Emprendimiento y políticas activas de inserción laboral en el mercado de trabajo del futuro: debates y discursos en España y la Unión Europea

Emprendimiento y políticas activas de inserción laboral en el mercado de trabajo del futuro: debates y discursos en España y la Unión Europea

Fecha: diciembre 2021

Carlos J. Fernández Rodríguez*

Políticas de activación laboral, Emprendimiento, Inserción laboral, España, Unión Europea

Panorama Social, N.º 34 (diciembre 2021)

El objetivo de este artículo es el de proponer una reflexión crítica acerca del concepto de emprendimiento, término clave en las nuevas políticas de activación laboral en España y la Unión Europea. Tras describir la evolución de dichas políticas a lo largo de las últimas décadas, se discute la influencia que las ideologías gerenciales o del management han tenido en la promoción del emprendimiento como solución al problema del desempleo.

1. INTRODUCCIÓN1

Uno de los debates más relevantes de la actualidad en relación con el mercado de tra­bajo trata sobre las políticas contra el desem­pleo. El enfoque tomado al respecto por parte de las instituciones ha cambiado a lo largo del tiempo y las medidas adoptadas han variado considerablemente desde que el desempleo ha empezado a considerarse como un problema social. La evolución de estas políticas de empleo se caracteriza fundamentalmente por un énfa­sis cada vez mayor en la importancia de que sean activas; esto es, que no se limiten exclusi­vamente a proporcionar una ayuda económica ante la falta de ingresos, sino que tengan la capacidad de activar al desempleado, propor­cionándole recursos formativos y competen­cias que le permitan encontrar un empleo. Esta apuesta por las políticas activas de empleo es una de las transformaciones más relevantes de la política social contemporánea y se asocia a una nueva filosofía de gestión de la adminis­tración pública, la Nueva Gestión Pública, cuyas implicaciones han dado lugar a numerosos debates en las ciencias sociales, tanto desde posiciones legitimadoras (Osborne y Gaebler, 1995; Kapucu, 2006) como críticas (Dunn y Miller, 2007; Du Gay, 2012).

El objetivo de este artículo es realizar un repaso a estos debates atendiendo al contexto español y europeo, prestando especial atención a uno de los ejes fundamentales de las nuevas políticas activas de empleo: el emprendimiento. Y es que uno de los fines de estas nuevas polí­ticas es el de estimular, entre los desempleados, el espíritu emprendedor. Si existen dificultades para encontrar empleo en el mercado de tra­bajo actual, ¿por qué no crearlo uno mismo a partir de la puesta en marcha de una empresa? El énfasis en el emprendimiento como clave de estas políticas es de un enorme interés desde un punto de vista sociológico. Merece la pena explorar sus implicaciones, una vez que repre­senta un ejemplo paradigmático de lo que lla­maríamos los “discursos del presente” (Alonso y Fernández Rodríguez, 2013). A ello se dedica este artículo.

2. LA PREOCUPACIÓN POR LAS POLÍTICAS ACTIVAS DE EMPLEO EN EUROPA Y ESPAÑA

En la mayoría de los países occidentales las políticas sociales de empleo se han trans­formado profundamente a lo largo de las últi­mas décadas. El ejemplo más destacado a este respecto es el de las nuevas estrategias de la Unión Europea, caracterizadas por el enfoque activo e individualizado del desempleo y que, por supuesto, han inspirado e influido en la política de empleo española. Esta nueva orien­tación ha permitido la consolidación de nuevos paradigmas en las políticas sociales de empleo actuales (a nivel tanto europeo como nacional), como la activación y la flexiguridad. También, más recientemente, ha cobrado relevancia el paradigma del emprendimiento, clave en las políticas de empleo actuales (Serrano Pascual y Fernández Rodríguez, 2018).

