Transición energética, imaginarios sociales y política democrática

Transición energética, imaginarios sociales y política democrática

Fecha: diciembre 2022

Manuel Arias Maldonado*

Transición energética, Decrecentismo, Ecomodernismo, Sociedad posfosilista

Panorama Social, N.º 36 (diciembre 2022)

Hay un consenso social creciente acerca de la necesidad de realizar la transición hacia una sociedad descarbonizada; sobre la forma en que esa transición deba llevarse a cabo, en cambio, no hay acuerdo alguno y mucho menos a escala global. En este artículo se describen y evalúan dos imaginarios que definen de manera opuesta la sociedad posfosilista del futuro: si el decrecentismo quiere reducir de manera drástica la escala de las comunidades humanas, abandonando el ideal moderno de progreso, el ecomodernismo busca actualizarlo proporcionando energía abundante por medios nuevos y creando sociedades sostenibles que sean también ricas y democráticas.

1. introducción

Durante décadas, el debate sobre el cambio climático se ha mantenido en un plano de abstracción que dificultaba la implicación psicológica y anímica de los ciudadanos occidentales. En los últimos años, sin embargo, las cosas parecen haber cambiado: no pasa un verano sin que se anuncien temperaturas récord en distintas regiones del mundo, que, a su vez, se ponen en relación de causalidad con la aparente proliferación de fenómenos naturales extremos tales como inundaciones, sequías e incendios. Y aunque el uso indiscriminado del tremendismo apocalíptico en la esfera pública produce inevitablemente un cierto escepticismo, tan visible es el empeño que ponen actores diversos en sacar réditos políticos de la llamada “emergencia climática”, hay un acuerdo creciente acerca de la necesidad de asegurar la sostenibilidad de las relaciones socionaturales. Para algunos científicos, la tarea es urgente: los cambios sociales y tecnológicos de los próximos años pueden determinar la trayectoria del sistema terrestre a largo plazo (Steffen et al., 2018: 2). Aunque también los hay que advierten de la inevitabilidad del colapso y aconsejan más bien que vayamos reflexionando sobre lo que vamos a hacer al día siguiente.

Se comparta o no ese dramatismo decisorio, resulta evidente que nadie está interesado en vivir en un planeta inhóspito para la especie humana y que la propia índole de nuestro conocimiento acerca de los sistemas naturales demanda una respuesta que no puede ser aplazada por más tiempo; el futuro, en ese sentido, ya ha llegado. Por algo se ha dicho que formamos parte de la primera generación de seres humanos consciente del modo en que la especie impacta sobre el sistema terrestre (Steffen et al., 2011: 749). Esta reflexividad, identificada por los sociólogos como un rasgo definitorio de la modernidad tardía, habría entonces de permitir que el ser humano “administrase” correctamente el planeta. Se trata de una noción que ha aparecido de manera recurrente, adoptando distintas formas, en la tradición occidental (Passmore, 1974).

Sin embargo, hay una diferencia con el pasado: hoy no se está llamando la atención sobre los riesgos medioambientales locales ni regionales, que, por lo demás, tampoco desaparecen, sino que se alerta contra la desestabilización antropogénica de los sistemas planetarios. Entre ellos, se encuentra el sistema climático, que marca las condiciones de vida en todo el globo y se ha visto alterado por la concentración masiva de CO2 en la atmósfera producida durante el desarrollo de la industrialización. Pero no es el único impacto significativo de origen antropogénico identificado a lo largo de las últimas décadas. La lista es larga: extinción acelerada de especies, aparición de especies invasoras en hábitats que no les son propios, acidificación de los océanos, destrucción de ecosistemas, multiplicación de residuos, urbanización creciente, aumento de la población humana, creación de infraestructuras, empleo de fertilizantes y demás facilitadores artificiales de la producción alimentaria, alteraciones en el ciclo hídrico. A la suma de estos impactos empíricamente mensurables se le ha dado el nombre de Antropoceno o “época humana”, para designar que el anthropos ha pasado a ser un poderoso agente de cambio medioambiental (Ellis, 2018). Para algunos geólogos, este impacto antropogénico sería ya identificable en el registro fósil, de tal manera que habríamos de declarar terminado el Holoceno e iniciado el Antropoceno (Zalasiewicz et al., 2019). Y aunque la Comisión Internacional de Estratigrafía todavía no se ha pronunciado oficialmente al respecto, lo que aquí interesa subrayar es que el cambio en el estado del sistema terrestre no es neutral para la especie humana, que, de manera inconsciente –el matiz es relevante desde el punto de vista moral–, lo habría venido provocando. Frente a la relativa estabilidad del Holoceno, que ha suministrado a la humanidad unas condiciones apropiadas para su florecimiento, el Antropoceno es una incógnita que amenaza con entorpecer la habitabilidad del planeta si las peores posibilidades que laten en él no son neutralizadas a tiempo.

