Populismo y corrupción: amenaza y oportunidad
Fecha: noviembre 2025
Fernando Jiménez Sánchez* y Júlia Miralles de Imperial Pujol**
Populismo, corrupción, soborno, visión ciudadana
Panorama Social, N.º 42 (noviembre 2025)
El artículo examina la relación entre corrupción y populismo en las democracias contemporáneas. Propone recuperar una concepción clásica de corrupción, entendida como degradación moral del sistema político y no solo como soborno. Esta visión coincide con la percepción ciudadana global: aunque la experiencia directa de sobornos es baja, la mayoría cree que sus instituciones favorecen intereses particulares. Tal desconfianza alimenta el atractivo del populismo, que denuncia a las élites como corruptas y promete devolver el poder al “pueblo”, mientras que, una vez en el poder, los populistas suelen debilitar contrapesos institucionales y libertades, dificultando la lucha anticorrupción. El populismo es a la vez amenaza y oportunidad: refleja fallos de representación y puede impulsar reformas. Para evitar riesgos de colapso democrático, se requiere mejorar la legitimidad, eficacia y efectividad del sistema, fortaleciendo la representación parlamentaria, las capacidades estatales y los controles sobre el ejecutivo.
En un contexto global marcado por el desencanto ciudadano hacia las instituciones públicas, el fenómeno de la corrupción adquiere una relevancia central en el análisis de las democracias contemporáneas. Más allá del enfoque legalista que la identifica exclusivamente con prácticas delictivas como el soborno o el cohecho, este texto propone recuperar un concepto más amplio y profundo: el de corrupción como degradación moral del sistema político. Esta noción, enraizada en la tradición clásica de pensamiento, permite comprender mejor el malestar ciudadano generalizado y las crecientes dudas sobre la imparcialidad de las instituciones públicas.
1. ¿Qué es corrupción?
Aunque el concepto de corrupción que se ha empleado con mucha más frecuencia en los últimos 60 o 70 años es un concepto legalista muy cercano al soborno o cohecho ligado al abuso de un cargo público a cambio de una dádiva o beneficio no autorizado para quien ocupa ese cargo o para personas o grupos conectados con aquél (sus familiares, amigos o partido político), en los últimos tiempos tendemos a recuperar un concepto moral más amplio que proviene de la Antigüedad clásica.
En efecto, para Aristóteles en su Política y para la mayor parte de los pensadores griegos y romanos, la corrupción no estaba ligada a un comportamiento delictivo, sino más bien a la idea de la degeneración del sistema político, es decir, al hecho de que la corrupción evidenciaba que los principios en los que un determinado régimen político basaba su legitimidad se habían erosionado hasta el punto de hacer tal régimen irreconocible.
Para Aristóteles en su Política y para la mayor parte de los pensadores griegos y romanos, la corrupción no estaba ligada a un comportamiento delictivo, sino más bien a la idea de la degeneración del sistema político.
Algunos usos un tanto anticuados de la lengua española recuerdan aún esa raíz semántica como cuando decimos que un determinado alimento, como un pescado, por ejemplo, se ha corrompido, dando a entender que se ha echado a perder o se ha podrido. Pues bien, en estos momentos de crisis de los sistemas democráticos, tiene mucho sentido reivindicar el concepto clásico de corrupción como podredumbre o degradación moral de tal sistema político.
Es más, resulta que este concepto clásico, mucho más amplio que la visión estrictamente penal de la corrupción, encaja mucho mejor con lo que tienen en la cabeza la inmensa mayor parte de los ciudadanos del planeta cuando piensan en, o son preguntados por, la corrupción. Salvo las contadas excepciones de algunos (pocos) países como los nórdicos, Singapur, Luxemburgo o Nueva Zelanda, en la mayor parte del mundo los ciudadanos coinciden en mayor o menor grado en compartir una visión de que la corrupción está notablemente extendida en sus países. Y, sin embargo, cuando les preguntamos también su experiencia directa con el soborno, esta suele ser muy reducida salvo en una minoría de países. Es decir, es claro que, para la mayoría de los humanos, la corrupción no tiene que ver directamente con un comportamiento delictivo como el del soborno, sino con ese significado clásico que usaba Aristóteles de degradación moral. Hablar de la extensión del fenómeno de la corrupción no es hablar de la extensión del soborno, sino de la degradación que supone que las instituciones públicas no persigan el interés común que a todos nos ocupa, sino los intereses particulares de quienes están en el poder o de los amigos de estos.