El interés por resolver el problema del des­empleo masivo arranca en la década de los años setenta, con la crisis de las economías occiden­tales a partir de 1973. La compleja conjunción de la crisis de los precios de la energía, el ago­tamiento del modelo de producción fordista y la irrupción de nuevas tecnologías y competi­dores se plasmó en un incremento muy signifi­cativo del desempleo en la segunda mitad de la década de los setenta. Las altas tasas de paro, que alcanzaron en los países europeos cifras de dos dígitos al final de esa década (con especial incidencia entre los jóvenes), coincidieron con la sustitución de las políticas del bienestar keynesianas de gasto público generoso por políticas neoliberales cen­tradas en la reducción de dicho gasto público y la desregulación de la economía. Se impuso así el neoliberalismo como el marco ideológico dominante en un período de profunda trans­formación del capitalismo. De forma paulatina se abandonó el modo de producción fordista basado en la producción en serie, la planificación industrial a largo plazo y la conciliación social­demócrata entre los intereses del capital y el trabajo, sustituyéndolo por un modo de produc­ción posfordista basado en la producción flexi­ble, las estrategias de rentabilidad a corto plazo y la apuesta por el libre mercado y la competitividad, dentro de un escenario cada vez más globalizado y gobernado por las nuevas tecnologías de la información y las comunicaciones (Alonso y Martínez Lucio, 2006; Lash y Urry, 2013).

Todo ello favoreció la institucionalización de una nueva sociedad del riesgo, en la que el mercado se convirtió en el centro de distribu­ción de recompensas, mientras que las políticas del Estado poskeynesiano se concebían como instrumentos de actuación paliativa para los que no demostraban ser suficientemente com­petitivos. Si hasta entonces el mero hecho de formar parte de la sociedad implicaba un con­junto de derechos sociales y económicos aso­ciados a una ciudadanía laboral (Alonso, 2007), la hegemonía del neoliberalismo puso en cues­tión ese régimen de derechos, proponiendo una nueva disciplina en la que el criterio de rentabi­lidad empresarial es esencial para determinar la sostenibilidad de esos derechos.

En la década de los ochenta, la crisis eco­nómica y las duras políticas de reconversión industrial alentaron el temor a una crisis fiscal del Estado vinculada a una menor actividad económica. Además, en vista de los crecientes gastos en prestaciones por desempleo, los paí­ses europeos reorientaron sus políticas tratando de reducirlo más rápidamente. No solamente se intensificó el control sobre los desempleados con prestaciones por desempleo, sino que se dibujó una nueva estrategia adaptada a los preceptos del marco ideológico neoliberal domi­nante. Se hizo hincapié en la reanimación de las economías y el incremento de la rentabilidad de los negocios, para lo que se debía aumen­tar el dinamismo del mercado en aras de una mayor competitividad y capacidad de atracción de inversión. Se hicieron necesarios el ahorro de recursos públicos, el aumento de la competitividad de las empresas y la dinamización de la economía. Para ello, era fundamental contar con trabajadores dispuestos a aceptar condi­ciones de empleo más flexibles y disminuir el número de personas cobrando la prestación por desempleo. Se trataba, al fin y al cabo, de dis­minuir el gasto de unos recursos públicos cada vez menores ante las progresivas bajadas de impuestos con la finalidad de liberar de cargas fiscales a empresas y familias. Estas políticas se aplicaron sobre todo en el contexto anglosajón. Países como Estados Unidos y el Reino Unido contaban con gobiernos neoliberales, de modo que el dinamismo de sus economías con un bajo desempleo se convirtió en el modelo a seguir. Se ha señalado, además, la influencia de actores como la OCDE en los años ochenta y noventa, cuyas recetas en términos de las medidas de protección del empleo contribuyeron a una importante reformulación neoliberal del debate (Martínez y Amigot, 2018).

