptico en tanto que sugiere que fal­tará trabajo, energía y recursos. Las dos palabras clave del discurso son escasez y cualificaciones, pero estas no se interpretan teóricamente de forma unívoca. Brown (2020) y Brown, Lauder y Cheung (2020) distinguen entre (1) una teo­ría de la escasez de trabajo (labour scarcity) en la carrera planteada entre la educación y la tecnología, que exige acelerar la demanda de personas preparadas para estar a la altura de las innovaciones digitales (en consonancia con las premisas del capital humano); y (2) la teo­ría de la escasez de puestos de trabajo dignos; esta última considera que la innovación tec­nológica contribuye a un período dinámico de desintegración, separación y recombinación social y económica en el que las tecnologías pueden bien utilizarse para aumentar la discrecionalidad y las habilidades de la fuerza laboral, bien conducir a una mayor rutinización y des-cualificación, de la misma manera que pueden mejorar las experiencias de aprendizaje de los estudiantes o favorecer su “embrutecimiento” en un proceso dirigido a hacer que las máquinas se parezcan más a los humanos, y los humanos más a las máquinas.

3. LA EMPLEABILIDAD COMO GRAN OBJETIVO

Ante este contexto de profundos cam­bios en el mundo del trabajo, en el que, como hemos visto, cambiarán previsiblemente tam­bién los requerimientos de cualificación, cabe plantearse qué papel debe jugar la educación superior en este nuevo escenario y qué transfor­maciones deberían producirse prioritariamente para que la universidad responda y se anticipe a las nuevas realidades.

Una de las ideas más repetidas desde las instituciones y en la literatura especializada es que la educación superior, a la luz de los pro­fundos cambios que se han verificado y se ave­cinan en el mundo del trabajo, debe fomentar activamente la empleabilidad de sus egresados o, en otras palabras, sus posibilidades de inser­ción laboral en un mercado de trabajo cada vez más cambiante y competitivo.

Es importante detenerse brevemente en el concepto de empleabilidad, dado que ha gene­rado un importante debate académico, tanto por parte de aquellos que desde una visión crítica cuestionan el uso del propio concepto, como por parte de los que asumen su relevancia y proponen formas de medirlo e implementarlo. El concepto de empleabilidad en sí no es nuevo; de hecho, se viene utilizando desde hace varias décadas, pero ha cobrado especial auge desde que se ha incorporado al lenguaje oficial de las instituciones europeas. Fundamentalmente, como señala Serrano (2000, 2004), el concepto de empleabilidad se ha venido empleando de tres formas distintas que conllevan líneas de actuación diferencia­das. En primer lugar, algunos autores defien­den una concepción “adecuacionista”, según la cual los problemas de inserción de los jóvenes se deben a un desajuste entre sus competencias y las que requiere el mercado de trabajo, perspectiva que ha desencadenado multitud de programas formativos destinados a prolongar los periodos de formación y a mejorar dichas competencias. En segundo lugar, se entiende la empleabilidad como “prevención”, según la cual las dificul­tades de inserción se explican por una falta de estrategias de búsqueda de empleo, lo cual se solventaría con políticas de orientación y apoyo para mejorar este tipo de competencias. Por último, la falta de empleabilidad se liga a la falta de “activación” o insuficiente motivación de los jóvenes hacia el mercado de trabajo.

Las posiciones más críticas con este dis­curso resaltan que en las tres perspectivas se pone el énfasis en la responsabilidad individual que el joven trabajador tiene sobre su propia situación de desempleo, promoviendo un diag­nóstico que le culpabiliza por su falta de for­mación, de motivación o de proyecto vital, y evitando por tanto llevar a cabo un análisis de carácter estructural sobre el tipo de empleo que ofrece un mercado de trabajo cada vez más segmentado y precario. Además, destacan que todo el discurso de la empleabilidad se apoya en la noción de competencia (o de carencia de ella), lo que supone la utilización de criterios subjetivos para la tan deseada inserción labo­ral. En este escenario, frente al fomento de la empleabilidad competitiva, que pone el énfasis en la responsabilidad individual para paliar el desempleo, algunos autores proponen la refor­mulación del enfoque para promover otro tipo de trayectorias laborales basadas en el trabajo por el bien común y que refuercen la dimen­sión comunitaria del empleo (Santamaría y Orteu, 2000).