Esta extendida sospecha sobre la parcialidad y el favoritismo en beneficio de unos pocos privilegiados que se esconde tras la retórica del interés público, el interés general o la equidad democrática parece captar mucho mejor lo que entienden por corrupción la inmensa mayoría de los ciudadanos que la versión mucho más reducida del soborno delictivo. Basta comparar las encuestas de percepción de la corrupción cuando preguntan a los entrevistados su percepción sobre la extensión de la corrupción, por un lado, y su experiencia directa con los sobornos, por otra. Esto ocurre a nivel planetario como demuestran las diferentes ediciones del Barómetro Global de la Corrupción de Transparencia Internacional. Lo mismo ocurre en una de las regiones más desarrolladas del mundo, la Unión Europea, cuando se comparan los datos correspondientes a estos dos indicadores (extensión de la corrupción y experiencia directa del soborno) en todas las ediciones del Eurobarómetro especial de corrupción de la Comisión Europea.
El abuso del cargo público no se produce tan solo por la aceptación de sobornos, sino siempre que se use el cargo con favoritismo y sin cumplir con el principio de imparcialidad que debe regir el ejercicio de la autoridad pública.
Esta noción intuitiva y popular de la corrupción encaja con las que a nuestro juicio son las dos definiciones de corrupción más interesantes de las miles que se han propuesto. Una de ellas es más reciente y corresponde a unos autores suecos. Dice así: “Corrupción es el abuso de una posición de autoridad en la que políticos o funcionarios aprovechan su cargo público con favoritismo, es decir contraviniendo el principio de imparcialidad en el ejercicio de la autoridad, con el fin de conseguir una ganancia personal directa o indirecta para sí mismos o para personas cercanas a ellos” (Bergh et al., 2016, p. 39). Es decir, estos autores parten de la sencilla definición que se usa en buena parte de los documentos anticorrupción internacionales (Banco Mundial, UNCAC, OCDE, Transparency International), “abuso del cargo público en beneficio privado”, para remarcar que el abuso del cargo público no se produce tan solo por la aceptación de sobornos, sino siempre que se use el cargo con favoritismo y sin cumplir con el principio de imparcialidad que debe regir el ejercicio de la autoridad. Recogen así explícitamente ese significado que parece subyacer a las actitudes populares sobre la corrupción que se han comentado.
La otra definición es más antigua, nació en el siglo XIX, y ha sido rescatada del olvido hace unos pocos años por un gran referente internacional del análisis de la corrupción como Jonathan Mendilow, muchos años presidente del Comité de investigación sobre corrupción y financiación de partidos de la Asociación Internacional de Ciencia Política (IPSA). Mendilow y Peleg (2014) propusieron recuperar una definición del insigne político inglés Edmund Burke por dos razones. La primera es que la definición burkeana incide en la misma raíz semántica de la corrupción en la que venimos insistiendo: la original del pensamiento clásico como degradación moral del sistema político que ya había adelantado Aristóteles. Pero, además, para Mendilow, la noción de Burke permite que nos enfrentemos sin cambiarla con uno de los grandes problemas de la definición de este fenómeno: su naturaleza cambiante a través del tiempo y el espacio.
En efecto, los criterios con los que interpretamos si estamos ante una degeneración moral del sistema político cambian de unos actores a otros, de unos lugares a otros y de unas épocas a otras. Y, sin embargo, la definición burkeana aguanta inalterada estas variaciones. Según el político inglés, todas las sociedades se basan en fronteras que separan la autoridad pública o política del poder social y económico. El grado de solapamiento entre estas fuentes de poder hace que sea fundamental definir los límites, ya que sin ellos las sociedades caen en el caos. Pero las fronteras no tienen por qué ser estáticas ni estar definidas en términos legales. Se adaptan lentamente a las realidades cambiantes y se expresan en las narrativas que las sociedades crean sobre su pasado, su religión, su literatura, su arte, etc. (Mendilow, 2021, p. 5).