En definitiva, a lo largo de los ochenta, en la mayor parte de los países de la Europa occidental se adoptaron con mayor o menor radicalidad políticas orientadas a la reforma del mercado de trabajo, desregulándolo con el objetivo de mejorar las condiciones de contra­tación a las empresas para aumentar su competitividad, así como también reformas de las políticas de empleo para reducir su coste y aumentar su eficacia. Estas transformaciones no solo tenían como propósito responder a los problemas sociales desde una perspectiva más cercana a la lógica del coste-beneficio (de la que beben nuevas líneas teóricas como la Nueva Gestión Pública), sino también buscaban atajar el problema del desempleo desde un enfoque más individualista y psicológico, mientras que anteriormente se había analizado como un desafío de naturaleza eminentemente colectiva (Taylor-Gooby, 2004; Gallie, 2007). Como señala además Crouch (2015), desde las ciencias sociales se había indicado que la fuerza de trabajo del cambio de milenio se enfrentaba a los riesgos del mercado de trabajo de una forma diferente. Al contar con una mayor formación, existían más posibilidades de que convirtiesen los riesgos en oportunidades, con lo que, más que transferirles renta y convertirlos en dependientes del sistema, sería preferible invertir en ellos para que adquiriesen competencias y se adaptasen a los cambios en el mercado. En lugar de limitarse a apoyar económicamente al desempleado, se le debería incentivar mediante formación y seguimiento para que volviera a trabajar.

Esta óptica ha permeado la evaluación y los diagnósticos sobre el desempleo a nivel internacional. Con la integración de España en la Comunidad Económica Europea (CEE) y la pos­terior evolución de esta en la Unión Europea (UE), este pasa a ser el enfoque común en el espacio europeo. En el caso español, además, el pro­blema del desempleo ha sido uno de los grandes desafíos del período democrático. De hecho, la tasa de paro se ha situado por encima de los dos dígitos en prácticamente todos los años desde 1980, salvo un breve intervalo durante la “burbuja inmobiliaria” de principios de este siglo. Los diferentes gobiernos han puesto en marcha diferentes reformas en el mercado de trabajo que, desde la incorporación a la UE, han tenido una clara inspiración europea; reformas que fueron presentadas como indispensables no solamente para luchar contra el paro, sino también para modernizar el país (Fernández Rodríguez y Serrano Pascual, 2014; Martín y Tovar, 2019).

En el caso de la UE, los mensajes relativos a la importancia de la autogestión del trabaja­dor frente a un mercado desregulado y com­petitivo impregnaron de forma significativa los contenidos de cumbres, agendas y libros blan­cos, especialmente tras el Tratado de Maastricht y la Estrategia de Lisboa que surge del Consejo Extraordinario del año 2000. Tras la consolida­ción de paradigmas como el de la activación y la flexiguridad (Keune y Serrano Pascual, 2014), el emprendimiento ha ganado protagonismo como instrumento para luchar contra el desem­pleo desde la óptica de las políticas de activación (Serrano Pascual y Fernández Rodríguez, 2018). Como señalan Martínez y Amigot (2018), quizá los hitos legislativos más relevantes a nivel euro­peo y nacional hayan sido el Plan de Acción sobre Emprendimiento 2020 de la Comisión Europea (2013) y la Ley 14/2013 de apoyo a los emprendedores y su internacionalización en España (BOE, 2013). En ellos se plasma la idea de que el emprendimiento ya pertenece a las políticas activas de empleo, y que la de emprender es una actitud deseable no sola­mente para los perfiles clásicos de empresario (un selecto grupo de personas con orientación a los negocios) sino para toda la sociedad. Con las medidas establecidas en estos textos legales se persigue que tanto colectivos con dificultades de integración en el mercado de trabajo como incluso empleados ya asalariados (los denomi­nados “intraemprendedores”2 ) tengan la posi­bilidad de crear empresas con independencia de su tamaño y el capital social.

No obstante, estas medidas han generado un debate relevante en relación con su efecto real sobre la creación del empleo, al menos en el contexto español. En efecto, los resultados de las sucesivas reformas del mercado de trabajo en ocasiones anteriores no han sido los espe­rados. En líneas generales, en cada recesión la destrucción de empleo ha continuado siendo muy elevada y la posterior recuperación se ha hecho a costa de su mayor precarización. Aún más, la incorporación de nuevas filosofías en las políticas de empleo, como la flexiguridad, se ha enfrentado a desafíos importantes que van más allá de las intenciones de los legisladores.

