Más allá del modelo biomédico: el enfoque existencial-contextual de la conducta suicida

Más allá del modelo biomédico: el enfoque existencial-contextual de la conducta suicida

Fecha: diciembre 2023

Juan García-Haro*, Henar García-Pascual*, Elena Blanco de Tena-Dávila**, Mónica Martínez Sallent* y Paloma Aranguren Rico*

Suicidio, enfoque existencial-contextual

Panorama Social, N.º 38 (diciembre 2023)

Actualmente coexisten dos modelos opuestos para abordar el suicidio: el biomédico y el existencial-contextual transdisciplinar. Cada uno activa una agenda diferente de producción de conocimiento científico, intervención sanitaria y prevención. Este artículo presenta ambos modelos y aboga por un enfoque existencial-contextual centrado en las personas y sus circunstancias sociobiográficas. Este enfoque se basa en los conceptos de situación límite y crisis vital como claves para la comprensión del fenómeno suicida, y tiene la ventaja de ser transversal a todas las tipologías o semánticas de suicidio.

Allí estaba el vacío en el centro mismo de la vida….
Clarissa se daba cuenta de lo que le faltaba.
No era ni belleza ni inteligencia.
Era algo central que lo impregnaba todo…

(V. Woolf, La señora Dalloway, 2006: 49-50).

La literatura científica recoge una pluralidad de discursos y perspectivas respecto de la naturaleza del suicidio (Menéndez Osorio, 2018, 2020). En efecto, no existe un modo científico único ni consensuado de pensar qué es (ontología o estudio de la naturaleza de un fenómeno) ni cómo estudiar (epistemología o teoría del conocimiento y metodología) el suicidio. De ahí se deriva que, ante este fenómeno, tampoco exista una modalidad única de orientar la prevención, la intervención ni la “posvención” (la ayuda a las personas que han sufrido la pérdida de un ser querido por suicidio).

Este artículo presenta un modelo existencial-contextual del suicidio alternativo al biomédico. El trabajo se divide en cuatro apartados. El primero expone una breve panorámica de la magnitud del suicidio en el contexto mundial y nacional. En el segundo se problematiza la definición de suicidio y se desarrollan algunas dimensiones del fenómeno suicida, así como sus implicaciones. El tercero y cuarto apartados tematizan, respectivamente, la epistemología y ontología de cada uno de estos dos modelos.

1. Epidemiología de las conductas suicidas

El suicidio es un fenómeno transcultural de gran relevancia. La Organización Mundial de la Salud (OMS) estima que cada año se suicidan en el mundo más de 700.000 personas, una cifra superada largamente por quienes intentan hacerlo1. Según la OMS, el suicidio es un problema de salud pública y su prevención, una tarea global, urgente y prioritaria. El suicidio es una de las principales causas de años de vida perdidos por muerte prematura y, también, de muerte entre adolescentes y jóvenes (OMS, 2014). Supone, aproximadamente, el 1,4 por ciento de las muertes prematuras, el 15 por ciento de las muertes por lesiones (Bachmann, 2018; Värnik, 2012), y el 8,5 por ciento de todas las muertes entre los adolescentes y adultos jóvenes (15-29 años) anuales a nivel global (OMS, 2018).

En España, según datos provisionales del Instituto Nacional de Estadística (en adelante, INE), en 2022 fallecieron por suicidio 4.097 personas, lo que supone un aumento del 2,3 por ciento respecto al año anterior. En 2021 se registró en España una tasa de 8,46 suicidios por 100.000 habitantes (frente a 8,32 de 2020 y 7,79 de 2019) y una media de 11 muertes al día. En cuanto al género, murieron por suicidio más hombres que mujeres (75 por ciento vs. 25 por ciento), una tendencia habitual en España y otras regiones de altos ingresos (Chang, Yip y Chen, 2019; OMS, 2019).

La tasa de suicidio es especialmente elevada en personas mayores de 75 años (OMS, 2015). En España, por ejemplo, en 2021, se produjeron 19,39 suicidios por cada 100.000 personas de entre 90 y 94 años, frente a 6,80 de entre 30 y 34 años. Pero el suicidio constituye la primera causa de muerte en España en el grupo de edad de 15 a 29 años, por delante de los tumores (333 frente a 274) (INE, 2023)2. En 2022, el número de suicidios en menores de 20 años fue de 84, frente a los 75 de 2021. De ellos, 12 de los fallecidos contaban entre 10 y 14 años, y 72 entre 15 y 19 años (INE, 2023). Los suicidios en menores de 15 años (suicidio infantil) tienen menor incidencia que en el resto de rangos etarios, oscilando ligeramente las cifras a lo largo de los últimos años (7 en 2019, 22 en 2021, 12 en 2022).

Para comprender la magnitud de las muertes por suicidio, conviene tener en cuenta que en 2021 multiplicaron por 2,5 las provocadas por los accidentes de tráfico o por 14 las causadas por homicidios. Dentro de las causas externas de muerte que registra el INE, y tomando todas las edades, en 2022 las muertes por suicidio solo fueron superadas por las ocasionadas por ahogamiento, sumersión o sofocación accidentales (4.097 frente a 4.012 muertes)3. No cabe pasar por alto que los datos expuestos podrían estar infraestimados debido a una ­subnotificación, así como a fragilidades en los sistemas de vigilancia epidemiológica, la dificultad en el establecimiento de la intencionalidad de la muerte o cuestiones morales y socioculturales, entre otras (Hagaman, 2017; Khan y Hyder, 2006; Ponte de Souza y Yamall Orellana, 2018). De hecho, algunos autores calculan un mínimo de 1.000.000 de suicidios anuales en todo el planeta (Värnik, 2012). De todas formas, y a pesar de las limitaciones, los datos presentados dan cuenta del profundo impacto del suicidio en las sociedades contemporáneas y ponen de manifiesto la urgente necesidad de avances en la investigación suicidológica y de mejoras en las estrategias de prevención del suicidio.

Además, el fenómeno del suicidio no se limita a las muertes consumadas, sino que se relaciona íntimamente con otras conductas como los intentos y la ideación suicida (Al-Halabí y Fonseca-Pedrero, 2021). Se estiman unos 20 intentos de suicidio por cada suicidio consumado en el mundo (OMS, 2018). La prevalencia de ideación suicida en población adolescente española se sitúa en torno al 30 por ciento, y la relativa a intentos de suicidio es aproximadamente del 4 por ciento (Bousoño et al., 2017; Carli et al., 2014; Fonseca-Pedrero et al., 2018, 2020). Cabe asimismo recordar que el entorno sociofamiliar de las personas que atraviesan experiencias suicidas puede quedar profundamente afectado en múltiples planos y procesos vitales biopsicosociales (duelo, estigma, culpa, vergüenza, dificultades comunicacionales y relacionales, entre otros) (Antón, 2019; Contessa et al., 2023).

A pesar de la creciente investigación científica y sensibilización social sobre el suicidio en los últimos años, el fenómeno sigue rodeado de considerables estigmas, tabúes, desconocimiento y falsas creencias. Estos mitos abundan entre la población general, pero en ocasiones también entre investigadores, docentes y profesionales de la salud mental, lo que supone una barrera adicional para el abordaje integral y la prevención efectiva, así como para la búsqueda de ayuda (Al-Halabí, García-Haro y Gutiérrez López, 2021). Estudiar y prevenir el suicidio consumado implica comprender su relación con otros procesos y manifestaciones suicidas como la ideación, la planificación, la autonegligencia, la comunicación suicida, la autolesión o los intentos de suicidio (Al-Halabí y Fonseca-Pedrero, 2021; Avanci et al., 2018). Estos procesos son dinámicos y sus manifestaciones pueden variar en intensidad, control, duración, letalidad, impulsividad o funcionalidad, entre otros aspectos. Sus características e incidencia varían en función de diferentes factores sociodemográficos, históricos, económicos, políticos, geográficos y culturales (Al-Halabí y Fonseca-Pedrero, 2021; Maung, 2020).