De este modo, la corrupción, para Burke, es “el uso de un cargo público para subvertir las fronteras que separan el poder social y económico de la autoridad política con el fin de promover beneficios parciales, ya sean individuales, grupales o institucionales” (Mendilow, 2021, p. 6). Con independencia de que los acuerdos que fijan tales fronteras no puedan ser nunca eternos, este tipo de comportamientos que violan las fronteras establecidas en un momento dado debilitan los acuerdos institucionales y la resiliencia social a largo plazo, pudiendo dar lugar a la puesta en cuestión de la legitimidad de las bases en las que se sustenta la autoridad política, es decir, debilitando la legitimidad del régimen político de que se trate.
La relevancia de estas definiciones estriba en que, a la par que encajan mucho mejor con la visión que tiene la ciudadanía, también nos aportan una perspectiva mucho más útil para enfrentar el problema de la corrupción.
La relevancia de estas definiciones estriba en que, a la par que encajan mucho mejor con la visión que tiene la ciudadanía, también nos aportan una perspectiva mucho más útil para enfrentar el problema de la corrupción. No se trata de que abunden los sobornos y tengamos que afinar nuestras técnicas criminológicas y penalistas para perseguir estos comportamientos de manera más efectiva. Lo que nos están diciendo los ciudadanos es que perciben un favorecimiento insoportable por parte de las instituciones públicas en favor de determinados intereses sociales y económicos privilegiados. Y nos dicen también que, si no actuamos eficazmente para cambiar esta percepción ciudadana, el apoyo difuso por los regímenes políticos, especialmente los democráticos, que no impiden estos abusos se irá diluyendo y, en último término, podrá dar lugar al colapso de estos regímenes. Esto es especialmente dañino en los regímenes democráticos porque se basan en la promesa (o en el mito, depende de nuestro grado de pesimismo/optimismo) de que la capacidad de influencia de los intereses particulares sobre las instituciones públicas es equitativa y que estas han de comportarse de manera imparcial, sin favoritismo, ante ningún tipo de intereses económicos o sociales.
La siguiente sección se centra precisamente en el papel que la alta percepción de corrupción tiene en la crisis actual que afecta a nuestras democracias.
2. Auge del populismo, una amenaza y una oportunidad
Es cierto que llevamos casi veinte años encadenando diversas crisis una detrás de otra. A la profunda gran recesión de 2008-2015, con toda la destrucción de empleo y de tejido empresarial que produjo, le siguió la terrible pandemia de la COVID-19 con su alta mortalidad y una enorme paralización de la actividad empresarial. No nos habíamos recuperado de estos dos mazazos, cuando estalló una nueva e inacabada guerra en territorio europeo con la segunda invasión rusa de Ucrania en febrero de 2022. Todos estos duros acontecimientos tan seguidos, junto con las grandes tendencias de cambios estructurales disruptivos, como la nueva revolución tecnológica de la inteligencia artificial y la más que probable sacudida que acarreará en nuestros mercados laborales, que se suma a los efectos destructivos de los grandes procesos de deslocalización industrial provocados por la globalización, están produciendo un auténtico terremoto en las actitudes y los comportamientos políticos de los ciudadanos y una profunda ruptura en las costuras de nuestras sociedades. Llueve sobre mojado si añadimos otros grandes factores de cambio e incertidumbre como la creciente crisis ambiental, la transformación de nuestros mercados de trabajo, con un gran aumento de la precarización, el aumento de los movimientos migratorios, y la quiebra del ascensor social en nuestras sociedades que han llevado a que el futuro que espera a las nuevas generaciones sea por primera vez en muchas décadas peor que el de la generación precedente, y a lo que muchos ciudadanos interpretan como un cambio cultural que amenaza sus valores tradicionales.
Evidentemente todos estos graves acontecimientos y procesos de cambio acelerado dibujan una situación que es objetivamente bien difícil de gobernar. De hecho, muchos de los autores que analizan el auge creciente de la política populista encuentran en estos hechos la razón del atractivo creciente de estos líderes, partidos o movimientos. No obstante, este es un tema muy debatido en las ciencias sociales porque muchos estudios no encuentran una corroboración clara como para asegurar sin dudas que las personas que han quedado en una situación más expuesta y vulnerable como consecuencia de estas transformaciones sean precisamente las que se hayan adherido a los diagnósticos y promesas del populismo (Berman, 2021).