En el caso español, estos retos aluden a un contexto empresarial muy particular, caracte­rizado por la hegemonía de las microempresas, una especialización productiva en servicios de bajo valor añadido, requerimientos escasos en cualificación, y una cultura empresarial marcada por un cierto autoritarismo (Sola et al., 2013). Es este un escenario en el que la activación del empleado es muy compleja. En este sentido, los problemas propios de la estructura económica del país y de su mercado de trabajo parecen haber supuesto un reto formidable para la apli­cación de reformas inspiradas por la Comisión Europea. El caso del emprendimiento no es muy diferente. Como señalan varios autores (Briales, 2017; Martínez y Amigot, 2018), los incentivos para que todos creen nuevas empresas consti­tuyen, posiblemente, una acción contradictoria en términos de lucha contra el desempleo. Estas estrategias podrían generar una suerte de huida del estatus del trabajo asalariado, de modo que personas que antes se encontraban en una relación salarial pasarían a ser trabajadores autónomos, en muchos casos en condiciones muy precarias (los “emprendeudores” mencio­nados por Briales, 2017). En términos genera­les, la puesta en práctica de estas medidas, en combinación con otras reformas del mercado de trabajo (como la controvertida reforma de 2012, con medidas encaminadas a fortalecer la posición empresarial), han supuesto no tanto la generación de procesos espontáneos de emprendimiento e intraemprendimiento como la proliferación de figuras laborales ambiguas. Esto ha permitido la instauración de unas nue­vas relaciones laborales fuertemente vinculadas a los modelos productivos propios de las últi­mas décadas: la industria 4.0. y la denominada gig economy o economía de plataformas. Lo cierto es que, más allá de su efecto real sobre el mercado de trabajo, la promoción del emprendimiento y de la figura del emprendedor supone también un intento de impulsar un cambio cul­tural en el espacio del trabajo. Sobre este cam­bio cultural versa la siguiente sección.

3. LAS IMPLICACIONES CULTURALES DEL EMPRENDIMIENTO

El capitalismo no es solamente un sis­tema económico basado en el mercado y la ley de la oferta y la demanda, sino que, además, posee una dimensión cultural que incluye un “trasfondo moral” (Abend, 2014) y unos valo­res ideológicos en virtud de los cuales es un sistema de organización económica deseable, aun cuando genere desigualdades de renta y de poder en la sociedad.

En este aspecto, destaca la importancia que la denominada ideología gerencial o del management (Fernández Rodríguez, 2007) ha adquirido en la representación de cómo los empresarios ven el mundo, así como para el fomento de políticas que modifican de forma profunda el funcionamiento de las organiza­ciones, las instituciones y los mercados. Hoy en día este discurso se ha convertido en hegemó­nico, reflejando lo que algunos autores, como Boltanski y Chiapello (2002), han definido como “espíritu del capitalismo”. Esto implica que se aceptan sus postulados como si estos fueran de sentido común, algo natural y de necesaria apli­cación práctica en el mundo de la empresa y otras organizaciones. Sin embargo, una mirada a la evolución de los discursos del management muestra que, lejos de formar un corpus de ideas estables, los valores empresariales que se difun­den en las sociedades contemporáneas son el resultado de una reflexión cambiante espoleada por las transformaciones del entorno tecno­lógico, económico, político y cultural. En esta dinámica, el discurso sobre el emprendimiento (una de sus manifestaciones más visibles) es relativamente reciente.

En efecto, en la década de los cincuenta los discursos gerenciales apenas mencionaban la cuestión del emprendimiento. En ese periodo, caracterizado por la producción fordista, la burocratización de las grandes corporaciones y los mercados oligopolísticos, el objetivo de la política empresarial consistía en la minimización de riesgos. Para ello se trató de reducir la conflictividad laboral a través de diversos métodos, tanto autoritarios como de concertación social. Frente al capitalismo decimonónico, individua­lista, caótico y basado en una competencia des­piadada, tras la Segunda Guerra Mundial las ideas gerenciales fueron proclives a abandonar la filosofía de libre mercado que consideraba el riesgo individual como la clave rectora del com­portamiento de los actores del sistema, en favor de una mayor estabilidad. La lealtad y la con­fianza entre empleadores y empleados pasa­ron a convertirse en objetivos deseables para los gestores empresariales y los expertos que los aconsejaban (Alonso, 2007).