Ahora bien: no se trata de elegir si viviremos o no en el Antropoceno, sino de influir sobre el tipo de Antropoceno en el que viviremos; más que bueno o malo, el Antropoceno sería ya “ineludible” (Dryzek y Pickering, 2019). Ese es el marco en el que tiene lugar el debate acerca de la transición energética hacia una sociedad descarbonizada, objetivo que hay que entender como parte del esfuerzo por evitar el deterioro del medio ambiente planetario en el que se desenvuelven los seres humanos. Reducir las emisiones globales de CO2, a fin de mitigar el calentamiento global en curso, es el objetivo de esa transición; se designa con ella, por tanto, el paso de una sociedad cuya provisión de energía se basa en los combustibles fósiles –carbón, petróleo, gas– a otra en la que el protagonismo recae en fuentes de energía alternativas. Todo indica que si no hiciésemos esa transición, el planeta se calentaría aún más; hay científicos que prevén una trayectoria catastrófica del sistema terrestre en caso de inacción humana y hablan de una “Tierra invernadero” (Steffen et al., 2018) que desafiaría severamente a nuestra potente capacidad de adaptación. De ahí que no hacer nada resulte desaconsejable; el riesgo es demasiado alto. Sin embargo, esa premisa no nos indica por sí misma qué haya de hacerse exactamente; el modo en que la transición energética deba llevarse a cabo no se encuentra predeterminado, sino que está abierto a la discusión técnica, el debate moral y la controversia política.

2. laS dimenSioneS del Problema

Si hubiera una sola manera de reducir el CO2 que emiten las sociedades humanas, habría poco que discutir. Pero no es el caso: hay distintas posiciones acerca de cómo deba llevarse a cabo esa descarbonización. Además, el conflicto entre las distintas alternativas para la transición energética no puede desvincularse de la verosimilitud de cada una de ellas. Dicho de otra manera: que puedan concebirse distintos medios para lograr el fin de la descarbonización no autoriza a dar por bueno cualquiera de esos medios, ni permite tampoco identificar uno solo como el único posible. De hecho, hay diferencias sustanciales entre el tipo de sociedad que resulta de las distintas propuestas de transición ecológica: hay quien quiere mantener e incluso aumentar el consumo global de energía, mientras que otros apuestan por reducirlo de manera tajante. Pero una cosa es sostener que la disminución del consumo energético de la especie humana sea el camino deseable para la descarbonización y otra bien distinta es presentarlo como el único camino posible si se quiere evitar una perturbación climática susceptible de complicar la habitabilidad planetaria. Si hubiéramos de elegir entre extinguirnos o sobrevivir, no existiría dilema alguno; si hay distintas maneras de sobrevivir, en cambio, hay que elegir entre las diferentes alternativas. Por ello, para organizar la discusión y poder discriminar entre los diferentes modelos de transición energética, resulta de utilidad separar las distintas dimensiones del problema.

  1. La dimensión moral se pregunta por la deseabilidad de cada modelo energético y del tipo de sociedad asociada a ellos. Se trata de un interrogante normativo, que remite a la pregunta acerca de cómo se debe vivir. Y lo hace tanto en el plano individual como en el colectivo: nuestra capacidad para elegir cómo queremos vivir como individuos depende, a su vez, de cómo esté organizada la sociedad. Así, una sociedad que consuma poca energía será muy distinta de otra en la que pueda disponerse de una energía abundante; si ambas son posibles, escoger una de ellas es escoger un modo de vida.

  2. La dimensión técnica se refiere a la viabilidad del modelo de provisión de energía que se propone. Este debe ser tecnológicamente verosímil; las cuentas habrán de cuadrar cuando se calculen el consumo estimado y la producción prevista en función de las actividades sociales que se consideran legalmente aceptables. No siendo posible anticipar los desarrollos tecnológicos futuros, la evaluación de los distintos modelos será forzosamente aproximada, aunque sí permitirá descartar las propuestas más descabelladas o menos congruentes.

  3. La dimensión política toma en consideración la viabilidad política de las distintas alternativas, ya que de nada sirve formularlas de manera abstracta sin preocuparse por cómo hayan de ser llevadas a la práctica. Por ejemplo, dado que las emisiones de CO2 se miden globalmente, de nada serviría que las sociedades occidentales hicieran la transición energética si los países en desarrollo dejasen de hacerla. Por otro lado, las sociedades liberales pueden dejar de serlo si el modelo energético que se aplica en ellas impone restricciones severas a la libertad individual y merma significativamente las oportunidades vitales de sus miembros; de donde se deduce que unos imaginarios energéticos gozarán de mayor apoyo social que los demás.