En los últimos años, se habla más sobre suicidio, aunque no siempre con el compromiso y rigor necesarios (González-Ortiz, 2019; ­Niederkrotenthaler et al., 2020). Además, tras la pandemia de COVID-19, la presencia de noticias sobre el suicido ha aumentado considerablemente. La literatura científica y los medios de comunicación sugieren a menudo la presencia de una “epidemia silenciosa” de suicidios, enfatizando el aumento constante de casos y estableciendo nuevos máximos históricos en las tasas de muerte por suicidio. Además, no es infrecuente el uso de titulares sensacionalistas y dramáticos, así como la aportación de explicaciones simplistas sobre las motivaciones suicidas y, en ocasiones, descripciones morbosamente detalladas de los casos de suicidio. Estas prácticas, en lugar de fomentar la prevención, pueden generar un ambiente de alarmismo innecesario. Además, contribuyen a difundir métodos y narrativas de suicidio que tienden a favorecer procesos de imitación y romantización del suicidio, especialmente entre los más jóvenes (Domaradzki, 2021; Rodríguez, 2022).

2. Conceptualización y dimensiones de la conducta suicida

Desde la definición clásica de Durkheim a finales del siglo XIX –que lo concretó en “todo caso de muerte que resulta directa o indirectamente de un acto positivo o negativo, llevado a cabo por la propia víctima que sabía que iba a producir ese resultado” (Durkheim, 2004: 22)– se sigue sin contar con una definición consensuada de suicidio. Diferentes autores e instituciones formulan descripciones muy heterogéneas de este fenómeno (O’Carroll et al., 1996; Silverman et al., 2007a, 2007b). La OMS (1986), por ejemplo, define el suicidio como “un acto con resultado letal, deliberadamente iniciado y realizado por el sujeto, sabiendo o esperando el resultado letal y a través del cual pretende obtener los cambios deseados”. Esta definición y otras más populares pivotan sobre cuatro conceptos clave: agencia, conocimiento de un posible resultado fatal, intención y resultado. La intención y el resultado parecen ser las características más consensuadas entre las múltiples definiciones de suicidio (Goodfellow, Kölves y de Leo, 2019). La agencia o autoría de la acción ayudan a discriminar entre reacciones “sintomáticas” que acaban en muerte (propias, por ejemplo, de quien, en plena crisis psicótica, escucha voces imperativas que le instan a saltar por la ventana, o durante un episodio agudo de manía cree tener la capacidad omnipotente de volar), suicidios inducidos y suicidios propiamente dichos. La intencionalidad de morir es fundamental para diferenciar entre un accidente con resultado mortal (intoxicación involuntaria), una autolesión (no existe intencionalidad de muerte) y un suicidio sensu stricto. Por último, el conocimiento del resultado fatal de la acción permite discriminar, por ejemplo, entre supuestos suicidios infantiles (donde no existe, por parte del niño o de la niña, la noción de muerte como proceso irreversible) y la conducta suicida.

En trabajos previos se han considerado tres dimensiones de la conducta o proceso suicida (Al-Halabí y García Haro, 2021; Al-Halabí, García-Haro y Gutiérrez López, 2021; García Haro et al., 2023a; González González et al., 2021). Primero, el suicidio es un fenómeno plural y diverso, más que único, unívoco y uniforme (Rendueles, 2018). Esta dimensión remite a tres consideraciones. En primer lugar, existen diferentes familias de suicidio (suicidio político, altruista, de protesta, testimonial, asistido, existencial, clínico, extensivo, entre otros). En segundo lugar, existen diferentes semánticas o motivaciones tras la conducta suicida (por ejemplo, huir de un sufrimiento insoportable, escapar de una tortura psicológica, defender la coherencia y la dignidad personal, acabar con una vida cercenada por una enfermedad invalidante y sin esperanza de mejoría) (Menéndez Osorio, 2020; Villegas, 2023). Por último, la delimitación entre lo que es suicidio y no lo es (el problema de la demarcación) es más una cuestión hermenéutica que un asunto de ciencia natural (se requiere la verificación de una intencionalidad suicida para catalogar una muerte como suicidio, y ninguna autopsia de un cadáver puede arrojar información sobre esa cuestión). Sin tener en cuenta una teoría del sujeto (Castilla del Pino, 2000) y un análisis de la función de la conducta (qué quiere conseguir o evitar una persona haciendo lo que hace) no parece posible dar un paso en firme en la clarificación del fenómeno del suicidio.

Hablar genéricamente de suicidio implica nivelar fenómenos que pueden ser cualitativamente diferentes. Es por ello que algunos autores prefieren utilizar el plural y hablar de “suicidio(s)” (Rendueles, 2018). Esta es una cuestión científica teórica aún por dilucidar: saber si el suicidio es un fenómeno con diferentes caras o si, más bien, hay diferentes fenómenos del suicidio, cada uno de ellos con unas características específicas (sociodemográficas, clínicas y existenciales). En ese sentido, algunos autores plantean que la eutanasia, las muertes voluntarias a través de actos de protesta, de actos heroicos, de condenas, así como aquellas muertes resultantes de determinados ritos y rituales, no serían formas de suicidio (Villar Cabeza, 2022). Se trata de un tema sobre el que conviene deliberar y adoptar decisiones consensuadas, pues de ello se derivan importantes implicaciones prácticas tanto para la investigación y la epidemiología como para el diseño de estrategias de prevención y ayuda.

La segunda dimensión sobre la que aquí llamamos la atención es la de que el suicidio es un fenómeno abierto, contextual y existencial, más que cerrado, natural y sustantivo. De acuerdo con nuestra propuesta, tiene que ver más con cómo nos relacionamos y construimos nuestra experiencia y existencia, que con ser víctimas pasivas de una esencia biológica (típicamente una enfermedad o una “avería” en la maquinaria biocerebral) o ambiental (como una infancia traumática, una pérdida o una adversidad) que actúa en nosotros y a través de nosotros y, en consecuencia, nos arrastra indefectiblemente hacia el suicidio. Conforme al planteamiento existencial que defendemos, el suicidio es, primaria y radicalmente, un asunto biográfico. Tiene que ver con lo que hacemos con aquello que nos pasa, y es, por tanto, inseparable de la capacidad de elegir, atribuir significado y valorar (sea siquiera el valor que damos a nuestra vida, identidad, dignidad, a lo que es razonable sufrir o al balance entre sufrimiento y valores). De ahí que el suicidio remita siempre a un campo de acción/decisión, y no a uno de reacción/síntoma. Esta dimensión abierta, contextual y existencial se contrapone a la consideración del suicidio como evento cerrado, natural, positivista y sustantivo, normalmente entendido en nuestra cultura occidental y médica como síntoma de una enfermedad.

Finalmente, el suicidio es un fenómeno de naturaleza fluctuante, dinámica e interactiva, más que una realidad fija, estática e independiente del observador. Se refiere al hecho de que la persona en situación de riesgo siempre está luchando en una crisis de ambivalencia: desea morir si su vida continúa de la misma manera, y desea vivir si en ella se produjeran pequeños cambios significativos (Cholbi, 2017; De Leo et al., 2006). Como lo expresó la poetisa argentina Alfonsina Storni: “Tienes un deseo: morir. Y una esperanza: no morir”. Los deseos de vivir y de morir son siempre dinámicos y cambiantes, por más que, a veces, se manifiesten como estables y definitivos. Es por ello que la crisis suicida presenta una alta variabilidad y fluctuación intrapersonal a lo largo del tiempo (incluso dentro del mismo día) en función de los eventos (disparadores y protectores). Pequeños acontecimientos del azar pueden inclinar la balanza hacia la vida o la muerte. A menudo ocurre que personas completamente decididas a ejecutar su plan suicida realizan una rectificación subjetiva en el último momento, por ejemplo, cuando reciben la llamada de una persona especial que, de alguna forma, les reconecta con lo que hace que vivir merezca la pena. Esta propiedad fluctuante, dinámica e interactiva del suicidio es coherente con la teoría de la vulnerabilidad fluida (Bryan y Rudd, 2018; Rudd, 2006).