De este modo, el sistema capitalista comenzó a gobernarse desde una óptica que enfatizaba el control de los riesgos, la racio­nalidad y la estabilidad. Para ello se requería una enorme confianza en las instituciones, los procesos de gobierno burocrático y la legitimi­dad del sistema de relaciones industriales. Los ejecutivos, directores o managers, expertos en gestión generalmente con grandes habilida­des matemáticas, se convirtieron en los nuevos gestores de una economía dominada por las grandes corporaciones. La predicción, la plani­ficación, la organización y el control constitu­yeron los principios angulares de su gestión. La empresa moderna se concebía como un sistema político de gestión de la racionalidad técnica y económica, donde la gerencia administraba y supervisaba el proceso productivo. Este esfuerzo por un control matemático de la organización venía de la mano de la inte­gración de los trabajadores. Así, la Escuela de las Relaciones Humanas y otras posteriores enfa­tizaron el lado humano de las organizaciones, estimulando las políticas de recursos humanos que favorecieran la motivación, pero siempre desde una perspectiva holística e integradora. Esta visión se completaba con esfuerzos gubernamentales, la construcción del Estado de bien­estar como vehículo para la redistribución de la renta y la generalización del sentimiento de segu­ridad entre las distintas capas de la población (Alonso, 2007). La idea era apartar a los indivi­duos de los riesgos del mercado e integrarlos en las organizaciones. Resulta evidente que el dis­curso del emprendimiento se encontraba radi­calmente ausente en el imaginario simbólico de la sociedad de posguerra.

Sin embargo, en los años setenta del siglo pasado todo se transformó radicalmente. La crisis del sistema fordista, los avatares económicos de la década (como los tipos fluctuantes o la crisis energética) y la fuerte segmentación de los mercados asociada a cambios en los gustos de los consumidores contribuyeron al incremento de la incertidumbre económica, lo que requirió nuevas soluciones. El capitalismo en la década de los setenta se enfrentó a una fuerte crisis de legitimidad que se plasmó en las protestas estudiantiles. Su configuración vivió cambios económicos y organizativos, pero también y, sobre todo, ideológicos y culturales. La gran empresa como modelo organizativo ya no funcionaba. Al contrario, se necesitaba un nuevo modelo de empresa mucho más flexible, organizada en red y capaz de adaptarse rápidamente a los cambios en mercados cada vez más desregulados y, por ello, mucho más volátiles y competitivos. Los gestores en Norteamérica buscaron soluciones en este sentido. Tras encontrar inspiración en la filosofía de la empresa japonesa Toyota, se dio un giro radical hacia un nuevo modelo de gestión adaptado a los nuevos mercados (Fernández Rodríguez, 2007). Este cambio de paradigma al neoliberalismo tuvo efectos duraderos sobre las organizaciones empresariales. En la arena política se reivindicó el individualismo, el libre mercado y el deseo de enriquecimiento como el motor de la existencia, lo que otorgaba a la empresa privada un estatus privilegiado en las prioridades de los gobiernos de la época. Las nuevas ideas proempresariales impulsaron el cambio dentro de las organizaciones y, con ello, también el estatus y las condiciones de los empleados.