Cuando hablamos de la viabilidad de los sistemas energéticos que habrían de dar forma a una sociedad descarbonizada, es asimismo preciso recordar que establecer fines objetivamente realizables no facilita por sí solo el arbitraje de los medios correspondientes para su consecución. Ahí radica el sentido de la palabra transición aplicado al consumo de energía: hay que pasar de una situación a otra de manera ordenada. En algunos casos, la dificultad será política: quien defienda una sociedad de bajo consumo energético lo tendrá más difícil que quien proponga mantener una simple variación sobre el statu quo. Imaginemos, por ejemplo, la dificultad que conllevaría la prohibición de los vehículos privados. Pero también la sustitución material –pasar del vehículo de combustión al vehículo eléctrico– presenta dificultades, que son tanto tecnológicas como políticas: así como la innovación tiene sus propias condiciones institucionales y económicas, cabe esperar que los grupos sociales más perjudicados por el tipo de transición energética que se emprenda protesten contra ella y reclamen su ralentización o abaratamiento. Puede así comprobarse cómo la vieja distinción entre problemas materiales y problemas posmateriales ha quedado desdibujada; la preocupación por las condiciones ecológicas de las sociedades tardomodernas ha dejado de ser un lujo cultural para convertirse en una necesidad ineludible. No es posible ya separar de manera tajante sociedad y naturaleza, aunque sigamos haciéndolo en el plano analítico a falta de una mejor alternativa; de ahí que convenga hablar de relaciones socionaturales para designar el modo particular en que las sociedades humanas transforman su medio ambiente para satisfacer sus necesidades.

Puede así comprobarse cómo la vieja distinción entre problemas materiales y problemas posmateriales ha quedado desdibujada; la preocupación por las condiciones ecológicas de las sociedades tardomodernas ha dejado de ser un lujo cultural para convertirse en una necesidad ineludible. No es posible ya separar de manera tajante sociedad y naturaleza, aunque sigamos haciéndolo en el plano analítico a falta de una mejor alternativa; de ahí que convenga hablar de relaciones socionaturales para designar el modo particular en que las sociedades humanas transforman su medio ambiente para satisfacer sus necesidades.

En suma: hay un conflicto entre distintas interpretaciones acerca del modo en que la transición energética haya de llevarse a cabo. Y, como se ha visto, conviene atender a sus distintas dimensiones –moral, técnica, política– si se quiere evitar cualquier simplificación. A fin de poder arrojar luz sobre este intrincado asunto, sin embargo, dibujaré en lo que sigue los contornos de dos imaginarios sociales contrapuestos; dos tipos ideales que plantean alternativas bien distintas acerca de cómo habrían de concebirse en el futuro próximo las relaciones socionaturales. Tal como se verá enseguida, cada uno de ellos proporciona una respuesta distinta a la perturbación ecológica causada por la modernidad –a la que hemos llamado el Antropoceno– y se vincula de manera opuesta con el ideal de progreso que ha servido de base para su desarrollo. Decrecimiento y ecomodernismo, pues de ellos se trata, definen de manera opuesta lo que haya de entenderse por progreso, emancipación o prosperidad. Estos imaginarios no surgen del vacío: se alimentan de tradiciones de pensamiento reconocibles, típicamente modernas, que responden de distinta manera a los desafíos que plantea la sociedad industrial. En ambos casos se persigue su superación, solo que de distinta forma: el decrecimiento rechaza la modernidad y el ecomodernismo apuesta por enmendarla sin renunciar a sus rasgos definitorios.

3. la hiPóteSiS decrecentiSta: menoS eS máS

Una de las maneras en que puede reducirse la cantidad de CO2 que emiten las sociedades humanas consiste en reducir sustancialmente la cantidad de energía que consumen. Tal es la propuesta decrecentista: producir menos y consumir menos. En consecuencia, una comunidad organizada alrededor de los principios del decrecentismo se parecerá muy poco a la sociedad occidental contemporánea.

Si hubiera que elegir un símbolo para la transición energética del decrecentismo, sería la bicicleta; esa bicicleta que es hoy promovida como forma de transporte en los centros urbanos occidentales. En su interesante trabajo sobre la estética de la modernidad fósil, el investigador español Jaime Vindel (2020) remite al pensador Ivan Ilich, que en 1973 proponía la bicicleta como contrametáfora de las sociedades postindustriales. Para Vindel, siguiendo a Ilich, estamos ante un medio de transporte “cuya fuerza utópica reside en el modo en que invierte el tránsito desde el instrumento a la máquina que había caracterizado el desarrollo industrial”. Porque nunca traspasa un cierto umbral de velocidad, es fácil de utilizar y no requiere de las colosales infraestructuras viales que ha traído consigo la generalización del automóvil privado. Nótese que Ilich hace el elogio de la bicicleta mucho antes de que el cambio climático fuese reconocido como un problema global; en aquel tiempo, este sencillo medio de transporte estaba vinculado tanto a las fantasías pastoriles de ori- gen romántico como al proceso de urbanización acometido por la China maoísta. Medio siglo después, sin embargo, la bicicleta se integra en esos “imaginarios posfosilistas” que –siguiendo a Vindel– pueden favorecer “una reorganización de la vida social que desconecte nuestra concepción de la energía de una comprensión productivista del trabajo” (Vindel, 2020: 346). Y ese es justamente el tipo de reorganización social que reclama el decrecentismo.