Las tres dimensiones del proceso o conducta suicida esbozadas en los párrafos anteriores tienen importantes implicaciones teórico-conceptuales y clínico-prácticas. Si existen diferentes familias de suicidio o semánticas del acto suicida, la investigación debe especificar a qué grupo se refiere cada una. Asimismo, la persona con ideación suicida que precise ayuda requiere de un profesional que sepa entrar en el mundo idiosincrásico de sentido y significado personal que motiva dicha ideación. Pensamos que no existe un determinismo trágico en la base del suicidio, por lo que siempre cabe preguntarse cómo podemos ayudar a la persona en crisis a (re)construir una experiencia vital más satisfactoria y valiosa, una existencia con la que tenga sentido continuar a pesar y a través del sufrimiento y las adversidades. La estimación del riesgo suicida debería incluir, entonces, tanto propiedades temporales estables, como dinámicas que fluctúen en respuesta a procesos del entorno y del individuo. Si bien siempre existe una considerable incertidumbre en la evaluación, la calidad de la relación terapéutica cumple una función primordial en la estimación fiable del riesgo. En efecto, la relación de ayuda influye en el proceso suicida, por lo que, en función de cómo sea dicha relación (fría y cosificadora, cálida e interpersonal, centrada en detectar el riesgo mediante una escala o centrada en la comprensión empática y el acompañamiento), puede aumentar o disminuir el riesgo suicida. La importancia de este hecho radica en que “sin confianza no hay confidencia”, y sin confidencia, la evaluación y la ayuda quedan seriamente comprometidas.

3. Epistemología del suicidio: los modelos biomédico y existencial-contextual

La generación de conocimiento científico sobre el suicidio influye en la percepción y el enfoque de intervención tanto dentro como fuera del ámbito sanitario. En el sector de la salud, y concretamente en salud mental, no prevalece un modelo único; antes bien, se pueden identificar al menos cuatro enfoques distintos: biomédico, epidemiológico, psicológico y social4. Cada enfoque se distingue por su propia aproximación ontológica, epistemológica, retórica y metodológica, e incorpora una agenda de intereses y valores pragmáticos. Estos elementos influyen en la formulación de políticas de prevención, en la implementación de estrategias de cuidado en salud mental y en el desarrollo de relaciones terapéuticas específicas.

Los cuatro enfoques mencionados muestran afinidades significativas en pares. El modelo biomédico se alinea estrechamente con el epidemiológico, mientras que el psicológico guarda similitudes con el social. Conforme a Pérez-Álvarez (2021), la afinidad entre el biomédico y el epidemiológico se basa en una ontología natural y sustantiva, además de un enfoque positivista de la ciencia natural. Por otro lado, la afinidad entre el psicológico y el social se centra en una ontología interactiva (Hacking, 1995) y un enfoque de la ciencia humana que es holístico o contextual. Estos cuatro enfoques se pueden reducir a dos modelos básicos que apenas empiezan a diferenciarse en la suicidología contemporánea (García-Haro et al., 2020a). Por un lado estaría el modelo biomédico5 y, por el otro, el existencial-contextual6.

Si bien el modelo biomédico predomina en los sistemas de atención a la salud mental en todo el mundo occidental, como expone para el contexto español Doblytė (2020, 2021), en los últimos años se están consolidando nuevas fórmulas de comprensión, explicación, intervención, prevención y “posvención” del suicidio más contextuales, fenomenológicas, existenciales y etnográficas (Canetto, 2021; Chandler, 2019; Laso, Contreras y Maciás-Esparza, 2023; Vitenti, 2016). Este giro conceptual hacia un modelo existencial-contextual, en línea con una postsuicidología o suicidología crítica (Chandler, 2019; Marsh, 2020), recupera la centralidad de los factores biográficos, espirituales, morales, narrativos, psicológicos, históricos, políticos, socioeconómicos, geográficos y culturales en la comprensión, prevención y abordaje de los fenómenos suicidas.

3.1. El modelo biomédico

A pesar de que la prevención del suicidio se ha establecido como una prioridad en las políticas sanitarias de la mayoría de los países de nuestro entorno, España aún no cuenta con una Estrategia o Plan Nacional unificado que coordine y dirija los esfuerzos realizados en este ámbito. Como resultado, los servicios de salud de todas las comunidades autónomas han desarrollado sus propios planes, estrategias, programas o protocolos para abordar el suicidio. Estas iniciativas autonómicas tienden a seguir un enfoque predominantemente biomédico y centrado en el diagnóstico del suicidio (García-Haro et al., 2020a).

El modelo biomédico es el que, en el trasfondo de los sistemas sanitarios, prevalece en la comprensión de los fenómenos psicológicos y de la conducta suicida (García-Haro et al., 2020a). En esencia, este abordaje asume que, primero, las crisis o conductas suicidas son síntomas, consecuencias o complicaciones de trastornos mentales subyacentes, fundamentalmente, de la depresión. Segundo, la reducción de síntomas (típicamente a través de psicofármacos) se percibe como la vía regia para la disminución del riesgo, y tercero, cuando el riesgo es alto, la medida preventiva más adecuada es el ingreso de la persona (incluso en contra de su voluntad si hiciera falta) en una unidad de hospitalización psiquiátrica (García-Haro et al., 2020a, 2022).

El discurso biomédico interviene en la configuración del lenguaje y las prácticas de gestión del sufrimiento psíquico (Bueno Gómez, 2022) y del fenómeno suicida (García-Haro et al., 2020a). Así, se habla de “paciente suicida”, “sintomatología suicida”, “falta de conciencia de enfermedad”, “gestión del riesgo” o “heredabilidad del suicido”. La naturalización reduccionista del suicidio impacta tanto en los enfoques clínicos del suicidio, como en los procesos de subjetivación que experimentan las personas con problemas mentales. La cosmovisión biomédica propone ciertas formas supuestamente correctas de actuar como paciente, de pensar sobre sí mismo o de evaluar a los demás, así como también de sentir o expresar emociones. Además, tiende a simplificar la amplia variedad de métodos de autocomprensión y de lógicas de autoconstitución que podrían ser clave para abordar, prevenir y resolver de manera efectiva los problemas que afectan a las personas en riesgo de suicidio. También, al desviarse de las directivas biomédicas, los usuarios de los servicios de salud pueden sentirse sancionados a través de la pérdida de estatus, lo que amenaza sus vínculos sociales. La persona con problemas de salud mental puede acabar así atada a emociones como la culpa o la vergüenza, que funcionan como poderosos mecanismos de control social y de autorregulación (Doblytė, 2022).

En el modelo biomédico, la prevención se centra en la detección temprana y la rápida derivación a los servicios de salud mental para un diagnóstico y tratamiento farmacológico inmediatos, supuestamente curativos de la “enfermedad mental” subyacente a la ideación suicida. Sin embargo, esta estrategia preventiva puede ser revisada críticamente a la luz de dos aspectos: la cuestionable centralidad del diagnóstico psicopatológico en las conductas suicidas, y las limitaciones y los riesgos que presenta en su aplicación práctica en el ámbito sanitario.

La suicidología tradicional ha llegado a plantear que los trastornos mentales están detrás del 90 por ciento de los suicidios (Bryan, 2022), estableciendo un vínculo causal entre los trastornos mentales y las conductas suicidas. De ahí se deriva toda una agenda asistencial que pivota en torno al eje de detección, diagnóstico, tratamiento y hospitalización, acompañada de una política sanitaria de solicitud de aumento de las ratios de profesionales de salud mental.

Sin embargo, esta lectura causal del binomio trastorno mental y suicidio ha sido recientemente cuestionada con argumentos sólidos. El argumento crítico principal consiste en que se confunde un antecedente con una causa. No está demostrado, salvo desde una lógica tautológica, que los diagnósticos psiquiátricos sean las causas de las ideas y conductas suicidas. En efecto, que una persona sea diagnosticada con trastorno mental no implica que la crisis suicida esté necesariamente causada por el diagnóstico, que muchas veces se solapa con circunstancias adversas de la vida o problemáticos bucles yo-mundo que lo explican. En psicopatología, los diagnósticos son meras etiquetas descriptivas de un campo de fenómenos y actos de conducta, sin contexto biográfico, que conllevan sufrimiento; no sus causas explicativas. Las realidades que nombran los diagnósticos clínicos no son “cosas que se tienen dentro”, del mismo modo que se “tiene” un hueso roto, una queratosis seborreica o un virus sincitial respiratorio. Tomar el diagnóstico nosográfico como la explicación (biológica) de las experiencias y conductas suicidas es un error conceptual que bien merece un código de alarma.

Una mejor comprensión de la relación entre trastornos y comportamiento suicida sería posible si se llevaran a cabo investigaciones en el ámbito de la epidemiología motivacional del suicidio, centradas en explorar las razones subyacentes que impulsan a las personas a desear terminar con sus vidas. Este tipo de estudios, sin embargo, no son habituales. En cambio, predomina una epidemiología diagnóstica enfocada hacia el catálogo de síntomas y enfermedades, generando un volumen de información susceptible de sesgos de interpretación y confirmación y que suele asociar el suicidio con la presencia de un diagnóstico clínico.