El segundo motivo para no perder de vista la idea de empleabilidad tiene que ver con el hecho de que, desde la propia Declaración de Lovaina en 2009, donde se establece como uno de los objetivos prioritarios implicados en el proceso de Bolonia, su uso ya se ha exten­dido a todo el sistema de educación superior. En el caso de nuestro país, resulta muy signifi­cativo que, en el Preámbulo del recientemente aprobado Real Decreto 822/2021 por el que se reorganizan las enseñanzas universitarias, se indique que se “pretende robustecer las capaci­dades de empleabilidad que confiere la forma­ción recibida en diferentes títulos, a partir de las competencias y conocimientos asumidos, así como mediante un amplio abanico de opciones académicas, con la voluntad de facilitar a los egresados universitarios una inserción laboral digna y de calidad”.

En la actualidad, es difícil encontrar una universidad española que no declare en su página web su intención de fomentar la empleabilidad de sus egresados, incluyendo en ocasiones datos de inserción laboral pro­cedentes de encuestas propias que se utilizan como argumento para captar nuevos estudiantes2.

En la esfera institucional, las agencias acreditadoras, como la propia Agencia Nacional de Evaluación de la Calidad y Acreditación (Aneca), y también las agencias regionales, establecen indicadores claramente relacionados con la empleabilidad en los requisitos para la evaluación y seguimiento de sus titulaciones. Prueba de la gran importancia que la Aneca está otorgando a este objetivo es el reciente informe –resultado de dos años de trabajo con representantes de 64 universidades– en el que se pretende esta­blecer un marco común para la autoevaluación de las universidades en la mejora de sus actua­ciones en materia de empleo y empleabilidad. En el informe, se recomienda que las universida­des orienten sus actuaciones hacia la definición y el logro del perfil de egreso, la orientación de los estudiantes y la intermediación en el empleo (Aneca, 2021: 40).

Además, algunos de los rankings inter­nacionales y nacionales3 más importantes de universidades incluyen indicadores para medir el grado de cumplimento de los objetivos de empleabilidad, que en ocasiones se definen de forma muy difusa o cuestionable. Las fundacio­nes privadas, por su parte, también han reali­zado estudios sobre este tema, que tienen una gran repercusión en los medios de comunica ción4 y suscitan notable interés en la opinión pública.

En España se dispone de una fuente de datos importante que permite analizar el empleo de los titulados universitarios a través de los datos de afiliación a la Seguridad Social5. Los últimos datos disponibles de los egresados de los distintos grados en 2014 indican que cua­tro años después, en 2018, el 72,3 por ciento se encontraba trabajando, aunque con grandes diferencias por ramas de conocimiento: la rama de Ingeniería y Arquitectura presentaba una tasa de afiliación del 77,7 por ciento; Ciencias de la Salud, un 75,8 por ciento; Ciencias Sociales y Jurídicas, un 71,5 por ciento, seguidas de una tasa del 68,6 por ciento en Ciencias, y un 57 por ciento en Artes y Humanidades. Por otro lado, solo el 60,7 por ciento de los egresados estaban dados de alta en el grupo de cotización de titu­lados superiores, con una base media de coti­zación de 26.213 euros, y apenas un 51,7 por ciento tenía un contrato indefinido, siendo este a tiempo completo en el 74 por ciento de los casos. Estos indicadores, que requieren un aná­lisis mucho más pormenorizado por ramas de conocimiento, titulaciones, universidad y sexo, llevan a pensar que una parte importante de los universitarios de nuestro país están sobre-cualificados para los puestos que desempeñan y muchos de ellos se encuentran expuestos a situaciones de subempleo, con contratos tem­porales y a tiempo parcial.

Esta aproximación empírica a la medición de la empleabilidad entendida como inserción laboral, que como hemos visto se circunscribe al uso de unos pocos indicadores, no resulta ade­cuada por sí misma para analizar un fenómeno con tantas aristas. Conviene ampliar la mirada, considerando otros aspectos relacionados con la transición hacia el empleo que afectan tanto a los estudiantes y a los graduados como al resto de la comunidad académica (Villar, 2020), así como a los propios empleadores6, en particu­lar, la procedencia socioeconómica de los estu­diantes, que tiene en cuenta la familia de origen (Finkel y Barañano, 2014), las posibilidades de elección de la carrera y la articulación con las aspiraciones personales, la realización de prác­ticas académicas externas o la participación en programas de aprendizaje en el trabajo (Iriondo, 2020), la satisfacción del alumnado con la for­mación (González y Martínez, 2021), así como también la realización de programas de movili­dad nacional o internacional (Van der Heijden et al., 2019).