Este último puede definirse de distintas maneras: como una crítica normativa y empírica del crecimiento económico; como el proyecto para una sociedad radicalmente distinta de la actual; como una nueva orientación cultural. Apoyándose en la crítica francesa del crecimiento y sus imaginarios (Latouche, 2010), así como en el activismo medioambiental y social (Demaria et al., 2013), el decrecimiento propone una reducción equitativa y sostenible de la producción social; o sea, de la cantidad de materiales y de energía que son extraídos, procesados, transportados, distribuidos, consumidos y desechados (Kallis, 2011: 874). Para lograrlo, es preciso reducir el tamaño de las sociedades y de sus economías; la producción, el comercio, el consumo y el transporte deben aminorarse de manera considerable. Resultará de ahí una vida más local y menos móvil, pero también más igualitaria y sostenible, sin dejar por ello de ser democrática (Jackson, 2009). El imaginario decrecentista recuerda poderosamente el tipo de sociedad sostenible defendida por los ecologistas radicales durante los años setenta y ochenta del pasado siglo (De Geus, 1999).

La crítica decrecentista del crecimiento puede adoptar dos formas: este último se describe como insostenible a largo plazo o como indeseable en todo caso (Paulson et al., 2020). La insostenibilidad del crecimiento suele explicarse como una consecuencia inevitable de su dependencia de recursos finitos; llegará el momento en que los sistemas naturales no puedan seguir alimentando la máquina del crecimiento, que hoy es capitalista y en su momento fue también socialista. Este argumento fue presentado por vez primera –Malthus al margen– con el famoso informe del Club de Roma sobre los límites del crecimiento (Meadows et al., 1972). Para los decrecentistas, el cambio climático viene a reforzar esta idea: el decrecimiento planificado es ineludible si queremos mitigar el calentamiento global y evitar esos tipping points (puntos de inflexión) que amenazan con modificar duraderamente el sistema climático (Alexander, 2013). Por otro lado, no obstante, se afirma que el crecimiento económico no es una panacea. Ni fortalece a las comunidades ni hace más felices a los individuos: es un espejismo, la falsa verdad a la que se aferran las sociedades contemporáneas (Douthwaite, 1993). El crecimiento es insatisfactorio e insostenible; el decrecimiento propiciaría formas de vida auténticas y sostenibles.

Salta a la vista que el decrecimiento requiere de un profundo cambio cultural, capaz de hacer atractivas las sencillas formas de vida que “soporta” este tipo de organización social sin por ello hacerlas sentir como constrictivas; a menos que sean impuestas por un gobierno autoritario so pretexto de una emergencia medioambiental. El objetivo es que los individuos adopten una “simplicidad voluntaria” (Alexander, 2013) que les conduzca a un estilo de vida más satisfactorio (Jackson, 2009: 148). Los decrecentistas reformulan los conceptos que la tradición occidental ha solido asociar a una emancipación dependiente de la provisión material de bienes. Sostienen que han de generarse nuevas formas de riqueza: más tiempo libre, mayor creatividad, menor alienación (Princen, 2005). Para los pensadores decrecentistas, no se trata de tener más sino de tener mejor (Heinberg, 2012). O en la pegadiza fórmula de John Barry (2012: 11): “bajo carbono y alta calidad de vida”. El énfasis no recae en el confort material que hace posible el auto- desarrollo libre de la personalidad, sino en el florecimiento humano. Es en el interior de una sociedad que renuncia al crecimiento donde se produce la verdadera emancipación de un ser humano cuya “auténtica” naturaleza reside en un consumo suficiente (Princen, 2005: 140). Va de suyo que una vida liberada de las necesidades artificiales creadas por el capitalismo será una vida más plena (Gambrel y Cafaro, 2010).