De hecho, otros autores explican el éxito del populismo no tanto en el lado de las demandas sociales, sino en el de las ofertas políticas. Para estos autores, el crecimiento del populismo habría que buscarlo más bien en el fracaso de la política tradicional a la hora de canalizar y satisfacer las nuevas demandas que surgen en las sociedades como consecuencia de estos cambios. Sería más bien la incapacidad de resolver o, al menos, de enfrentar estas nuevas situaciones con mayor grado de certidumbre por parte de muchos partidos y líderes tradicionales lo que estaría llevando cada vez a más gente a sentir una mayor atracción por la retórica populista.
El crecimiento del populismo habría que buscarlo más bien en el fracaso de la política tradicional a la hora de canalizar y satisfacer las nuevas demandas que surgen en las sociedades.
Antes de ver cuál es la contribución de la preocupación por la corrupción y la alta percepción de su incidencia en el auge del populismo y analizar por qué supone esto una grave amenaza para la democracia, conviene que profundicemos un poco más en la descripción de los movimientos populistas. Al igual que ocurre con la corrupción, analizar el populismo no es fácil porque se trata también de un fenómeno poliédrico. Nos bastará con unas simples notas para nuestro objetivo.
La gran mayoría de los analistas del populismo concuerdan en que probablemente su rasgo más definitorio es la visión maniquea del mundo que proporciona (Mudde y Kaltwasser, 2017, p. 1). En efecto, los populistas dividen el mundo en dos claros bandos, un “nosotros”, la gente, el pueblo, y un “ellos”, las élites liberales políticas y económicas, el establishment en definitiva, o algunas minorías concretas como los inmigrantes o determinados grupos de identidades sexuales alternativas. Esta aparente revuelta contra las élites encaja a la perfección con los ciudadanos que interpretan que la incapacidad de la política tradicional para hacerse eco de sus demandas esconde el hecho de que tales políticos atienden preferentemente a los intereses de las élites económicas que están muy alejados de lo que necesitan la mayoría de los ciudadanos.
Lo más paradójico de los grupos populistas es que se presentan a sí mismos como un movimiento democrático que se rebela ante la falta de satisfacción que las élites políticas, económicas y culturales otorgan a las demandas de los que quedan atrás como consecuencia de las transformaciones socio estructurales que comentábamos. Es decir, reivindican que son los únicos que pueden devolver el poder al pueblo o a la gente de a pie, los perjudicados por un sistema político que favorece sistemáticamente a los intereses minoritarios.
La paradoja está en que su concepción democrática es claramente mayoritaria e iliberal. Estos grupos muestran un amplio desdén por las normas e instituciones de la democracia liberal: la libertad de expresión, la libertad de prensa, el reconocimiento de la legitimidad de la oposición, la separación de poderes o las limitaciones efectivas del poder ejecutivo (Berman, 2021, p. 73). Frente a eso, y con la excusa de la urgencia de sus programas políticos, reivindican la defensa de un líder fuerte que no se vea lastrado por los contrapesos típicos de la democracia liberal. Solo un líder que actúa como la voz del pueblo y que no ve su poder sometido a ninguna limitación puede derrotar a los enemigos del pueblo sea cual sea el coste (Ignatieff, 2022, p. 46).
Con una retórica como esta, es normal que la denuncia de la corrupción de las élites tradicionales sea un pilar fundamental de su ideario (Mendilow y Phelippeau, 2021). El ascenso del populismo en Europa se ha visto favorecido por la incapacidad de los principales partidos políticos para competir de manera efectiva frente a los nuevos grupos de extrema izquierda o extrema derecha. Aunque cuestiones como la inmigración, la situación económica o los cambios culturales generaron preocupación social, estas por sí solas no explican el crecimiento del apoyo al populismo. Los partidos tradicionales, tanto de centroizquierda como de centroderecha, han fallado a la hora de representar adecuadamente a sus votantes, comprender sus demandas y ofrecer respuestas políticas claras y diferenciadas. El centroizquierda se ha alejado de sus compromisos históricos en políticas sociales, mientras que el centroderecha ha sido incapaz, en muchos casos, de contener a sectores xenófobos y nativistas. Como resultado, muchos ciudadanos consideran que estos fracasos confirman el discurso populista, según el cual el sistema político vigente está controlado por una élite corrupta y desconectada, y que solo mediante propuestas radicales se podrá lograr una verdadera representación del “pueblo” (Grzymala-Busse, 2019, p. 35).