A falta de una epidemiología motivacional, una posible aproximación es la del análisis de notas y cartas de suicidio que recogen narrativas sobre motivos para querer morir. En un estudio realizado en 2010 se encontró que el 54 por ciento de las motivaciones suicidas se relacionaban con situaciones psicosociales (amorosas, económicas, provocadas por pérdidas, etc.), mientras que solo el 16 por ciento tenían que ver con trastornos mentales (Jiménez Féliz y García Caballero, 2010). Un estudio cualitativo publicado en 2017 describió que los problemas existenciales motivaban más suicidios que los trastornos mentales (Hjelmeland y ­Knizek, 2017). En reciente estudio, Mejías-­Martín et al. (2023) destacan entre las motivaciones más frecuentes las relacionadas con situaciones de salud (empeoramiento del estado funcional y aumento de la dependencia, diagnóstico reciente de cáncer, enfermedad de Alzheimer o esquizofrenia, presencia de dolor insoportable o síntomas depresivos severos), circunstancias familiares adversas (muertes de seres queridos o procesos de separación y de ruptura de la familia), dificultades económicas (quiebra, desalojo y desempleo) y problemas judiciales (órdenes de restricción, demandas y juicios).

La interpretación biomédica del vínculo entre suicidio y trastorno mental sugiere que solo una pequeña parte de los suicidios, en torno al 10 por ciento, ocurre en personas sin enfermedad mental diagnosticada. Aun aceptando esta cifra, argumentamos que, salvo en casos extremos con una clara disminución o alteración de la capacidad mental (como en episodios psicóticos agudos), la mayoría de las personas son capaces de explicar racionalmente sus motivaciones suicidas, incluso aquellas con un diagnóstico de salud mental. Concluimos este primer argumento crítico frente a las estrategias preventivas biomédicas apuntando que, aunque la presencia de un trastorno mental (normalmente depresión) y la conducta suicida puedan relacionarse, el diagnóstico nosográfico nunca es la causa (Pridmore, 2015), ni explica la razón por la que una persona concreta desea, intenta o se quita la vida (O’Connor, 2021).

Por otro lado, es preciso poner de relieve una serie de limitaciones y riesgos que presenta el modelo biomédico para la prevención del suicidio. Sin afán de exhaustividad, se señalan aquí cuatro de sus principales problemas.

En primer lugar, la biomedicina investiga un área mínima del fenómeno del suicidio, la punta del iceberg donde la ideación suicida se solapa con un diagnóstico clínico (suicidio en depresión, suicidio en trastornos de personalidad, etc.). Este enfoque presta nula o escasa atención al resto de familias de suicidio(s) (Rendueles, 2018) o de semánticas del acto suicida (Villegas, 2023). En segundo lugar, presenta limitaciones a la hora de dialogar con el dolor concreto (idiográfico) de cada persona, y dice bastante poco acerca de cuál es el drama íntimo que hace que una determinada persona (con nombre y apellido concretos) desee poner fin a su vida. En tercer lugar, este enfoque proporciona poca orientación sobre cómo asistir o ayudar a alguien a superar una crisis suicida, limitándose a soluciones genéricas aplicables a un grupo indeterminado, como tratar los síntomas de la enfermedad mental o restringir el acceso a métodos letales (Zalsman et al., 2016). Si bien estas medidas son necesarias, resultan claramente insuficientes. Un tratamiento que se centra únicamente en los síntomas apenas aborda la raíz del problema o la complejidad existencial inherente al suicidio (García Haro et al., 2023a; González González et al., 2021). Finalmente, el enfoque biomédico comete una doble simplificación. Primero, desconecta a la persona de sus circunstancias y sus experiencias de vida, tanto pasadas como futuras. Segundo, separa sus síntomas internos o mentales (como apatía, tristeza, alteraciones del sueño, irritabilidad, anhedonia) del contexto sociobiográfico que subyace a su sufrimiento (soledad, injusticia, maltrato, abandono, indignidad, abuso, acoso, invalidación, etc.) y que incide profundamente en su deseo de vivir, contribuyendo a la ideación suicida.

Las limitaciones mencionadas conllevan dos riesgos significativos. Por una parte, una perspectiva estrictamente biomédica del suicidio eclipsa los factores sociales y sociopolíticos que a menudo contribuyen al sufrimiento individual y colectivo, como la pobreza, el desempleo, la discriminación, la injusticia social, la violencia, la indignidad, la explotación y otras manifestaciones de exclusión social. Por otra parte, puede funcionar como un panóptico de vigilancia que promueve un reajuste y aumento de dosis farmacológicas, ignorando así el drama existencial de la persona con ideación suicida. Esta aproximación al suicidio, lejos de disminuir su riesgo, puede incluso incrementarlo como consecuencia de los efectos adversos de la química en la biología del individuo y la consolidación de una identidad del o de la paciente centrada en la enfermedad (Rendueles, 2020).

3.2. El modelo existencial-contextual

El enfoque existencial-contextual del suicidio concede prioridad a la persona, entendiéndola en cuatro sentidos: como víctima de la emoción dolorosa, del sufrimiento o pathos; como agente de la acción-experiencia; como autor y protagonista de su vida y trayectoria existencial; y como centro bioético del proceso de ayuda. Esta perspectiva parte del concepto “problemas de la vida” como base experiencial-conductual del sufrimiento y de los problemas clínicos. También enfatiza la relación de acompañamiento y cuidado como eje central de la relación terapéutica y, además, coloca el foco de la ayuda en el proceso (o la conducta) suicida en sí mismo, más que en el manejo del riesgo o el tratamiento de la enfermedad mental.

Las ventajas de este modelo son varias. Primero, no se ciñe al estudio de un solo tipo o semántica de suicidio (suicidio asociado al diagnóstico psiquiátrico), sino que trata de entender la pluralidad del fenómeno desde todos los contextos institucionales que configuran la vida de las personas en una sociedad y época histórica determinadas (educación, justicia, sanidad, servicios sociales, etc.). Segundo, este enfoque adopta una perspectiva socialmente comprometida, empática y atenta a las diferencias individuales y a las variaciones culturales y geográficas del suicidio. El modelo se alinea con la suicidología crítica o postsuicidología (Chandler, 2019; Marsh, 2020) y, como se ha mencionado, recupera la centralidad de los factores biográficos, espirituales, morales, narrativos, psicológicos, históricos, políticos, sociales, económicos, geográficos y culturales implicados en la comprensión, prevención y gestión de las crisis suicidas. Trasciende el factor nivelador del diagnóstico nosográfico y el análisis estadístico de factores de protección y riesgo.

Por otra parte, esta perspectiva subraya los aspectos sociales involucrados en el suicidio7. Esto no significa que el suicidio se pueda explicar únicamente por estructuras sociales objetivas adversas (Durkheim, 2004)8. Asimismo, considera tanto el diagnóstico como las experiencias y conductas suicidas como cuestiones que deben ser explicadas. Para ello, parte de la escala fenomenológico-conductual (biográfica) del mundo vivido de la persona y los desafíos que encuentra en su entorno. Es decir, parte de los “problemas de la vida” (Pérez-Álvarez, 2021), lo que refuerza una comprensión del suicidio como evento principalmente biográfico y no (psico)patológico.

Finalmente, este enfoque impulsa una nueva agenda de investigación, de orientación idiográfica y cualitativa (Rogers et al., 2007; Rogers y Soyka, 2004; Rogers, 2001, 2003). Su objetivo es superar el predominante y omnipresente análisis nomotético y cuantitativo (estadístico, epidemiológico) de factores de riesgo y correlatos psicobiológicos cuya aportación al entendimiento del suicidio ha sido limitada, circunscribiéndose a una pequeña parte ya bien conocida del problema (González González et al., 2021; White et al., 2016).

En resumen, si la investigación epidemiológica tradicional toma como base el promedio grupal y utiliza la significación estadística para establecer conexiones entre variables, el modelo existencial-contextual destaca el estudio del mundo vivido o construido por la persona con ideación suicida, centrándose en su experiencia individual.

4. Ontología del suicidio: comprendiendo la naturaleza del suicidio

Los dos modelos de suicidio que se han expuesto son ontológicamente diferentes. Uno parte de una concepción sustancialista de la conducta suicida y se apoya en un modelo de ciencia positivista natural, y el otro entiende que la naturaleza del suicidio es interactiva, y lo aborda de forma transdisciplinar, desde un modelo de ciencia humana, holista o contextual (Pérez-Álvarez, 2019 y 2021).