El decrecimiento es presentado a menudo como la solución a los desafíos del Antropoceno. En la medida en que formula una respuesta distinta a la pregunta sobre lo que significa vivir bien, el decrecimiento podría operar como “un imaginario social que oriente el nuevo pensamiento político para el Antropoceno” (Reichel y Perey, 2018: 246-247). Solo mediante un decrecimiento económico ecológicamente sostenible que reemplace la habitual depredación capitalista, se arguye, puede responderse a la evidencia de que la existencia humana depende de la integridad de los sistemas naturales (Fremaux, 2019). Y solo con la adopción del decrecimiento como base normativa de nuestras sociedades pueden lograrse los cambios estructurales necesarios para asegurar la sostenibilidad: creación de valor económico al margen del mercado, políticas de redistribución global, transición a las energías renovables. Mientras tanto, iniciativas tales como las llamadas Transition Towns mostrarían el camino a seguir para las sociedades democráticas en el Antropoceno: comunidades autosuficientes basadas en la solidaridad local y la autolimitación de sus necesidades materiales (Semal, 2015: 98).

Pero, ¿y si el crecimiento económico indefinido resulta ser sostenible? O lo que es igual: ¿y si es una mala idea justificar la sociedad decrecentista como la única manera de garantizar la sostenibilidad de las comunidades humanas? Algunos pensadores ofrecen un fundamento alternativo para el decrecimiento, prescindiendo de las nociones de escasez e insostenibilidad. Dado que no es posible medir la escasez “natural”, se arguye, afirmar que la sociedad tiene que decrecer a la fuerza equivale a reproducir a la inversa la lógica misma del crecimiento (Kallis, 2019; Romano, 2019). De ahí que el decrecimiento y el tipo de sociedad posfosilista a la que daría lugar deban resultar deseables en sí mismas y no como el resultado de un cálculo consecuencialista. En lugar de una imposición exterior, el decrecimiento ten- dría que ser una elección voluntaria. A tal fin, se emplea el argumento emancipatorio: ningún otro proyecto social puede crear ya un contexto favorable para que el individuo se libere de las falsas necesidades creadas por el capitalismo liberal. De modo que el decrecentismo no sería antimoderno, sino que representa el intento por salvar la agenda moderna (Deriu, 2012). Y no siendo necesario el consumo masivo de energía en una sociedad decrecentista en la que el individuo se realiza en el interior de comunidades locales autosuficientes que se adaptan a su contexto ecológico, la transición energética consistirá en el abandono de las energías fósiles y en el rechazo de la energía nuclear; las energías renovables, a las que se considera respetuosas del medio ambiente, se bastarán por sí mismas para satisfacer las necesidades de una humanidad que habrá renunciado a la abundancia para abrazar la suficiencia.

4. la alternativa ecomoderniSta: máS eS mejor

Hay, sin embargo, otra posibilidad: la que defiende el ecomodernismo. Se trataría de adaptar las sociedades contemporáneas al imperativo ecológico sin renunciar a los logros de la modernidad occidental. La premisa es aquí que la reorganización ineludible de las relaciones socionaturales –que incluye el equilibrio entre actividad humana y sistemas planetarios– puede alcanzarse por medios distintos a los que propone el decrecimiento. Reparar en el poder desestabilizador de la especie humana –momento reflexivo del Antropoceno– conduce en este caso a la conclusión de que una relación socionatural más reflexiva y sofisticada a escala planetaria puede sostenerse sin predeterminar cómo se haya de alcanzar ese objetivo ni abrazar los fundamentos normativos o las aspiraciones prácticas del decrecentismo. De hecho, el ecomodernismo rechaza abiertamente que solo el decrecimiento constituya una respuesta efectiva al calentamiento global y demás desequilibrios planetarios (Karlsson, 2013).

Nótese que el ecomodernismo es un eco porque introduce la variable ecológica en un proyecto moderno que se dedicó a explotar el mundo natural –incluyendo los combustibles fósiles– para incrementar el confort de la especie humana. De manera que el ecomodernismo promete un “buen Antropoceno” en el que “los seres humanos emplean su creciente poder social, económico y tecnológico para mejorar la vida de la gente, estabilizar el clima y proteger el mundo natural” (Asafu-Adjaye et al., 2015). He aquí una visión de la sostenibilidad global en la que el impacto antropogénico sobre el medio ambiente se ve reducido sin necesidad de disminuir el rendimiento de las sociedades humanas ni reducir su escala. Su noción de la transición energética, obviamente, tiene poco que ver con la defendida por el decrecentismo, a pesar de asumir también la conveniencia de abandonar –aunque quizá no tan rápidamente– los combustibles fósiles. Puede así decirse que el ecomodernismo es un “imaginario posfosilista” alternativo al decrecentista y no una simple continuación del industrialismo por otros medios.

Desde un punto de vista genealógico, el ecomodernismo representa la evolución natural de una rama heterodoxa del ecologismo; aquella a la que pertenecen pensadores tan distintos como Lewis (1992), Ausubel (1996), Nordhaus y Shellenberg (2007) o Brand (2009). Todos ellos comparten una visión crítica del ecologismo clásico y radical, así como la convicción de que la sostenibilidad puede y debe combinarse con el liberalismo político, la innovación tecnológica y el crecimiento económico. Se trata de rasgos asociados a la teoría y las políticas de la “modernización ecológica” que se pone en marcha desde los años ochenta del siglo XX (Mol, Sonnenfeld y Spaargaren, 2009). Pero el ecomodernismo va más lejos, al incorporar un enfoque transformador que reconoce la necesidad de asegurar la sostenibilidad medioambiental y defender que estamos moralmente obligados a limitar la instrumentalización del mundo no humano. En otras palabras, el ecomodernismo presenta una respuesta explícita al Antropoceno y el cambio climático.