Pero más allá del debate académico sobre el concepto y las implicaciones sociales de la lógica de la empleabilidad, y de la cuantificación de la inserción laboral como proxy de empleabilidad, también han proliferado otras propuestas centradas en la medición de la misma en base a la lógica de las competencias.

4. LA IMPLANTACIÓN DEL MODELO DE COMPETENCIAS

El auge de la gestión por competencias en el ámbito laboral se ha visto impulsado, a partir de 1990, por las grandes empresas multi­nacionales, organismos internacionales como la OCDE o la OIT y grandes consultoras como Hay Group, Ernst and Young, KMPG o PricewaterhouseCoopers que lo han adoptado para la selección, formación y evaluación de los trabajadores (Amigot y Martínez, 2013).

El concepto no ha estado exento de polé­mica, porque, como señalan algunos autores, la lógica subyacente es la de la fragmentación y subjetivación de las relaciones laborales, en las que se tiende a primar más el saber ser de las per­sonas (competencias individuales tales como su disposición, iniciativa, autonomía, etc.) que los otros componentes de las competencias, como son el saber o el saber hacer. Por otro lado, se señala que las competencias no pueden ser observadas directamente, se requiere evaluar los conocimientos y habilidades para que estos se transformen en competencias (Suleman, 2017). Al responsabilizar al individuo del desa­rrollo de sus competencias, se niega la impronta que tiene la clase social, la etnia, el género o el hábitat geográfico en la conformación del capi­tal cultural, que es el sedimento de todos los aprendizajes posteriores (Tanguy, 1997).

En respuesta a este modelo managerialista de las competencias, se han formulado modelos alternativos como el propuesto por Amartya Sen y, posteriormente, por Martha Nussbaum, entre otros, que reivindican la preponderancia de las capacidades de las personas, en las que el énfa­sis radica en la capacidad y la libertad del indivi­duo para perseguir sus propias metas y valores (Lozano et al., 2012).

En el ámbito de la educación superior, la noción de competencia se ha extendido con la implantación del Espacio Europeo de Educación Superior (EEES), puesto que las competencias constituyen la base sobre la que se diseñan los curricula de las titulaciones universitarias, pen­sados para dotar a los estudiantes de las habili­dades necesarias que requieren la sociedad y el mundo del trabajo.

A pesar de algunas voces críticas, y de que existe cierto acuerdo en que el concepto es difuso, polisémico y multidimensional, la mayor parte de los estudios y análisis sobre el trabajo del futuro y de la educación tratan, aunque sea colateralmente, el tema de las competencias requeridas en los nuevos escenarios. Dado que es fácil perderse entre las numerosas tipologías y clasificaciones disponibles, en este artículo se restringe la exposición a los análisis referidos a los egresados universitarios o a los jóvenes que se encuentran en las primeras etapas de su tra­yectoria profesional. Así, se pueden distinguir las propuestas de autores que analizan las com­petencias necesarias para el desarrollo profesio­nal en el trabajo de aquellas otras propuestas que identifican las competencias que deberían adquirirse desde el ámbito de la educación superior.

En el caso de la educación superior, se ha propuesto un modelo que sintetiza las princi­pales dimensiones competenciales que refuer­zan la empleabilidad de los egresados, basado en: conocimiento de la disciplina y aplicación de la misma, habilidades genéricas y transfe­ribles, autorregulación emocional, habilidades relacionadas con el desarrollo de la carrera, autogestión y autoevaluación del desempeño, y autoestima y motivación (Römgern, Scoupe y Beausaert, 2020: 2597-2598).

Esta serie de competencias destinadas a promover la empleabilidad lógicamente inclu­yen habilidades cognitivas e intelectuales y presuponen una base de conocimiento, pero, como se desprende de esta síntesis, se priman los elementos de carácter individual (motivacio­nes, emociones, valores) que permiten poner las competencias en práctica a través de la acción del individuo, pasando a un segundo plano las consideraciones de tipo estructural o social.

5. LOS RETOS PARA LA EDUCACIÓN SUPERIOR

Ante este complejo escenario en el que se entremezclan distintas visiones de futuro del trabajo, nuevos requerimientos y exigencia de responsabilidades que directamente señalan a las instituciones de educación superior, cabe plantearse qué papel debe cumplir la universi­dad del siglo XXI.