En este contexto, la marea insaciable de los escándalos de corrupción que asolan a la mayor parte de los países y la generalizada, con excepciones, caída de la confianza institucional en los principales actores políticos como los partidos, los gobiernos o los parlamentos, hacen mucho más atractivo y creíble el ideario populista y su crítica a la corrupción de las élites políticas establecidas. El fracaso de estas para resolver los problemas señalados por los ciudadanos y la creciente percepción de la corrupción alimentan el populismo.
Lo peor de todo es que, en este escenario de competición política, buena parte de los líderes o los partidos tradicionales se ven fuertemente atraídos por la retórica populista y sucumben a sus planteamientos divisionarios y polarizadores. Esta tendencia tiene un efecto devastador para los equilibrios en los que se basan los regímenes democráticos, contribuyendo así a la sensación de caos y a la amenaza de colapso democrático.
En efecto, buena parte de los líderes políticos tradicionales claudican alegremente y hacen suyas estas ideas dadas las ventajas que en ellas encuentran en el corto plazo. A saber, criticar las malignas conspiraciones de alguna oscura élite económica o extranjera les permite escurrir el bulto de su propia responsabilidad en el manejo de problemas complejos y difíciles de resolver. Además, el juego de la fragmentación y la polarización les permite contener las fugas en las filas propias, así como evadir las responsabilidades por las consecuencias negativas de sus políticas erróneas o por los errores en la selección de los equipos de gobierno. Si usar el voto para castigar las malas políticas o a los malos gobernantes puede significar una baza para los enemigos irreconciliables del otro lado del muro de la polarización, muchos de los votantes bienintencionados en las propias filas se resistirán a emplearlo. Además, un contexto de alta polarización permite también desactivar el buen funcionamiento de los controles institucionales sobre la labor de gobierno, dando entrada en estos delicados puestos a fieles obedientes en lugar de a profesionales solventes e independientes. Con ello, estos líderes tradicionales con ansias de aprendices de brujo llevan a cabo el programa populista de desactivación de los contrapesos institucionales incluso con anterioridad a que los propios populistas alcancen el poder.
Allí donde ya están o han estado en el poder (los dos mandatos de Trump en EE. UU., Orbán en Hungría, Netanyahu en Israel, Kaczynski en Polonia, etc.), los líderes populistas —cuyo ascenso a los gobiernos tanto tiene que ver con ese potente mensaje anticorrupción— han mostrado sistemáticamente que, en realidad, la lucha contra la corrupción les interesa más bien poco (Mendilow, 2021). Más bien, su afán por aumentar el poder del líder fuerte que dicen necesitar para satisfacer por fin las demandas ignoradas del “verdadero pueblo” los lleva a desactivar las limitaciones sobre el poder ejecutivo y a cercenar la capacidad de los contrapesos institucionales para controlar el poder, incluida la libertad de expresión de los medios de comunicación, las universidades o determinados intelectuales y artistas. Evidentemente, sin límites efectivos para el poder ejecutivo, sin contrapesos institucionales (tribunales, autoridades independientes, agencias anticorrupción, etc.) y con las libertades cívicas mermadas, se hace imposible luchar contra la corrupción.
El auge del populismo y el atractivo creciente que tiene este ideario sobre los partidos tradicionales augura una época complicada para la lucha contra la corrupción en particular y para la democracia en general. No obstante, si las sociedades democráticas se toman de verdad en serio la lucha contra la corrupción, se podría desarrollar una estrategia combinada que, al tiempo que combata la corrupción, también permita enfrentar las amenazas populistas para la relegitimación de la democracia liberal. Veamos por qué esto es así siguiendo la ponderada visión de Michael Ignatieff (2022).