Los medios a través de los cuales se propone alcanzar sus objetivos ofrecen un marcado contraste con los que distinguen al decrecimiento. Se trata, en esencia, de intensificar las actividades humanas a fin de hacerlas más eficientes y, con ello, menos dependientes de la explotación de los recursos naturales; algo así como la supresión de las externalidades ambientales de la actividad social. Su premisa es que la sostenibilidad solo puede alcanzarse una vez que las sociedades humanas han logrado un cierto grado de desarrollo y pueden permitirse el lujo, como si dijéramos, de refinar su modelo de crecimiento. Aunque los ecomodernistas son conscientes de que la modernidad tiene un lado oscuro, creen que ha beneficiado a la humanidad por más que, al mismo tiempo, dañase el mundo natural; imaginan así un futuro de convergencia económica global en el que los habitantes de todas las sociedades humanas puedan disfrutar de los frutos de la modernidad (Karlsson, 2018: 80). En definitiva, el ecomodernismo rechaza la idea de que la modernización constituye un obstáculo para el florecimiento humano; por el contrario, lo hace posible en la medida en que proporciona a los individuos entornos naturales seguros, estándares crecientes de vida y libertades personales. Se trata de que todas las sociedades del planeta se beneficien de ese progreso, solo que de manera sostenible y respetuosa con el mundo natural.

En consecuencia, el “buen Antropoceno” que postula el ecomodernismo contiene la promesa de un high-energy planet con acceso universal a la energía (Karlsson, 2018). Se rechaza una transición que conduzca a un porvenir definido por el reducido consumo de energía; el ingenio humano debe emplearse sin tabúes para suministrar a los seres humanos la energía que ha sido históricamente necesaria para facilitar las transformaciones sociales; con la diferencia de que esta vez será energía limpia. Y aunque las energías renovables cuentan con su apoyo, el ecomodernismo abraza la energía nuclear, el fracking e incluso abre la puerta a algunas formas de geoingeniería climática, si bien esta última posición no es ni mucho menos unánime. Para los ecomodernistas, algunas energías renovables resultan problemáticas debido al uso intensivo de tierra que requieren, así como por los daños que causan al paisaje y la biodiversidad; otras, como la desalación del agua del mar, habrían de ser potenciadas. De ahí que resalten la importancia de la innovación tecnológica, fomentada por el poder público, como herramienta para la descarbonización. Pero ya que la mitigación del calentamiento global no es suficiente, el ecomodernismo pone el acento en unas políticas de adaptación que habrían de permitir a la humanidad vivir incluso mejor en un planeta cuya temperatura media aumentase (Shellenberger, 2020). En ese mismo sentido, una provisión abundante y eficiente de energía limpia contribuiría a la erradicación de la pobreza y aumentaría la productividad, facilitando un proceso global de urbanización e industrialización (Bazilian y Pielke, 2013).

Aunque sus detractores suelen caricaturizarlo como una ramificación del proyecto neoliberal cuyo propósito es reproducir el ethos megalomaníaco de la modernidad (Fremaux, 2019), el ecomodernismo atribuye un destacado papel al Estado a la hora de dar forma al cambio tecnológico y económico (Symons, 2019: 59). Algunos de sus teóricos lo conciben, de hecho, como una suerte de “socialdemocracia global” (Karlsson, 2018; Symons, 2019). Por discutible que pueda ser la etiqueta, el ecomodernismo defiende una mayor igualdad global y la protección del mundo natural en razón de su valor intrínseco. El matiz es que se trata de que todos seamos más iguales en la riqueza, no en la pobreza, reivindicando la posibilidad del progreso y la idoneidad de los valores ilustrados como medio para realizarlo. Frente a la idea de que el Antropoceno disminuye de manera inevitable las posibilidades humanas, el ecomodernismo afirma la capacidad del ser humano para sortear los límites ecológicos de manera imaginativa. Su posición es opuesta a la del ecologismo clásico, que ha pivotado desde sus comienzos alrededor de la idea de los límites ecológicos a la vida social (Dobson, 2016). De ahí que el imaginario social que propone el ecomodernismo remita a una versión mejo- rada y refinada de la sociedad liberal contemporánea, una suerte de futurismo logrado que evita los problemas de justicia global asociados al decrecimiento extendiendo universalmente la promesa de un mundo rico y sostenible gracias a la aplicación del ingenio humano.