Los discursos gerenciales, asociados a la nueva política neoliberal y sus valores y al ascenso de nuevos empresarios de éxito (Branson Trump, por ejemplo) y gurús de empresa (Peters, Champy, Handy, entre otros) fueron clave en la difusión de las nuevas ideas en torno a la flexibilización en el proceso productivo y de gestión. Los gurús de empresa se convirtieron en verdaderas estrellas de la gestión y promo­cionaron la libre actividad empresarial y la vir­tud de enriquecerse (Collins, 2000; Fernández Rodríguez, 2007). En esta literatura gerencial de la época, se exaltó la figura del emprende­dor y de las empresas sin jerarquías, poniendo el acento en la necesidad de incrementar la fle­xibilidad en todos los factores productivos. La planificación y la seguridad dieron paso así a la libertad y la incertidumbre. Las políticas sociales y económicas debían favorecer ese modelo económico: desregulación, ajustes de prestaciones públicas políticas destinadas a la activación laboral de los individuos. De este modo, la producción en serie dio paso a una producción flexible. Esto requirió que donde antes se hacía hincapié en el control de la pro­ducción, ahora se ensalzara la flexibilidad y la destrucción creativa; donde se hablaba de pla­nificación, se prescribiera la necesidad de más innovación; donde había jerarquías directivas, se consolidaran estructuras horizontales; donde predominaban los equipos de dirección, se abrieran paso los emprendedores. Este nuevo paradigma de la empresa en red recibió un gran impulso con la globalización económica y el desarrollo de las tecnologías de la informa­ción, convirtiéndose en la referencia clave de un discurso empresarial que demandaba más innovación, compromiso y flexibilidad (Alonso y Fernández Rodríguez, 2013).

Todo ello se acompañó de una llamada al cambio cultural: las empresas debían renovarse, ya que sin ellas la sociedad no podía cambiar, pero, a la vez, era necesaria la creación de insti­tuciones para el cambio. Y por encima de todo, los individuos debían asumir el desafío de la innovación. En consecuencia, aunque la inno­vación se asocia fundamentalmente a los desa­fíos propios de las empresas, pasó a concebirse como un reto de toda la sociedad. El argumento implícito era que todo el mundo estaba en el mismo barco y que todos los sectores sociales debían esforzarse para mejorar los márgenes de rentabilidad de las empresas. En este sentido, se ensalzaba de forma continua lo que se podría denominar la cultura del emprendedor, descri­biendo de forma muy positiva la figura de aquellas personas que decidían poner en marcha un negocio o crear una empresa.

Particular consideración merecía el hecho de que lo arriesgaran todo para cumplir sus sueños, que crearan empleo en lugar de espe­rar a que les ofrecieran uno y que generaran riqueza en lugar de aprovechar la creada por otros. Se les atribuyeron cualidades como la capacidad de asumir desafíos y riesgos, de ser visionarios o de luchar por sus sueños y, sobre todo, se puso de relieve su papel como respon­sables de la mayor parte de las innovaciones comerciales y tecnológicas. Iconos como Steve Jobs o Bill Gates, que comenzaron sus negocios en el garaje de sus casas antes de convertirse en multimillonarios, se erigieron en ejemplos más que seductores de este tipo de emprendedo­res. Frente a quienes gozaban de esta imagen positiva se situaban aquellos que no asumían riesgos ni emprendían; es decir, los burócratas (tanto de las administraciones públicas como de las empresas privadas) y una parte importante de la clase trabajadora, todavía viviendo en una especie de burbuja de seguridad (protegida por sus derechos sociales) y anclada en el pasado, según este discurso. Estos individuos pasivos debían cambiar su actitud y adaptarse a los nuevos tiempos, adoptando comportamientos emprendedores siempre que tuvieran ocasión.

La nueva subjetividad neoliberal del “hom­bre emprendedor” se consolidó en el imaginario gerencial de una manera definitiva, enfatizando la necesidad de que los individuos construyeran su propio futuro. Competencias, experiencia y cualificaciones, junto a una serie de dotes psi­cológicas (liderazgo, autocontrol o amor por el riesgo) contribuirían a alcanzar dicho fin (Fernández Rodríguez, 2007).

Estas ideas compartidas por los gurús de empresa han sido reivindicadas no solamente por los gestores empresariales, sino también por los partidos políticos (sobre todo, los conserva­dores, pero también algunos socialdemócratas) y los gobiernos. De este modo, tanto a nivel pri­vado como público se han impulsado políticas para generar mercados e individuos más diná­micos (más trabajadores, con más autonomía y capaces de asumir riesgos). Entre estas acciones de fomento de la autonomía se incluye el estímulo al emprendimiento, es decir, a la creación de nuevas empresas y al intraemprendimiento emprendimiento dentro de la propia organización por parte de sus empleados. Estas prácticas se han vuelto muy habituales en las empresas punteras de los sectores tecnológicos. En todo caso, para poder llevar adelante este tipo de proyectos es imprescindible el compro­miso de los trabajadores con la empresa, ali­neando sus intereses con los de la corporación que los emplea (Revilla y Tovar, 2012).