El auge del populismo y el atractivo creciente que tiene este ideario sobre los partidos tradicionales augura una época complicada para la lucha contra la corrupción en particular y para la democracia en general.
De acuerdo con el académico (y circunstancial político) canadiense, el populismo representa una paradoja para la democracia: es tanto una amenaza como una oportunidad. Por un lado, puede poner en riesgo los fundamentos del sistema democrático cuando degenera en formas autoritarias, especialmente cuando los líderes populistas, una vez en el poder, debilitan las instituciones contramayoritarias —como los tribunales, los medios de comunicación o las universidades— que actúan como frenos al poder de la mayoría. Esta deriva, como se ha observado en algunos países, puede conducir al desmantelamiento progresivo del Estado de derecho y al establecimiento de un régimen de partido único en el que desaparece la pluralidad que define a una democracia funcional.
Aún más peligrosa es la confluencia entre el populismo y el apoyo explícito o implícito de partidos constitucionales a actos de violencia contra el propio sistema democrático. Cuando se normalizan estos ataques o se toleran desde las élites partidarias, se abre una puerta a la erosión acelerada del marco democrático.
Sin embargo, reducir el populismo únicamente a una amenaza sería simplificar en exceso su papel en la vida política contemporánea. El populismo también puede ser visto como un síntoma de fallos democráticos, una señal de alarma que alerta sobre el distanciamiento entre las élites gobernantes y la ciudadanía. Las insurrecciones populistas, sean de derecha o izquierda, expresan un malestar real frente a una representación percibida como distante, ineficaz o capturada por intereses particulares. Desde esta perspectiva, pueden obligar a las élites a revisar sus prácticas, afrontar desigualdades persistentes y repensar los mecanismos de inclusión política.
En este contexto, el populismo revela una tensión inherente a toda democracia: la coexistencia, no siempre armónica, entre la voluntad mayoritaria y el Estado de derecho. Las democracias liberales se sostienen sobre dos pilares que a menudo entran en conflicto: el principio de mayoría y la protección de derechos a través de instituciones independientes. La estabilidad democrática depende de una gestión equilibrada de esta tensión. En lugar de lamentar que los populistas cuestionen estas fronteras, conviene reconocer que dichas tensiones son parte constitutiva del sistema democrático.
El populismo revela una tensión inherente a toda democracia: la coexistencia, no siempre armónica, entre la voluntad mayoritaria y el Estado de derecho.
Asimismo, el populismo desafía una de las características más impugnadas, pero necesarias, de la democracia liberal: su dimensión elitista. Tanto el Estado de derecho como la representación política requieren de profesionales capacitados —juristas, burócratas, políticos— para funcionar adecuadamente en una sociedad moderna y compleja. El problema no es la existencia de élites en sí, sino su falta de apertura, renovación y rendición de cuentas. Aquí radica uno de los desafíos clave: cómo democratizar la selección de estas élites sin destruir las competencias que hacen posible una buena gobernanza.
Otro factor que alimenta el populismo es la creciente desconexión entre los ciudadanos y sus representantes. En muchas democracias, especialmente aquellas con sistemas parlamentarios, el poder efectivo se ha desplazado del legislativo al ejecutivo, debilitando la función representativa de los parlamentos y acentuando la subordinación de los legisladores a la disciplina partidaria. Esta dinámica ha generado una percepción de impotencia institucional que el populismo explota eficazmente. Por ello, una reforma democrática auténtica debe fortalecer la autonomía y capacidad de los parlamentos y permitir que los representantes respondan mejor a las preocupaciones de sus votantes.
En definitiva, el populismo plantea un reto complejo. Aunque sus soluciones suelen ser inadecuadas o contraproducentes, su capacidad para captar el descontento social obliga a las democracias a reformarse desde dentro.
Si las élites son lo suficientemente lúcidas para reconocer estos síntomas y promueven reformas que devuelvan legitimidad y eficacia al sistema representativo, el populismo puede convertirse en una oportunidad para revitalizar la democracia, en lugar de ser la antesala de su descomposición.