5. ProgreSo y energía en la democracia

La contraposición entre estos dos imaginarios sociales “posfosilistas” plantea interesantes dilemas que las dimensiones antes descritas permiten iluminar. Y es que una cosa es defender cada uno de estos modelos de transición energética sobre la base de su deseabilidad y otra bien diferente hacerlo con la vista puesta en su viabilidad técnica o su verosimilitud política. Máxime si, constituyendo el cambio climático un problema genuinamente global, no podemos fijarnos solamente en lo que las sociedades occidentales –una categoría genérica que encierra por lo demás una considerable variedad– estarían dispuestas a hacer; la transición energética solo será efectiva si incluye a los países en desarrollo. ¿De qué serviría que Europa se sacrificase en el altar del decrecimiento si Estados Unidos, la India, China, Nigeria e Indonesia se negasen a hacerlo? Cuando nos preguntamos por qué habrían de negarse, topamos con la cuestión de fondo: la manera en que cada uno de estos imaginarios conceptualiza el ideal moderno de progreso y propone –o no– materializarlo.

Hay que tener en cuenta que hablamos de un ideal cuya materialización se complica inevitablemente en el Antropoceno: los seres humanos se ven enfrentados a obstáculos que ellos mismos han creado en el curso de su desarrollo y, en particular, desde el comienzo del industrialismo. En el curso del mismo proceso por el cual se liberaban de las sujeciones naturales con la ayuda de la ciencia y la tecnología, desestabilizaban sin saberlo los sistemas planetarios y creaban con ello nuevas sujeciones ecológicas que ahora entorpecen la provisión de bienestar material; un bienestar que ha sido tradicionalmente el presupuesto para el despliegue de movimientos y políticas emancipatorias. El sociólogo alemán Ulrich Beck (1986) formuló su teoría de la sociedad del riesgo sobre esta misma base, aunque en ella no encuentran acomodo los problemas que, como el cambio climático, son a la vez sociales y naturales. Sea como fuere, la sensación de triunfo que pudo acompañar el mejoramiento de la vida cotidiana de amplias masas de población se ve ahora reemplazada por una vaga sensación de impotencia: el futuro ha perdido su fuerza utópica y se nos aparece más bien –al menos en las sociedades occidentales– como el escenario de catástrofes desbordantes.

¿Puede sobrevivir a ese contexto histórico el viejo ideal decimonónico del progreso? ¿Puede sustituirse exitosamente un ideal emancipatorio que la modernidad formuló en términos de conquista de la naturaleza y superación de las necesidades materiales cuando el cambio climático y demás fenómenos del Antropoceno parecen imponer límites a la acción humana? No parece sencillo, según  puede  comprobarse  ahora  que  los países europeos tratan de hacer compatible el objetivo general de la descarbonización con la provisión de energía a un precio asequible para los ciudadanos. Isabelle Stengers (2015: 58) arguye que la emancipación tiene que desvincularse de la concepción tradicional del progreso que aspiraba a liberar al ser humano de la naturaleza; Déborah Danowski y Eduardo Viveiros de Castro (2017: 117) denuncian el “machismo antropológico” que serviría de base a ese ideal. Desde este punto de vista, las ideologías expansionistas típicas de la modernidad deben ser reemplazadas por imaginarios que apuesten por la contención material; en caso contrario, se corre el peligro de que ninguna clase de emancipación resulte viable y acabemos todos sudando en alguna esquina remota del planeta.

El decrecimiento, aspirante a modelo de salvación para una humanidad aprensiva, tampoco está exento de problemas: morales, técnicos, políticos. Por un lado, el proyecto en su conjunto semeja un salto en el vacío; las condiciones con que se encontraría un mundo sin crecimiento serían muy distintas de aquellas que anticipa la literatura, incluida la posibilidad de que la escasez subsiguiente conduzca a formas autocráticas de gobierno (Crownshaw et al., 2018: 129). Los postulados normativos del decrecentismo son formulados en un “aislamiento autorreferencial” respecto del contexto en que el decrecimiento tendría lugar (Weiss y Cattaneo, 2017; Beeson, 2019: 32). ¿Cómo se financiaría un sistema público de salud en una sociedad decrecentista y de dónde provendría la investigación necesaria para avanzar en la lucha contra las enfermedades? Y esta es solo una de las elementales demandas que cabría esperar de los habitantes de un orden social decrecentista. Culpando de todos los males al capitalismo, los teóricos decrecentistas suelen pasar por alto que hay similares necesidades humanas en cualquier sistema económico (Karlsson, 2018: 78). Tampoco está claro cómo pueden conciliarse los presupuestos del decrecentismo con el desarrollo material de los países pobres o emergentes, que difícilmente aceptarán renunciar al crecimiento económico; de la misma manera, de poco serviría que los países ricos decreciesen si los demás no lo hicieran a la vez.