A diferencia de otras instituciones socia­les, la universidad mantuvo durante muchos siglos una asombrosa continuidad histórica con la corporación gremial que está en sus orí­genes. En efecto, entre los años 1100 y 1200, justamente el mismo período en el que florecie­ron los gremios de artesanos, la universidad se instituyó como una comunidad de maestros y alumnos (universitas magistribus et pupillorum) que gozaba de autonomía y autogobierno en la medida en que estaba en condiciones de ejercer presión sobre las ciudades y la Iglesia. Lo asom­broso de todo este proceso es que mientras los demás gremios sucumbieron a las nuevas for­mas de trabajo del capitalismo emergente, la universidad pudo mantener su impronta original durante siglos y, ya a finales de la Edad Media y comienzos del Renacimiento, los médicos y abogados comenzaron a crear sus propios gre­mios que ejercían un control monopólico. Elliott Krause (1996) caracteriza esa historia compleja

con una afirmación sintética pero contundente: “la Universidad, superviviente de los gremios y hacedora de profesiones”. Su supervivencia se debió en buena medida al hecho de que ni los gremios universitarios ni sus descendientes, las hermandades profesionales, entraron en con­tradicción con las nuevas formas de produc­ción, porque el conocimiento secularizado y sus aplicaciones constituían una fuerza propulsora singular.

Aunque hoy nos queden vestigios simbó­licos de los orígenes de la universidad, es obvio que aquel modelo de universidad autónoma, elitista y centrada en sí misma ha dejado de ser funcional al capitalismo consolidado. Hoy, la enseñanza superior está mucho más democrati­zada, pero está expuesta a grandes desafíos en un contexto global cambiante y un futuro lleno de incertidumbres. En este apartado se propo­nen algunas de las líneas de actuación que la universidad debería abordar a corto y medio plazo si quiere mantenerse como institución de referencia en el futuro, haciendo especial hin­capié en la importancia de la formación per­manente, de la articulación con la formación profesional y la formación profesional para el empleo, así como también de la formación dual universitaria.

El énfasis en estos tres ámbitos de nin­guna manera implica que se obvien otras consi­deraciones de vital importancia para el futuro de la educación superior, como son la necesidad de rediseñar los programas curriculares para contar con mayores contenidos transversales en las titulaciones, la formación en metodologías de enseñanza innovadoras, la necesaria consideración de la creciente diversidad del estudian­tado en lo referente a edad, situación laboral, género, etnia y clase social, la creciente impor­tancia de la interdisciplinariedad o el impres­cindible fomento de la ciencia abierta o ciencia ciudadana.

5.1 Formación permanente

Los retos que se derivan del cambiante mundo del trabajo, pero también las transfor­maciones demográficas que están experimen­tando las sociedades avanzadas y el crecimiento exponencial de la globalización, hacen imprescindible que la formación se conciba cada vez más como una necesidad a lo largo de la vida, que incluya la formación inicial y también la recualificación de los trabajadores y egresados, así como la formación de personas retiradas. El Consejo de Europa, en el Comunicado de Feira de 2000, entendía que la formación permanente era “toda actividad de aprendizaje a lo largo de la vida que tiene como objetivo el mejorar los conocimientos, las competencias y las aptitudes con una perspectiva personal, cívica, social o relacionada con el empleo”.

La importancia de la formación perma­nente y su incorporación plena a la educación superior se planteó desde la misma Declara­ción de Bolonia de 1999 y ha estado presente en las diferentes declaraciones de las reuniones de ministros que han ido consolidando el EEES. Así, el propio marco estratégico para la coope­ración europea “Educación y Formación 2020” declaraba como objetivo primordial apoyar a los sistemas de educación y formación de los esta­dos miembros, identificando como el primero de sus cuatro grandes objetivos estratégicos el de “hacer realidad el aprendizaje permanente y la movilidad”, de tal forma que para 2020 se consiguiera que el 15 por ciento de los adultos participen en actividades de formación perma-nente7. Además de los comunicados de orga­nismos oficiales resaltando la importancia de la formación a lo largo de la vida8 y las compe­tencias requeridas para este tipo de formación (Consejo de Europa, 2018), la importancia del papel de la universidad en la formación per­manente ha sido destacada por organizaciones como la European University Association, que en su Charter on Lifelong Learning de 2008 anun­ciaba su decálogo de líneas estratégicas para las universidades y gobiernos. En nuestro país, con la aprobación del Real Decreto 822/2021, por primera vez se regula la formación permanente que desarrollan las universidades en una norma­tiva de ámbito estatal. La Red Universitaria de Estudios de Posgrado y Educación Permanente (RUEPEP) ha venido ejerciendo un papel importante en el análisis de la oferta universitaria de títulos propios, partiendo de que su oportunidad y flexibilidad no siempre se han entendido ade­cuadamente y reivindicando su puesta en valor dentro del ámbito universitario (Ruepep, 2019; Sanz, 2021). En este sentido, es importante insistir en la necesidad de una mayor interco­nexión con las enseñanzas regladas, que per­mitiría un mayor reconocimiento de créditos entre ambas modalidades9, y podría asimismo promover la inclusión de nuevas modalidades formativas, como los microcredenciales10, en la oferta formativa de las universidades.