El modelo biomédico explica que la persona con ideación suicida tendría una enfermedad mental como cualquier otra (González Pardo y Pérez Álvarez, 2007), típicamente un trastorno depresivo mayor, un trastorno bipolar o un trastorno límite de la personalidad. Esta enfermedad sería la explicación última de dicho fenómeno. La conducta suicida sería a la enfermedad mental lo que la fiebre a una infección o los temblores en reposo a la enfermedad de Parkinson. En cambio, si se entiende el suicidio, tal y como hace el modelo existencial-contextual, como una solución límite a un problema de la vida, es menos probable que se conciba como un síntoma, consecuencia o complicación derivada de una enfermedad mental. La visión de la conducta suicida como una salida intencional a una situación de crisis, ruptura y atascamiento existencial impide su comprensión como un signo médico, positivo y natural de un trastorno (García-Haro et al., 2023a).

Esta dualidad de enfoques sobre el suicidio (biológico y cerebral vs. biográfico y existencial) no es nueva en el ámbito de las ciencias sociales ni tampoco se debe entender como una anomalía en las ciencias psi. De hecho, refleja la dualidad inherente a estas ciencias, que abarcan tanto aspectos biomédicos como contextuales (Pérez-Álvarez, 2017, 2019, 2021). Esta dualidad tiene sus raíces en la distinción filosófica fundamental entre las ciencias naturales y las ciencias sociales o humanas (Bourdieu et al., 2013; Pérez Álvarez, 2021). Binomios como causas vs. razones, explicación vs. comprensión, interpretaciones mecanicistas vs. funcionales, son ejemplos representativos de los enfoques predominantes en cada uno de estos ámbitos científicos.

La siguiente cita del psiquiatra escocés Laing ilustra de forma bastante clara las implicaciones diferenciales de cada modelo en su intento de comprensión de la conducta suicida: “si estamos oyendo hablar a otra persona, podemos o bien: (a) estar estudiando la conducta verbal en función de procesos nerviosos y de todo el aparato de vocalización, o (b) estar tratando de comprender lo que está diciendo” (Laing, 1993: 17).

El modelo biomédico centra su atención en captar y tratar enfermedades desde una óptica nomotética, privilegiando la perspectiva de tercera persona y la ontología sustancialista. Por su parte, el enfoque existencial-contextual trata de comprender a la persona desde la óptica de una interacción entre el yo y su circunstancia (siempre histórica y social) donde surgen bucles problemáticos de percepción y acción que atascan y generan sufrimiento y deseos de muerte. Se trata de un enfoque idiográfico que privilegia una perspectiva de primera (mundo vivido) y de segunda persona (comprensión empática) y ponen en juego una ontología relacional o interactiva (Pérez-Álvarez y García-Montes, 2018; García, 2022).

Esta dualidad de enfoques se suele entender como una dicotomía de extremos. Permite reflexionar, por ejemplo, sobre la distinción clásica entre suicido patológico y suicidio soberano (Neira, 2017), también llamado suicidio filosófico. Berrios (2013) define el suicidio filosófico como el acto de poner fin a la propia vida que es llevado a cabo por sujetos sanos y en posesión íntegra de sus capacidades mentales y morales. Las definiciones y fronteras entre estos dos tipos de suicidio presentan profundas ambigüedades, relacionadas, entre otras cuestiones, con la imposibilidad de evaluar de forma objetiva los epítetos sano, enfermo, íntegro, mental o moral. Berrios distingue un tercer tipo de suicidio, similar a la eutanasia, denominado suicidio racional. Se refiere a aquel que implica una decisión “comprensible” de poner fin a la vida cuando la persona vive en un contexto de sufrimiento límite irreversible a causa de una enfermedad terminal. Entendemos que esta dicotomía, asumida por la literatura suicidológica y por los profesionales de salud mental, representa una abstracción teórica que no concuerda con la naturaleza siempre dinámica, cambiante e histórica de la vida humana. Pueden existir, en la realidad, elementos decisionales en el llamado suicidio patológico, y elementos del pathos en el suicidio soberano o filosófico. La inmensa mayoría de personas diagnosticadas de una enfermedad mental son conscientes de su decisión de suicidarse; es decir, comprenden que son agentes activos en su acción. Por más forzada que una persona se sienta a actuar de una manera determinada, salvo autoengaños o “mala fe” sartriana, sabe que su acto es una decisión personal y no simplemente un síntoma médico. Si el suicidio se redujera a una reacción o síntoma ajeno a la capacidad de acción y decisión nos encontraríamos ante una situación paradójica pues ya no sería una conducta suicida propiamente dicha. La carta de despedida escrita por Virgina Woolf antes de su suicidio ilustra lo burdo y maniqueo de dividir las actuaciones suicidas entre sanas y enfermas (Woolf, 1975).

En este punto, y considerando el resumen de ambos modelos presentado en el cuadro 1, surge una pregunta fundamental: ¿cuál es el enfoque científico más adecuado para estudiar la conducta suicida? La respuesta tiene implicaciones profundas, ya que influirá tanto en el tipo de investigación a realizar (¿qué temas se abordarán y con qué enfoques metodológicos?), como en el diseño de estrategias preventivas a nivel social y sanitario (¿qué acciones son las más recomendables?). En cuanto a la investigación, los dos modelos sugieren sendos escenarios: (1) un énfasis en el estudio cuantitativo de factores de riesgo, diagnósticos, correlatos biopsicológicos asociados, sustancias ingeridas, estaciones del año o días de la semana con mayor tasa de muertes, etc.; vs. 2) un foco en el análisis funcional-existencial del drama individual. Respecto a las estrategias de prevención: (1) campañas centradas en la relación entre trastorno y suicidio, tratamientos farmacológicos para el control de síntomas y pautas de prevención estándar; vs. (2) iniciativas de concienciación sobre la importancia de la dimensión vital y biográfica del sufrimiento (problemas vitales y dinámicas yo-mundo problemáticas) y estrategias de acompañamiento y apoyo psicosocial para superar la crisis o para reavivar el deseo de vivir.

Los problemas y enfoques cuyo estudio se priorice influirán en la disminución o el incremento del estigma asociado a la salud mental, así como en los procesos de búsqueda de ayuda, tanto en el entorno cercano (familia, amigos, redes sociales) como en contextos profesionales (líneas de ayuda, servicios sociales, sistema de salud). El estigma tradicionalmente asociado a la enfermedad mental es una de las principales barreras para buscar ayuda y revelar la ideación suicida. Hay evidencia científica indicativa de que las campañas de prevención que tratan de naturalizar la conducta suicida en clave de enfermedad mental necesitada de diagnóstico y medicación no solo son ineficaces en la reducción del estigma, sino que pueden incluso aumentar el riesgo (Masedo et al., 2021; Oexle et al., 2017a y 2017b; Xu et al., 2018).

Pensamos que las debilidades del discurso suicidológico biomédico podrían paliarse si se empezara a asumir la conducta suicida como, efectivamente, un acto de conducta (Castilla del Pino, 2000). Esto implica entender la conducta suicida como la acción o decisión de un sujeto, dependiente del contexto vital biográfico, y con dos funciones básicas: una expresiva (interactiva y comunicacional) y otra autorregulativa (Chiles, Strosahl y Roberts, 2019). Una comprensión más global de la conducta suicida debería partir de los mismos criterios epistemológicos que usamos para explicar la conducta opuesta, es decir, la voluntad de vivir (Valls Blanco, 1985).

Las profundas diferencias conceptuales (ontológicas) que existen entre los dos modelos expuestos no deberían ser un obstáculo para una colaboración sinérgica en el ámbito clínico y asistencial. Las aportaciones biomédicas, como el diagnóstico, los fármacos o la hospitalización, pueden y deben usarse siempre que sean necesarias. La cuestión central es determinar qué clase de integración conviene realizar: si incorporar la rama existencial-contextual al tronco biomédico o lo contrario. Cabe señalar que estas son dos visiones distintas que darían lugar a discursos, líneas de investigación y políticas asistenciales diferentes.

5. Conclusiones

Dentro de la suicidología contemporánea conviven, entrelazados, dos modelos que son fundamentalmente antagónicos en su concepción ontológica de la naturaleza del suicidio: un modelo biomédico y uno existencial-contextual transdisciplinar. Cada uno de estos modelos activa un discurso de legitimación y una agenda de producción de conocimiento científico diferente.