Con el fin de favorecer tal compromiso es aconsejable diluir, en la medida de lo posible, los marcos que articulan las estructuras orga­nizacionales, reduciéndolas a simples redes a las que se conectan creativos intraemprendedores. Una vez que la organización se ha diluido, quedan los individuos, conceptualizados como entes individuales susceptibles de integrarse dentro de una cultura de asunción de riesgos empresariales como trabajadores empresariales (Neff, 2012) o nuevos sujetos emprendedores (Laval y Dardot, 2013). La innovación, así, des­cansa finalmente en ellos, considerados tanto fuente de creatividad como responsables de desarrollarla al máximo a favor de las organiza­ciones, la sociedad y de sí mismos. Por tanto, de acuerdo con esta narrativa, el éxito de las com­pañías depende de cómo los trabajadores del conocimiento creen y apliquen nuevas ideas de forma productiva, eficaz y, sobre todo, innovadora. Y dado que buena parte de estas ideas descansan sobre variables como la empatía, el juego o la búsqueda de significado, el nuevo trabajador del conocimiento debe prepararse para asumir un cambio netamente personal en el que sea capaz de interpretar y aprehen­der dichas variables que, en el fondo, son una expresión de valores ideológicos neoliberales (Serrano Pascual, 2016).

En las crisis económicas esta dimensión del emprendimiento se acentúa aún más. Desde la esfera política se propone como la salida lógica al desempleo masivo, como ejemplo de resiliencia y como posibilidad de éxito en un mundo extremadamente competitivo. Enfati­zando las dificultades para poner en marcha una empresa, textos como El libro negro del emprendedor describen los rasgos que debe reunir un verdadero emprendedor: “motivación y talento para ver algo especial en una idea que puede que otros ya conozcan. Pero, por encima de todo, es necesario disponer de un espíritu luchador: no fracasan las ideas, sino son las ilu­siones las que se dejan vencer por falta de cintura, imaginación y flexibilidad para afrontar imprevistos” (Trías de Bes, 2007).

En un contexto de evaporación de lo social, ser emprendedor se presenta casi como la única postura ética posible, una vez que con la crisis todo lo sólido parece desvane­cerse en el aire. Esta dimensión de resistencia, de esfuerzo, de luchar contra los elementos y los infortunios se complementa con la imagen de liberación asociada a la idea de dejar atrás el confort, la comodidad, el miedo, las inse­guridades y la pereza, abandonando una vida mediocre y rutinaria para embarcarse en algo excitante, una suerte de aventura en la que uno puede perseguir sus sueños y hacer cosas como “despedir a tu jefe” (Pollan y Levine, 2004). Para ello, no faltarán referencias continuas a la importancia de la libertad, ese valor supremo: uno es libre si puede tomar las riendas de su propia vida profesional, frente a una supuesta asfixia organizacional. En definitiva, la nueva subjetividad neoliberal se construye entre la moralidad del deber de resistir y sacrificarse, y el goce de la libertad de emprender, en una difícil tensión en la que el control de la propia vida se asocia a sumergirse en un mercado fuera de control.