5.2. Conexión con la Formación Profesional (FP) y la Formación Profesional para el Empleo (FPE)

Es bien sabido que el mercado de trabajo español tiene importantes problemas estructu­rales, como son la elevada tasa de desempleo que, aunque se ha reducido al 14,57 por ciento en el 3er. trimestre de 2021 según la EPA, todavía presenta un nivel muy superior a la media UE-27 (6,9 por ciento), siendo especialmente grave el desempleo juvenil, que España encabeza en el ranking europeo, con un 31,5 por ciento, frente al 16,5 por ciento de la UE). Por otro lado, según la OCDE, la tasa de temporalidad, a finales del 2020, ascendía en España a 24,7 por ciento frente al 13,6 por ciento de la UE11.

En cuanto al nivel formativo de la pobla­ción, el porcentaje de personas entre 26 y 64 años con estudios superiores era en 2020 del 39,7 por ciento, dato muy similar al de Francia o Alemania, y algo superior al de la media euro­pea. Sin embargo, en España, el 37 por ciento de la población adulta solo tiene estudios bási­cos, más del doble de la media de los países de la UE (17 por ciento), y un 23 por ciento solo tiene estudios medios, frente al 42 por ciento de la UE (OECD, 2021).

Este bajo porcentaje de niveles formativos intermedios se traduce en serios problemas para contratar técnicos, especialmente informáticos del sector de la información y las telecomuni­caciones (conocidos como IT), sanitarios de casi cualquier nivel, algunos oficios industriales (como soldadores, electromecánicos, fresado-res, torneros, carretilleros y técnicos de mante­nimiento), y administrativos y comerciales con dominio de idiomas.

En este contexto, la nueva Ley Orgánica de Ordenación e Integración de la Formación Profesional que se debatirá en el Congreso en las próximas semanas, pretende adecuar los niveles de cualificación de la población activa a las necesidades de los sectores productivos, uni­ficar en un solo sistema la FP reglada y la FPE –que dependía hasta hace poco del Ministerio de Trabajo– con idea de potenciar un sistema de formación profesional único a lo largo de la vida que, además, acredite las competencias labora­les previas. En lo referente a la relación con la edu­cación superior universitaria, la FP en España siempre se ha entendido como una formación reglada independiente del Bachillerato y de la universidad, a diferencia de otros países euro­peos, donde las pasarelas entre la formación profesional superior y los estudios universitarios son muy sencillas, hasta el punto de que las universities of applied science alemanas, aus­tríacas o finlandesas ofertan ambos tipos de titulaciones. No obstante, esta rígida separación está cambiando. El nuevo Real Decreto de orga­nización de las enseñanzas universitarias prevé hasta el reconocimiento de un 25 por ciento de los créditos provenientes de la formación profesional (artículo 10.7) y el proyecto de Ley Orgánica de la FP contempla, por su parte, la posibilidad de autorizar a las universidades para que impartan, junto a los centros de FP, “módu­los optativos diseñados conjuntamente, que faciliten la progresión de los itinerarios formati­vos de aquellos estudiantes que quieran acceder a estudios universitarios” (Art. 45.2.c3) e insta al desarrollo de nuevos modelos de relaciones entre la universidad, la formación profesional y los organismos agregados. (Art. 49.1.b).

En lo que respecta al sistema de FPE en el ámbito laboral, que incluye la formación de oferta y la formación programada por las empresas (formación bonificada), es importante mencionar que, con el nuevo Real Decreto, la formación de oferta, compuesta hasta al momento por los certificados de profesionali­dad y las especialidades formativas contempla­das en el Catálogo Nacional de Cualificaciones, pasará a integrarse en un único sistema basado en grados de formación desde el nivel A (acre­ditación parcial de una competencia) al D, for­mado por los ciclos formativos de grado básico, medio y superior. Hasta el momento, la parti­cipación de las universidades en la FPE ha sido bastante escasa, con la notable excepción de las universidades politécnicas, que ofertaban algu­nos certificados de profesionalidad de nivel 3. Es de esperar que la nueva legislación –inclu­yendo la que reemplazará a la Ley 30/2015, por la que se regula el Sistema de Formación Pro­fesional para el empleo en el ámbito laboral– incremente la participación de las universidades en la formación en el ámbito laboral, dado que cuentan con instalaciones y personal especiali­zado que pueden impartir los niveles más altos de formación previstos.