Frente al modelo biomédico, de ontología positivista, reivindicamos un enfoque existencial-contextual centrado en las personas y sus circunstancias sociobiográficas. Este enfoque se basa en los conceptos de situación límite y crisis vital como claves para la comprensión del fenómeno suicida, y tiene la ventaja de ser transversal a todas las tipologías o semánticas de suicidio. Partimos de la idea de que no es posible avanzar en la comprensión del suicidio ni pensar en intervenciones eficaces sin asumir una teoría del sujeto (Castilla del Pino, 2000). Debemos, entonces, tener en cuenta la funcionalidad (el para qué) y la semántica (el sentido) del acto suicida, ya sea desde dentro, desde la óptica y narrativa del propio sujeto, o desde fuera, desde la observación en tercera persona.

Se requiere un cambio de paradigma respecto a la caracterización, investigación, prevención y posvención del suicidio que, lejos de reducirlo al ámbito de la patología mental, lo contemple como un fenómeno complejo, multidimensional y asociado a la condición humana y a las circunstancias de vida. Este cambio de paradigma requiere pasar de una lógica que prioriza lo patológico, biológico y farmacológico, a otra que enfatiza la dimensión social, psicológica y política del suicidio, y que integre las aportaciones del modelo biomédico sin situarlas, ni teórica ni asistencialmente, por delante.

En línea con las posiciones de otros autores9, mantenemos que la producción de conocimiento científico apoyado en el modelo existencial-contextual, afín a la suicidología crítica, sería esencial, además, para la reflexión metacientífica transdisciplinar sobre el suicidio y para la propuesta de intervenciones intersectoriales más allá del diagnóstico y el plano sanitario.

Bibliografía

Al-Halabí, S. y Fonseca-Pedrero, E. (2021). Suicidal behaviour prevention: The time to act is now. Clínica y Salud, 32(2), pp. 89-92.

Al-Halabí, S. y García-Haro, J. (2021). Tratamientos psicológicos para la conducta suicida. En E. Fonseca Pedrero (Coord.), Manual de tratamientos psicológicos: adultos (pp. 639-675). Pirámide.

Al-Halabí, S., García Haro, J. M. y Gutiérrez López, B. (2021). Tratamientos psicológicos para la conducta suicida en adolescentes. En E. Fonseca Pedrero (Coord.), Manual de tratamientos psicológicos. Infancia y adolescencia (pp. 577-615). Pirámide.

Antón, J. M. (2019). Suicidios y familias. Ingredientes en la evolución de los procesos de duelo y líneas de intervención. REDES. Revista de Psicoterapia Relacional e Intervenciones Sociales, 39, pp. 83-96.

Avanci, J. Q., Gonçaves, A., Bahia, C. A., Serpeloni, F., Fortes, J., Pinto, J., . . . de Assis, S. G. (2018). Violência autoprovocada na infância e na adolescência. CNPq.

Ayuso-Mateos, J. L., Baca-García, E., Bobes, J., Giner, J., Giner, L., Pérez, V., ... Ruiz, J. (2012). Recommendations for the prevention and management of suicidal behaviour. Revista de Psiquiatría y Salud Mental, 5(1), pp. 8-23.

Bachmann, S. (2018). Epidemiology of Suicide and the Psychiatric Perspective. International Journal of Environmental Research and Public Health, 15(7), p. 1425. doi:10.3390/ijerph15071425

Berrios, G. E. (2013). Suicidio “filosófico”: historia y epistemología. En J. Giner, A. Medina y L. Giner (Eds.), Suicidio en el siglo XXI. Tratamiento, manejo clínico e investigaciones futuras (pp. 11-18). Enfoque editorial SC.

Bourdieu, P., Cahmboredon, J-C. Passeron, J-C. (2013). El oficio de sociólogo. Presupuestos epistemológicos (2ª ed.). Siglo XXI.

Bousoño, M., Al-Halabí, S., Burón, P., Garrido, M., Díaz-mesa, M., Galván, G., García-Álvarez, L., Carli, V., Hoven, C., Sarchiapone, M., Wasserman, D., Bousoño, M., García-Portilla, M. P. Iglesias, C., Sáiz, P. A. y Bobes, J. (2017). Uso y abuso de sustancias psicotrópicas e internet, psicopatología e ideación suicida en adolescentes (Substance use or abuse, internet use, psychopathology and suicidal ideation in adolescents). Adicciones, 29(2), pp. 97-104.

Bryan, C. J. (2022). Rethinking suicide. Why prevention fails, and how we can do better. Oxford University Press.

Bryan, C. J. y Rudd, M. D. (2018). Brief cognitive-behavioral therapy for suicide prevention. Guilford Press.

Bueno Gómez, N. (2022). Filosofía del sufrimiento. Tirant Humanidades.

Canetto, S. S. (2021). Language, culture, gender, and intersectionalities in suicide theory, research, and prevention: Challenges and changes. Suicide and Life-Threatening Behavior, 51(6), pp. 1045-1054.

Carli, V., Hoven, C. W., Wasserman, C., Chiesa, F., Guffanti, G., Sarchiapone, M., Apter, A., Balazs, J., Brunner, R., Corcoran, P., Cosman, D., Haring, C., Iosue, M., Kaess, M., Kahn, J. P., Keeley, H., Postuvan, V., Saiz, P., Varnik, A. y Wasserman, D. (2014). A newly identified group of adolescents at “invisible” risk for psychopathology and suicidal behavior: findings from the SEYLE study. World psychiatry: Official journal of the World Psychiatric Association (WPA), 13(1), pp. 78-86.

Castilla del Pino, C. (2000). Teoría de los sentimientos. Tusquets.

Chandler, A. (2019). Boys don’t cry? Critical phenomenology, self-harm and suicide. The Sociological Review, 67(6), pp. 1350–1366. 

Chang, Q., Yip, P. S. y Chen, Y. Y. (2019). Gender inequality and suicide gender ratios in the world. Journal of Affective Disorders, 243, pp. 297-304.

Chiles, J. A., Strosahl, K. D. Roberts, L. W. (2019). Clinical manual for assessment and treatment of suicidal patients (2ª ed.). American Psychiatric Association.

Cholbi, M. (2017). Suicide. Stanford Encyclopedia of Philosophy. Acceso el 20 de octubre de 2023. Disponible en https://plato.stanford.edu/entries/suicide/

Contessa, J. C., Padoan, C. S., da Silva, J. L. y Magalhães, P. V. (2023). A Qualitative Study on Traumatic Experiences of Suicide Survivors. OMEGA – Journal of Death and Dying, 87(3), pp. 730-744.

De Leo, D., Burguis, S., Bertolote, J. M., Kerkhof, A. J. y Billie-Brahe, U. (2006). Definitions of suicidal behavior: Lessons learned from the WHO/EURO multicentre study. Crisis, 27(1), pp. 4-15.

Doblytė, S. (2020). Under- or Overtreatment of Mental Distress? Practices, Consequences, and Resistance in the Field of Mental Health Care. Qualitative Health Research, 30(10), pp. 1503–1516.

Doblytė, S. (2021). The almighty pill and the blessed healthcare provider’: Medicalisation of mental distress from an Eliasian perspective. Social Theory & Health, 20(4), pp. 363-379.

Doblytė, S. (2022). Why (not) suicide: Habitus in hysteresis and the space of possibles. European Journal of Social Theory, 25(4), pp. 614–631. 

Domaradzki, J. (2021). The Werther Effect, the Papageno Effect or No Effect? A Literature Review. International Journal of Environmental Research and Public Health, 18(5), pp. 2396.

Durkheim, E. (2004). El suicidio. Estudio de sociología. Losada.

Fernández de Sanmamed, M. J., García, J., Mazo, M. V., Mendive, J. M., Serrano, E. y Zapater, F. (2018). Consideraciones para un abordaje social y sanitario del suicidio a propósito del Código Riesgo de Suicidio. Fòrum Català d’Atenció Primària.

Fonseca-Pedrero, E., Díez-Gómez, A., de la Barrera, U., Sebastian-Enesco, C., Ortuño-Sierra, J., Montoya-Castilla, I., Lucas-Molina, B., Inchausti, F. y Pérez-Albéniz, A. (2020). Suicidal behaviour in adolescents: A network analysis. Conducta suicida en adolescentes: un análisis de redes. Revista de Psiquiatría y Salud Mental, S1888-9891(20)30032-X. Advance online publication.