Siguiendo estas reflexiones de Ignatieff, la clave está en emprender las reformas necesarias que, sin violar los dos grandes pilares de la democracia liberal, puedan devolver la legitimidad y la eficacia a nuestros sistemas democráticos. Cabe recordar en este punto a Juan Linz (1987) cuando analizando la quiebra de las democracias en la década de 1930, concluía que legitimidad, eficacia y efectividad están unidas por vasos comunicantes en una democracia. Cuando la legitimidad democrática está muy alta, se pueden afrontar crisis de eficacia y efectividad, pero cuando estas crisis perduran en el tiempo, como en la época del crack de 1929, lo lógico es que acaben afectando al caudal de la legitimidad hasta disminuirlo, con el riesgo de colapso democrático que esto trae consigo. Por tanto, las reformas que pueden evitar la atracción contemporánea del populismo han de garantizar la legitimidad (la creencia en que los gobernantes democráticos tienen derecho a ser obedecidos), la eficacia (la capacidad para tomar decisiones para enfrentar los problemas públicos) y la efectividad (la capacidad para poner en marcha tales decisiones).
No en vano, diversos estudios recientes han encontrado evidencia sólida a nivel europeo de que las regiones con mayor calidad institucional amortiguan los problemas económicos y culturales típicos de estas últimas décadas, de tal modo que, en ellas, el voto a las opciones populistas y antieuropeístas es considerablemente menor que en las regiones europeas con menos calidad institucional (Agerberg, 2017; Karahasan y Pinar, 2024).
Las reformas que pueden evitar la atracción contemporánea del populismo han de garantizar la legitimidad, la eficacia y la efectividad.
Es decir, se necesita un programa de reformas que, al tiempo que combate la corrupción y mejora la legitimidad democrática, tampoco se olvide de aumentar el grado de eficacia y efectividad del sistema democrático. Esto solo puede conseguirse mejorando la calidad institucional de las democracias, es decir, trabajando simultáneamente en tres frentes: la mejora de la representación democrática, el fortalecimiento de las capacidades del Estado, y el reforzamiento de los controles y contrapesos que frenan al poder ejecutivo. Si no se llevan a cabo estas reformas, atravesaremos de nuevo tiempos muy difíciles para las democracias liberales.
Bibliografía
Agerberg, M. (2017). Failed expectations: Quality of government and support for populist parties in Europe. European Journal of Political Research, 56(3), 578-600.
Bergh, A., Erlingsson, G.O., Órvahl, R., y Sjölin, M. (2016). A clean House? Studies of corruption in Sweden. Nordic Academic Press.
Berman, S. (2021). The causes of populism in the west. Annual Review of Political Science, 24(1), 71-88.
Grzymala-Busse, A. (2019). The failure of Europe’s mainstream parties. Journal of Democracy, 30(4), 35-47.
Ignatieff, M. (2022). Democracy Versus Democracy: The Populist Challenge to Liberal Democracy. En A. Velasco e I. Bucelli (Dir.), Populism: Origins and Alternative Policy Responses, 35. LSE Press.
Karahasan, B. C., y Pinar, M. (2024). Institutional Quality and Geography of Discontent in the EU. Journal of Common Market Studies, 62(6), 1712-1733.
Linz, J. (1987). La quiebra de las democracias. Alianza.
Mendilow, J. (2021). Introduction to Populism and Corruption. En J. Mendilow y E. Phelippeau (Dir.), Populism and Corruption. The Other Side of the Coin (1-35). Edward Elgar Publishing.
Mendilow, J., y Peleg, I. (2014). Introduction: Edmund’s Burke’s Concept of Corruption and Beyond. En J. Mendilow e I. Peleg (Dir.), Corruption in the Contemporary World Theory, Practice, and Hotspots (1-25). Lexington Books.
Mendilow, J., y Phelippeau, E. (Dir.). (2021). Populism and Corruption. The Other Side of the Coin. Edward Elgar.
Mudde, C. y Kaltwasser, C. R. (2017). Populism. A Very Short Introduction. Oxford University Press. 
NOTAS
* Catedrático de Ciencia Política y de la Administración en la Universidad de Murcia (fjimesan@um.es).
** Profesora asociada de Ciencia Política y de la Administración en la Universitat Pompeu Fabra e investigadora posdoctoral de la Universidad de Murcia (julia.mirallesdeimperial@um.es).