5.3. Formación dual

El sistema universitario español ha acu­mulado bastante experiencia, desde 2010, en la organización de las prácticas académicas externas. Un estudio realizado por el Grupo de Empleo de la Conferencia de Rectores de Universidades Españolas (CRUE) cifraba en 2019 el número de prácticas anuales en 400.000 (estudiantes), de las cuales el 85 por ciento eran prácticas curriculares obligatorias y el 65 por ciento se realizaban en entidades públi­cas (Grané y Finkel, 2019). Aunque el valor formativo de las prácticas en empresas e institu­ciones es indudable, quedan muchos aspectos por mejorar, entre los que podríamos mencionar la necesidad de una regulación que evite situa­ciones de “laboralidad” encubiertas, una retri­bución mínima para los estudiantes en prácticas o una adecuada formación de tutores académi­cos y externos.

Frente a las elevadas tasas de desempleo entre los jóvenes europeos menores de 25 años y la escasez de cualificaciones técnicas y de mayor nivel demandadas por las empresas, la educación dual se presenta como una posible solución para ayudar a los estudiantes a obte­ner una cualificación profesional reconocida, a la vez que adquieren competencias transversa­les y habilidades necesarias en el mercado labo­ral actual que no siempre se aprenden en las aulas ni en períodos de prácticas cortos. En este contexto, la formación dual, entendida como una formación en alternancia que combina periodos lectivos en un centro educativo o for­mativo con otros de prácticas en un centro de trabajo (CEDEFOP, 2014), se está configurando en Europa como una modalidad formativa que permite no solo abordar los retos del futuro del trabajo, sino también dotar al estudiante-apren­diz de mayores posibilidades de inserción labo­ral, a través de una relación contractual con la empresa donde realiza sus períodos de aprendi­zaje (CEDEFOP, 2016).

Desde su primera regulación en 2012, en España se está apostando fuertemente por la formación profesional dual (en el curso 2019­2020 se matricularon 32.919 estudiantes en estos itinerarios formativos, lo que supuso un incremento del 165 por ciento en los últimos cinco años12). Además, el mencionado Ante­proyecto de Ley Orgánica de Ordenación e Integración de la Formación Profesional con­templa que toda la formación profesional sea dual, aunque con distinta intensidad en la FP general y la FP intensiva, que se articulará mediante vinculación contractual y que requerirá como mínimo un 35 por ciento de forma­ción en la empresa. A diferencia de lo que ocurre con la forma­ción profesional, en nuestro país el desarrollo de la formación universitaria dual es relativamente reciente, fundamentalmente porque hasta la aprobación del reciente Real Decreto 822/2021 no existía una normativa estatal que regulara este tipo de enseñanzas. Hasta el momento, la única comunidad autónoma que dispone de un protocolo para la obtención del reconocimiento de la formación dual para títulos universitarios oficiales de Grado y Máster es la del País Vasco, a través de su agencia Unibasq13.

Con el Real Decreto 822/202114, se regula por primera vez en España la posibilidad de que los títulos oficiales de Grado y Máster puedan incluir la mención dual. Además, se fija el por­centaje de créditos a desarrollar en la entidad colaboradora (entre el 20 y el 40 por ciento para grados, y entre el 25 y el 50 por ciento para másteres) o la necesidad de que la actividad se regule mediante un contrato para la formación dual universitaria, creado recientemente15.

Muchas son las ventajas que supone la incorporación de la formación dual universitaria. En el proyecto europeo ApprEnt16, se analizaron 33 casos de formación dual superior en nueve países europeos, lo que permitió identificar las ventajas que para las empresas, universidades y estudiantes puede suponer su participación activa en los programas duales, también seña­ladas por otros autores (ACUP, 2015). Cabe des­tacar, entre otras, la generación de confianza entre el mundo de la educación superior y el mundo empresarial; el valor que se otorga a las aportaciones de los aprendices (especialmente para las pymes y microempresas, que suponen el 64 por ciento del empleo y el 83,4 por ciento del total de empresas del país17), las sinergias que potencian la transferencia de conocimien­tos teóricos y transversales, la facilitación de los procesos de contratación una vez finalizado el programa formativo, el mejor conocimiento de las empresas del entorno, del propio sector y de la sociedad en general, y el hecho de que los programas duales animan a los propios emplea­dos a participar en programas de formación a lo largo de la vida.