Fonseca-Pedrero, E., Inchausti, F., Pérez-Gutiérrez, L., Aritio Solana, R., Ortuño-Sierra, J., Sánchez-García, M., Lucas-Molina, B., Domínguez, C., Foncea, D., Espinosa, V., Gorría, A., Urbiola-Merina, E., Fernández, M., Merina Díaz, C., Gutiérrez, C., Aures, M., Campos, M. S., Domínguez-Garrido, E. y Pérez de Albéniz Iturriaga, A. (2018). Suicidal ideation in a community-derived sample of Spanish adolescents. Ideación suicida en una muestra representativa de adolescentes españoles. Revista de Psiquiatría y Salud Mental, 11(2), pp. 76-85.

García, P. E. (2022). Conciencia y yo en la fenomenología de Dan Zahavi. EUNSA.

García-Haro, J., García-Pascual, H., Aranguren, P., Martínez-Sallent, M., Blanco, E., Barrio-Martínez, S. y Sánchez Pérez, M. (2023b). Una meditación existencial-contextual sobre el suicidio. Revista de Psicoterapia, 34(124), pp. 117-135.

García-Haro, J., García-Pascual, H. González GonzáleZ, M. (2018). Un enfoque contextual-fenomenológico sobre el suicidio. Revista de la Asociación Española de Neuropsiquiatría, 38(134), pp. 381-400.

García-Haro, J. M., García-Pascual, H., González González, M., Sánchez Pérez, M. T. y Barrio-Martínez, S. (2020a). Abordaje y prevención del comportamiento suicida en el sistema sanitario español: enfoque, límites y riesgos. Cuadernos de Psiquiatría Comunitaria, 17(1), pp. 56-81.

García-Haro, J., García-Pascual, H., Martínez Sallent, M., Aranguren Rico, P. y Sánchez Pérez, M. T. (2022). A contracorriente: repensar la relación entre trastorno mental y suicidio desde los problemas de la vida. Ábaco, 4(114), pp. 70-88.

García Haro, J., González González, M., Fonseca Pedrero, E. y Al-Halabí, S. (2023a). Conceptualización de la conducta suicida. En S. Al-Halabí y E. Fonseca-Pedrero (Coords.), Manual de psicología de la conducta suicida (pp. 31-68). Pirámide.

García-Haro, J., González González, M. García-Pascual, H. (2018). Dos modelos de crisis suicida. Una perspectiva clínica. Revista de Psicoterapia, 29(111), pp. 167-185.

González González, M., García-Haro, J. y García-Pascual, H. (2019). Evaluación contextual-fenomenológica de las conductas suicidas. Revista de la Asociación Española de Neuropsiquiatría, 39(135), pp. 15-31.

González González, M., García-Haro, J. M., García-Pascual, H., Sánchez Pérez, M. T., Barrio-Martínez, S. y Voces Oviedo, J. (2021). Hacia un enfoque contextual-existencial del suicidio: recomendaciones para la prevención. Clínica Contemporánea, 1(12), pp. 1-10.

González Pardo, H. y Pérez Álvarez, M. (2007). La invención de trastornos mentales. Alianza Editorial.

González-Ortiz, G. (2019). Informar sobre el suicidio: rigor, respeto y responsabilidad. Cuadernos de Periodistas, 39, pp. 31-41.

Goodfellow, B., Kõlves, K. y de Leo, D. (2019). Contemporary Definitions of Suicidal Behavior: A Systematic Literature Review. Suicide & life-threatening behavior, 49(2), pp. 488-504.

Hacking, I. (1995). The looping effects on human kinds. En D. Sperber, D. Premack y A. Premack (Eds.), Causal Cognition: An interdisciplinary approach (pp. 351-183). Oxford University Press.

Hagaman, A. K. (2017). Hidden Death and Social Suffering: A Critical Investigation of Suicide, Death Surveillance, and Implications for Addressing a Complex Health Burden in Nepal. Arizona State University.

Hjelmeland, H. y Knizek, B. L. (2017). Suicide and mental disorders: A discourse of politics, power, and vested interests. Death studies, 41(8), pp. 481-492.

Instituto Nacional de Estadística. (2023). Estadística sobre defunciones por causas de muerte 2022. Datos provisionales. Notas de prensa 27 de junio de 2023. https://www.ine.es/

Jiménez Féliz, J. y García Caballero, A. (2010). Características forenses, psicológicas y lingüísticas de una muestra de notas suicidas en Galicia. Boletín Galego de Medicina Legal e Forense, 17, pp. 31-47.

Khan, M. M. y Hyder, A. A. (2006). Suicides in the Developing World: Case Study from Pakistan. Suicide and Life-Threatening Behavior, 36(1), pp. 76-81.

Laing, R. D. (1993). El yo dividido. Un estudio sobre la salud y la enfermedad. Fondo de Cultura Económica.

Laso, E., Conteras, K. A. y Maciás-Esparza, L. K. (2023). Entre la culpa y la vergüenza: Una aproximación al suicidio desde una perspectiva de género en clave emocional. Revista de Psicoterapia, 34(124), pp. 47-70.

Markez, I., Gordaliza, A. y Casus, P. (2022). Suicidios en prisión: algunas tareas pendientes. Revista de la Asociación Española de Neuropsiquiatría, 42(141), pp. 187-205.

Marsh, I. (2020). The Social Production of Psychocentric Knowledge in Suicidology. A Journal of Knowledge, Culture and Policy, 34(6), pp. 544-554.

Masedo, A., Grandón, P., Saldivia, S., Vielma-Aguilera, A., Castro-Alzate, E. S., Bustos, C., Romero-López-Alberca, C., Pena-Andreu, J. M., Xavier, M. y Moreno-Küstner, B. (2021). A multicentric study on stigma towards people with mental illness in health sciences students. BMC medical education, 21(1), p. 324.

Maung, H. H. (2020). Pluralism and incommensurability in suicide research. Studies in history and philosophy of biological and biomedical sciences, 101247.

Mejías-Martín, Y., Martí-García, C., Rodríguez-Mejías, Y., Esteban-Burgos, A. A., Cruz-García, V. y García-Caro, M. P. (2023). Understanding for Prevention: Qualitative and Quantitative Analyses of Suicide Notes and Forensic Reports. International journal of environmental research and public health, 20(3), 2281.

Menéndez Osorio, F. (2018). El saber psicopatológico y sus instrumentos. El constructo de salud, enfermedad y estigma. Revista Anales de la Fundación Canis Majoris, 3, pp, 171-197.

Menéndez Osorio, F. (2020). Suicidio: clínica o voluntad de morir. Cuadernos de Psiquiatría Comunitaria, 17(1), pp. 10-26.

Moreno, A., Lostao, L. y Regidor, E. (2023). Características sociodemográficas y tendencia de los problemas de salud mental en España. Panorama Social, 38.

Navarrete Betancort, E. M., Herrera Rodríguez, J. y León Pérez, P. (2019). Los límites de la prevención del suicidio. Revista de la Asociación Española de Neuropsiquiatría, 39(135), pp. 193-214.

Navío Acosta, M. y Pérez Sola, V. (2020) (Coords.). Depresión y suicidio 2020. Documento estratégico para la promoción de la salud mental. Wecare-U.

Neira, H. (2017). Suicidio soberano y suicidio patológico. Ideas y valores: Revista Colombiana de Filosofía, 66(164), pp. 151-179.

Niederkrotenthaler, T., Gunnell, D., Arensman, E., Pirkis, J., Appleby, L., Hawton, K., . . . ICSPRC. (2020). Suicide Research, Prevention, and COVID-19. Crisis, 41(5), pp. 321-330.

O’Carroll, P. W., Berman, A. L., Maris, R. W., Moscicki, E. K., Tanney, B. L. Silverman, M. M. (1996). Beyond the Tower of Babel: A nomenclature for suicidology. Suicide & life-threatening behavior, 26(3), pp. 237-252.

O’Connor, R. (2021). When it is darkest. Why people die by suicide and what we can do to prevent it. Vermilion.

Oexle, N., Ajdacic-Gross, V., Kilian, R., Müller, M., Rodgers, S., Xu, Z., Rössler, W. y Rüsch, N. (2017a). Mental illness stigma, secrecy and suicidal ideation. Epidemiology and psychiatric sciences, 26(1), pp. 53–60.