Más aún, resulta dudoso que la reducción deliberada de los estándares de vida en las sociedades occidentales pudiera recabar apoyo democrático; pensemos en la revuelta de los “chalecos amarillos” que tuvo lugar en Francia durante el otoño de 2018 tras anunciar el gobierno su intención de subir los impuestos al diésel. Ni es evidente, ya que hablamos de democracia, el modo en que el decrecimiento se relaciona con el pluralismo que distingue a los regímenes liberales. Por más que se haya afirmado que un orden poscrecimiento abundaría en versiones diversas de la buena vida (Barry, 2012: 10), no hay razones que apoyen esa afirmación; por el contrario, la austeridad se presenta como una visión perfeccionista de la buena vida que excluye a las demás (Kanschik, 2016). Y si la austeridad de todos es imprescindible para sostener un orden social decrecentista, ¿de dónde saldría esa presunta diversidad moral? En última instancia, la realización del decrecimiento pasa por alguna de estas opciones: convencer a los ciudadanos de que constituye una alternativa deseable a la sociedad existente; presentarse como el camino inevitable a la sostenibilidad; tratar de imponerse por medios no democráticos invocando su superioridad moral o la posibilidad del descarrilamiento planetario. Si nada de eso sucede, el decrecimiento seguirá siendo un pasatiempo de académicos.

Y es que no parece sencillo que el decrecimiento obtenga apoyo suficiente de la opinión pública en las sociedades democráticas; no digamos en las que no lo son. Al otro lado, el ecomodernismo cuenta con la ventaja de presentarse como una visión utópica que no requiere de sacrificios materiales por parte de los ciudadanos ni niega a los países en desarrollo el derecho a tratar de igualar los estándares occidentales. Por eso se lo puede considerar, para bien y para mal, como la genuina utopía del Antropoceno (Arias-Maldonado, 2020). Pero ya hemos visto que hay partidarios del ecomodernismo que lo presentan como una suerte de “socialdemocracia global” (Symons, 2019); también se lo ha juzgado equivalente a una “nueva modernidad” (Latour, 2011). En lugar de renunciar al lenguaje moderno, basado en una emancipación que empieza en las necesidades materiales y culmina en el reconocimiento de derechos constitucionales, el ecomodernismo lo reafirma y promete el bienestar en un planeta sostenible. Su viabilidad técnica no está asegurada por sí misma; de ahí que los críticos le reprochen pasar por alto el principio de precaución y le afean poner su confianza en la misma lógica acumulativa que ha creado los problemas que distinguen al Antropoceno. Conviene preguntarse, no obstante, dónde está la falta de realismo: si en quien confía en la capacidad de innovación del ser humano o en quien espera que ese mismo ser humano renuncie al bienestar material para vivir en comunidades de pequeña escala en el interior de un mundo desglobalizado.

De momento, las sociedades contemporáneas parecen avanzar en la dirección marcada por el ecomodernismo: no se atisba una renuncia a los principios que definen el capitalismo liberal, pese a que muchos comentaristas se apresuraron a proclamar el fin del mundo tal como lo habíamos venido conociendo durante los primeros meses de la pandemia. No obstante, tampoco el ecomodernismo es abrazado con plena convicción; la energía nuclear sigue siendo rechazada por parte de las opiniones públicas occidentales, obligadas, sin embargo, a reevaluar su papel una vez que los costes de la transición energética –agravados por la guerra de Ucrania y las sanciones al gas ruso– se han hecho visibles. A escala municipal, el decrecimiento se manifiesta en iniciativas vecinales que tratan de orientar el diseño urbano en direcciones amigables: huertos colectivos, jardines verticales, comercios de proximidad. Claro que el ecomodernismo es compatible con este tipo de iniciativas, que también podríamos conceptualizar como propias del “comunitarismo verde” (Arias Maldonado, 2022) y sirven de complemento cívico a la descarbonización del sistema productivo.

Dicho de otra manera, el uso voluntario de la bicicleta puede convivir con el uso de la energía nuclear; mientras no se produzca un desmantelamiento planificado del modelo capitalista, en definitiva, no podremos hablar de decrecimiento. Y aunque la forma que adopte una sociedad posfosilista está por determinarse, resulta improbable que la humanidad decida de manera voluntaria disminuir drásticamente su consumo de energía o acabar con la complejidad que hoy la caracteriza. Ni que decir tiene que un ecoautoritarismo exitoso o un súbito colapso ecológico podrían cambiar las cosas. Pero hasta que eso suceda, si es que sucede, el ecomodernismo reinará en la práctica mientras el decrecimiento florece –puro como una oración– en la teoría.

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NOTAS

* Universidad de Málaga (marias@uma.es).

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