No obstante, este tipo de programas requieren más recursos económicos y de perso­nal, así como una mayor atención y preparación por parte de las universidades y las empresas. La formación de los mentores académicos y de las entidades colaboradoras, así como su “com­pensación” (en forma de tiempo o créditos) no debe descuidarse. Asimismo, es preciso reforzar la orientación de los estudiantes y el papel de la coordinación del programa.

6. CONCLUSIONES

Los desafíos que afronta la universidad ante los cambios en el mundo del trabajo no son sencillos de abordar, y se producen en entornos crecientemente hostiles para las organizaciones de educación superior, que han de hacer frente a presupuestos menguantes, cohortes más pequeñas y competencia de universidades pri­vadas y de nuevos actores en el mercado de la formación, como son las universidades corpora­tivas o las grandes corporaciones como Google o Microsoft, que ofrecen formación al margen de los sistemas reglados.

A pesar de todo, la universidad como institución será capaz de sobrevivir como lo supieron hacer los gremios medievales, pero ya no será la universidad que hemos conocido. La universidad debe asumir un papel de lide­razgo ante todos estos cambios, entender que debe ampliar su marco de actuación dando un impulso estratégico a la formación permanente y, en concreto, de la formación profesional para el empleo. Deberá tomarse muy en serio el desarrollo de nuevas metodologías educati­vas que estimulen el pensamiento autónomo, el trabajo en equipo, la capacidad de comuni­cación, la sensibilidad multicultural, la adap­tabilidad, la resiliencia y la iniciativa personal, pero sin perder de vista la importancia de los conocimientos básicos que permitan conocer los fundamentos de una disciplina. Es esencial flexibilizar los programas académicos, potenciar una mayor integración de la formación oficial y propia, establecer pasarelas claras con la formación profesional y fomentar los planes dua­les en la universidad, con financiación estatal o autonómica.

Indudablemente, la educación dual supe­rior constituye un nuevo escenario apasionante, pero no exento de riesgos. Como señalan Krüger, Molas y Jiménez (2019), es fundamental que en todo este proceso la universidad no pierda su esencia, que consiste en proveer racionalidad científica a la sociedad del conocimiento, para no correr el riesgo de convertirse en una insti­tución educativa subsumible por cualquier otro tipo de centro formativo.

Los avances tecnológicos requieren, ahora más que nunca, una vuelta a las facetas más humanas como la imaginación, la creación y la colaboración. Asimismo, no debería dejarse de lado un mayor énfasis en la digitalización. Algu­nos autores señalan, por ejemplo, que las com­petencias vinculadas con la tecnología deberían ser transversales y que la programación, que requiere pensamiento lógico, resolución de pro­blemas y pensamiento crítico, deberá se conver­tirá en algo tan necesario como en su momento lo fue aprender inglés. Todo ello no es incompatible con la rei­vindicación de la formación humanista y con un sentido ético, en línea con los planteamientos del enfoque de las capacidades arriba expuesto que presta especial atención a la estructura social en la que se insertan los estudiantes. Las características personales no dejarán nunca de ser determinantes en la formación y posterior inserción laboral de los egresados, pero es inelu­dible ser conscientes de la necesidad de abrir el foco de análisis para entender cómo los deter­minantes sociales, políticos y económicos, así como las instituciones formales e informales, posibilitan tanto la existencia y el desarrollo de esas capacidades como las respuestas que la educación superior es capaz de articular ante el mundo cambiante del trabajo.

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NOTAS

* Universidad Complutense de Madrid (lfinkel@ucm.es).

1 A falta de un apoyo académico relevante, fueron las grandes consultoras como el Global Institute de McKinsey, bajo la dirección de James Manyika, el Boston Consulting Group, PricewaterhouseCoopers y, particularmente Deloitte, las que jugaron un papel muy importante en la difusión del pensamiento del Foro Económico Mundial acerca del futuro del trabajo implícito en la 4RI.

2 Autores como Caballero, López-Miguens y Lampón (2014) han propuesto una Escala de Compromiso con la Empleabilidad en la que se detalla cómo medir los distintos indicadores.