Oexle, N., Rüsch, N., Viering, S., Wyss, C., Seifritz, E., Xu, Z.Kawohl, W. (2017b). Self-stigma and suicidality: A longitudinal study. European archives of psychiatry and clinical neuroscience, 267(4), pp. 359–361.

OMS (1986). Summary Report. Working Group on Preventive Practices in Suicide and Attempted Suicide. WHO Regional Office for Europe.

OMS (2014). Prevención del suicidio: un imperativo global. Organización Panamericana de la Salud.

OMS (2015). Suicide Data. http://www.who.int/mental_health/prevention/suicide/suicideprevent/en/

OMS (2018). World Health Statistics data visualizations dashboard (Target 3.4 Suicide). https://apps.who.int/gho/data/node.sdg.3-4-viz-2?lang=en

OMS (2019). Suicide in the world: Global Health Estimates. World Health Organization.

Pepper, S. C. (1961). World hypotheses. A study in evidence. University of California Press.

Pérez-Álvarez, M. (2017). El turno transdiagnóstico y el retorno de la psicopatología: el tema de nuestro tiempo en psiquiatría. Cuadernos de Psiquiatría Comunitaria, 14(1), pp. 32-52.

Pérez-Álvarez, M. (2019). La psicoterapia como ciencia humana, más que tecnológica. Papeles del Psicólogo, 40, pp. 1-14.

Pérez-Álvarez, M. (2021). Ciencia y pseudociencia en psicología y psiquiatría. Más allá de la corriente principal. Alianza.

Pérez-Álvarez, M. y García-Montes, J. M. (2018). Evaluación fenomenológica más allá de los síntomas. En E. Fonseca-Pedrero (Coord.), Evaluación de los trastornos del espectro psicótico (pp. 331-363). Pirámide.

Ponte de Souza, M. L. Yamall Orellana, J. D. (2018). Qualidade do registro de óbitos por suicídio em município amazônico com alta proporção de autodeclarados indígenas. En D. Duran Gutierrez y J. H. de Souza Ribeiro. Suicídio: Diálogos interdisciplinares (pp. 75-94). EDUA Digital.

Pridmore, S. (2015). Mental disorder and suicide: a faulty connection. The Australian and New Zealand Journal of Psychiatry, 49(1), pp. 18-20.

Rendueles, G. (2018). Suicidio(s). Grupo 5.

Rendueles, G. (2020). La utopía del preventor: ¿un bello día, un mundo libre de suicidios? Cuad. Psiquiatr. Comunitaria, 17(1), pp. 27-55.

Rodríguez, A. E. (2022). Análisis de contenido de El Diario sobre noticias de suicidio en el 2019 frente a las recomendaciones de la Organización Mundial de la Salud (OMS). Facultad de Ciencias Humanas, Sociales y de la Educación. Universidad Católica de Pereira.

Rogers, J. R. (2001). Theoretical grounding: The “missing link” in suicide research. Journal of Counseling & Development, 79, pp. 16-25.

Rogers, J. R. (2003). The anatomy of suicidology: a psychological science perspective on the status of suicide research. 2002 Shneidman Award Address. Suicide & life-threatening behavior, 33(1), pp. 9–20.

Rogers, J. R. y Soyka, K. M. (2004). “One size fits all”: An existential-constructivist perspective on the crisis intervention approach with suicidal individuals. Journal of Contemporary Psychotherapy, 34, pp. 7-22.

Rogers, J. R., Bromley, J. L., McNally, C. J. Lester, D. (2007). Content analysis of suicide notes as a test of the motivational component of the existential-constructivist model of suicide. Journal of Counseling and Development, 85, pp. 182-188.

Rudd, M. D. (2006). Fluid vulnerability theory: a cognitive approach to understanding the process of acute and chronic suicide risk. En T. E. (Ed.), Cognition and suicide: theory, research and therapy (pp. 355-368). American Psychological Association.

Silverman, M. M., Berman, A. L., Sanddal, N. D., O’Carroll, P. W. Joiner, T. E. (2007a). Rebuilding the tower of Babel: A revised nomenclature for the study of suicide and suicidal behaviors. Part 1: Background, rationale, and methodology. Suicide & life-threatening behavior, 37(3), pp. 248-263.

Silverman, M. M., Berman, A. L., Sanddal, N. D., O’Carroll, P. W. Joiner, T. E. (2007b). Rebuilding the tower of Babel: a revised nomenclature for the study of suicide and suicidal behaviors. Part 2: Suicide-related ideations, communications, and behaviors. Suicide & life-threatening behavior, 37(3), pp. 264-277.

Valls Blanco, J. M. (1985). Suicidio e identidad. Rev. Asoc. Esp. Neuropsiq., 5(12), pp. 29-36.

Värnik, P. (2012). Suicide in the World. International Journal of Environmental Research and Public Health, 9(3), pp. 760-771.

Villar Cabeza, F. (2022). Morir antes del suicidio. Prevención en la adolescencia. Herder.

Villegas, M. (2023). Semántica del suicidio. Revista de Psicoterapia, 34(124), pp. 11-35.

Vitenti, L. (2016). Los pueblos indígenas americanos y la práctica del suicidio. Una reseña crítica. Prometeo.

Wasserman, D. (Ed.) (2021). Oxford Texbook of Suicidology and Suicide Prevention (2ª ed.). Oxford University Press.

White, J. (2015). Shaking Up Suicidology. Social Epistemology Review and Reply Collective, 4(6), pp. 1-4.

White, J., Marsh, I., Kral, M. J. Morris, J. (Eds.) (2016). Critical suicidology. Transforming suicide research and preventive for the 21st century. UBC Press.

Woolf, L. (1975). La muerte de Virginia Woolf. Lumen.

Woolf, V. (2006). La señora Dalloway. Alianza.

Xu, Z., Müller, M., Lay, B., Oexle, N., Drack, T., Bleiker, M., Lengler, S., Blank, C., Vetter, S., Rössler, W. y Rüsch, N. (2018). Involuntary hospitalization, stigma stress and suicidality: A longitudinal study. Social psychiatry and psychiatric epidemiology, 53(3), pp. 309–312.

Zalsman, G., Hawton, K., Wasserman, D., van Heeringen, K., Arensman, E., Sarchiapone, M., Carli, V., Höschl, C., Barzilay, R., Balazs, J., Purebl, G., Kahn, J. P., Sáiz, P. A., Lipsicas, C. B., Bobes, J., Cozman, D., Hegerl, U. y Zohar, J. (2016). Suicide prevention strategies revisited: 10-year systematic review. The lancet. Psychiatry, 3(7), pp. 646–659.

NOTAS

* Servicio de Salud del Principado de Asturias (juanmanuel.garciah@sespa.eshenar.garcia@sespa.esmonica.martinez@sespa.es, paloma.aranguren@sespa.es).

** Universitat Rovira i Virgili (elena.blanco@urv.cat).

1 Véase: https://www.who.int/es/news-room/fact-sheets/detail/suicide

Este trabajo se elaboró antes de que el INE publicara los datos definitivos del año 2022, (19.12.2023) por lo que existen discrepancias entre los datos provisionales y los definitivos.

3 Se pueden encontrar más datos sobre el suicidio en España en el artículo de Moreno, Lostao y Regidor (2023), publicado en este mismo número.

4 Wasserman (2021) ofrece una revisión de estos cuatro modelos.

5 Véase, entre otros, Ayuso-Mateos et al. (2012) y Navío Acosta y Pérez Sola (2020).

6 Véase García-Haro, García-Pascual y González González (2018); García-Haro, González González y García-Pascual (2018); García-Haro et al. (2023a, 2023b); González González, García-Haro y García Pascual (2019) y González González et al. (2021).

7 Como muestran Doblytė (2022), Fernández de ­Sanmamed et al. (2018), Markez, Gordaliza y Casus (2022), Navarrete Betancort, Herrera Rodríguez y León Pérez (2019).

8 Una lectura sociológica actualizada del suicidio, superadora del dualismo individuo vs. sociedad, y merecedora de más atención, procede de la mirada de Bourdieu y su noción de histéresis (Doblytė, 2022).

Por ejemplo, Marsh (2020), White (2015) y White et al. (2016).

Descargar artículo (formato PDF)

Funcas

Think tank dedicado a la investigación económica y social

Contacto
C/ Caballero de Gracia, 28 | 28013 Madrid, España
+34 91 596 57 18 | funcas@funcas.es
Síguenos
Send this to a friend