4.CONCLUSIONES

Las percepciones que la ciudadanía y los gobiernos tienen sobre el desempleo son la expresión de una serie de creencias arraigadas acerca de la naturaleza de las relaciones sociales y de ideas sobre lo que es justo o legítimo en un determinado contexto social. Si a mediados del siglo pasado el desempleo era un problema al que se le atribuía un carácter colectivo y social tanto en su naturaleza como en sus posibles soluciones, tras varias décadas de expansión cultural del neoliberalismo la falta de empleo se percibe como un problema fundamentalmente de carácter individual, vinculado a la falta de formación, la ausencia de capacidad de sacri­ficio y la pasividad. Por tanto, en la actualidad el desempleo se conceptualiza como una situa­ción susceptible de superarse si el individuo emprende una transformación de su personali­dad y sus competencias que aumente su atrac­tivo en el mercado de trabajo. La clave, hoy, es ser empleable y ser emprendedor, o empreable, término sugerido por Santos, Serrano-Pascual y Borges (2021). Según estos autores, las nuevas éticas de la empreabilidad se basan en tres ejes: el imperativo de la autoevaluación, una demanda inexorable de responsabilidad por parte de las instituciones (empresas y organismos públicos) y la adhesión a una total psicoempresarización del yo, esto es, a la obligación de construir una subjetividad en la que el impulso empresarial se convierta en una de las características centrales de nuestro comportamiento.

Siguiendo el espíritu de estos tiempos tan marcadamente proempresariales, las diferen­tes reformas que han ido desarrollándose en España se han inspirado en los discursos de la UE que, desde la década de los noventa, se han estructurado en una dirección muy concreta. Los problemas políticos y económicos que gene­ran desequilibrios en el mercado de trabajo se consideran, fundamentalmente, problemas per­sonales, y el desempleo se concibe más como un fracaso personal que como un problema estructural, por lo que desde los aparatos ins­titucionales se debe promover la empleabilidad y la adaptabilidad de las personas, dotando al sujeto de responsabilidad ante el riesgo de no encontrar trabajo y de sufrir exclusión social. Las soluciones que se proponen están dirigidas a intervenir básicamente sobre la oferta de tra­bajo: es decir, son políticas orientadas hacia la motivación de los individuos y la disponibilidad para trabajar, que debe llegar al entusiasmo (Zafra, 2017). Apenas se contempla la relación de fuerzas desiguales existente en el mercado, sino que se plantea que la supervivencia y el éxito de las personas depende de su logro indi­vidual para adaptarse a los cambios.

En los últimos tiempos, no obstante, este énfasis en el emprendimiento ha mostrado con crudeza sus efectos paradójicos ante la con­solidación de nuevas industrias vinculadas al ascenso de la inteligencia artificial (la denomi­nada industria 4.0) y la hegemonía de un nuevo modelo de comercio basado en las grandes plataformas (Lahera Sánchez, 2021; Alonso y Fernández Rodríguez, 2021). Así, pese a la promesa de que la combinación de emprendimiento y nuevas tecnologías podría generar oportunidades para los trabajadores jóvenes, la realidad es bastante complicada para buena parte de la fuerza de trabajo contemporánea. Los empleados con menos cualificación se ven abocados a trabajos con un exigente ritmo de trabajo, resultado de la gestión algorítmica del proceso de trabajo. Además, padecen a menudo precariedad económica y vital, siendo muchos de ellos contratados bajo la categoría de traba­jador autónomo como si fuesen emprendedores o con un estatus borroso equivalente al de un intraemprendedor, en los márgenes del trabajo asalariado (Riesco Sanz, 2020).

En conclusión, las llamadas a emprender de empresas y administraciones no están resul­tando en una proliferación de startups diná­micas, sino más bien en la multiplicación de un grupo atomizado de empleados tratando de ganarse la vida en un entorno muy hostil en términos sociales. Esta situación, que está acentuando la desigualdad social y provocando la polarización laboral, debería afrontarse de forma seria, lo que exige como mínimo una reflexión sosegada (y crítica) sobre las implica­ciones de esta ideología del emprendimiento y su papel en las políticas públicas de empleo.

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NOTAS

* Universidad Autónoma de Madrid (carlos.fernandez@ uam.es).

1 Este trabajo forma parte del proyecto de investiga­ción del Ministerio de Ciencia, Innovación y Universidades, con referencia PGC2018-097200-B-I00

2 El intraemprendimiento implica la creación dentro de una compañía de unidades de innovación formadas por intraemprendedores que generan ideas que también rentabiliza la empresa para la que trabajan (Santos Ortega y Muñoz Rodríguez, 2018).

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