3 Fundamentalmente debe destacarse el Ranking QS de empleabilidad, que se realiza separadamente del Ranking QS general y que contempla cinco indicadores: la reputación de los egresados entre los empleadores (30 por ciento), el éxito en la carrera profesional de los graduados, incluyendo los puestos de relevancia alcanzados y la capacidad de servicio a la sociedad (25 por ciento), los acuerdos de colaboración entre la universidad y las empresas (25 por ciento), la tasa de inserción laboral de los graduados (10 por ciento), y el número de empleadores presentes en el campus que ofrecen prácticas y un primer empleo a los estudiantes (10 por ciento). Por otro lado, pueden considerarse el U-Ranking del Instituto Valenciano de Indicadores Económicos (IVIE) en conjunción con la Fundación BBVA (https://www.u-ranking.es/index2. php), que toma como proxy de empleabilidad el porcentaje de egresados de la propia universidad dados de alta en la Seguridad Social, o el Center for World University Rankings (CWU), que considera la “tasa de empleabilidad de alto nivel” (número de estudiantes egresados que han ocupado cargos de dirección o ejecutivos en las principales empresas del mundo en relación al tamaño de la universidad).

4 Véase, entre otros, el informe de Pérez et al. (2018) para la Fundación BBVA o el estudio de la Fundación Universidad–Empresa (2021) “La empleabilidad, asignatura pendiente de la universidad en España”. Disponible en: https://fundacionuniversidadempresa.es/es/la-empleabilidad-asignatura-pendiente-de-la-universidad-en-espana/

5 Estos datos constituyen una valiosa fuente de información por tratarse del universo completo y no de una muestra. Inicialmente, se tomaron como referen­cia los egresados del curso académico 2009-2010 y se estudió su evolución durante cuatro años, hasta el curso 2013-2014. Posteriormente, se incluyó a los egresados en 2013 (datos 2014-2017) y a los egresados en 2014 (datos 2015-2018).

6 Para una revisión completa de la investigación llevada a cabo en torno a la empleabilidad entre los años 2016 y 2021, se recomienda el interesantísimo compendio realizado por Dalrymple et al. (2021) para Advance Higher Education (HE), en el que se revisaron un total de 580 publicaciones.

7 En España, en 2021 aún estamos lejos de ese objetivo, puesto que sólo el 11 por ciento de la población adulta de

25 a 64 años realiza formación permanente (Eurostat, Labour Force Survey).

8 Entre otros, puede consultarse la Recomendación del Parlamento Europeo y del Consejo de 18 de diciembre de 2006 sobre las competencias clave para el aprendizaje permanente, y en nuestro país, el comunicado de ANECA de 2021 “Declaración sobre aprendizajes cortos y el reconocimiento de sus credenciales”.

9 En el artículo 10.5 del mencionado Real Decreto se prevé que “los créditos reconocibles a partir de la experiencia profesional o laboral o aquellos procedentes de estudios universitarios no oficiales (propios o de formación permanente) no podrán superar, globalmente, el 15 por ciento del total de créditos que configuran el plan de estudios del título que se pretende obtener”.

10 En la actualidad, la Comisión Europea está trabajando en un marco europeo de microcredenciales que se espera esté listo en los próximos meses y que se adopte formalmente en 2024.

11 Según datos de Eurostat (Labour Force Survey, 2021).

12 Datos del Observatorio de la Formación Profesional (https://www.observatoriofp.com), Fundación Bankia por la Formación Dual (consultados el 15-06-2021) y de la Estadística del alumnado de Formación Profesional. Curso 2019-2020, publicada por el Ministerio de Educación y Formación Profesional (MEFP).

13 Hasta el momento, la Universidad del País Vasco tiene acreditados diez grados y tres másteres duales o con itinerario dual. Por otro lado, la Universidad de Deusto y la Universidad de Mondragón cuentan con siete grados y tres másteres cada una con este tipo de enseñanza, sin olvidar la larga experiencia en formación dual de la Escuela de Ingeniería del Instituto Máquina Herramienta (IMH) de Elgoibar (País Vasco).

14 Artículo 22 (Mención dual en las enseñanzas univer­sitarias oficiales).

15 Disposición final 36.1 de la Ley 11/2020, de 30 de diciembre, de Presupuestos Generales del Estado para el año 2021.

16 El proyecto Apprent (Refining Higher Education Apprenticeships with Enterprises in Europe) fue financiado por el Programa Erasmus+ (KA3 VET Business Partnership on Work-based learning and Apprenticeships) desde octubre de 2017 a octubre de 2019, y contó con la participación de 14 organismos de siete países distintos. La web del proyecto (https://apprent.eucen.eu) contiene información detallada sobre los materiales recopilados y elaborados.

17 Cifras PYME febrero 2021 (Ministerio de Industria, Comercio y Turismo).

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