Las finanzas sostenibles, entre dos emergencias

Las finanzas sostenibles, entre dos emergencias

Fecha: mayo 2021

José Manuel González-Páramo*

Coordinación internacional, Emergencia climática, Programas de inversión verdes, Precios del CO2, Condiciones financieras sostenibles

Cuadernos de Información Económica, N.º 282 (mayo-junio 2021)

Los riesgos asociados al cambio climático, tanto los de carácter físico como los debidos a la transición a una economía baja en carbono, pueden afectar seriamente a la estabilidad financiera. Ello obligará a desarrollar nuevas herramientas analíticas que integren escenarios climáticos alternativos en las pruebas de estrés de las entidades financieras, así como a integrar dichos riesgos en la estrategia y en la gestión de la actividad crediticia. El sector financiero tiene además la oportunidad de orientar los flujos financieros conforme a criterios de responsabilidad y sostenibilidad, y como sector profundamente imbricado en el tejido económico, tiene la posibilidad de promover los objetivos de la lucha contra el cambio climático. No es solo una cuestión de transparencia, vigilancia de los supervisores o reputación. Es también una fuente de oportunidades ante los ingentes volúmenes de fondos que buscan proporcionar a los inversores seguridad sobre el destino “verde” de su inversión. A tal efecto, es importante intensificar el ritmo de aplicación de las medidas, diseñar un sistema de información transparente y auditado sobre los requisitos de calificación como “verdes” de productos y servicios, y desarrollar políticas públicas ambiciosas con recursos suficientes en forma de inversión pública e incentivos al sector privado.

De la emergencia climática a la emergencia pandémica

El cambio climático es una amenaza existencial. Es, en toda regla, un desafío para la vida y el sustento de la humanidad y para la biodiversidad en el planeta. Es una emergencia frente a la que es urgente reaccionar. La buena nueva es que, como dice Wallace-Wells (2019), “saber que somos los causantes del calentamiento global debería ser motivo de alivio, no causa de desánimo (…). Seguimos teniendo las riendas de la situación”. La mala noticia, sin embargo, es que aún no estamos haciendo lo necesario (IPCC, 2018), como si la naturaleza negociase y pudiésemos esperar.

Afortunadamente, la sensibilización ante la emergencia climática ha alcanzado de lleno a la ciudadanía, a las autoridades y a las empresas. Como pone de manifiesto la encuesta de actitudes globales del Pew Research Center (2020), una media del 70 % de los encuestados en 14 países desarrollados consideran al cambio climático como una grave amenaza, porcentajes que van de un máximo en España, Francia e Italia, con el 83 %, hasta el 59 % en Australia, y por debajo del 62 % de los EE.UU. Desde 2013 a 2020, el porcentaje de severamente concernidos ha aumentado desde 29 puntos en Francia o 19 en España e Italia, hasta los 17 en los EE.UU. o los 13 de Alemania y Canadá. Estas tendencias se reproducen, aún más marcadas, en otras encuestas recientes, como la realizada por GlobeScan (2020) para 27 países en junio de 2020.

Las autoridades globales y nacionales han tratado de responder a esta sensibilización y liderar la acción con iniciativas estratégicas de alineamiento de actuaciones públicas y del mundo corporativo. Así, de forma destacada, en el año 2000 y a propuesta de Kofi Annan, los países miembros de las Naciones Unidas acordaron establecer el UN Global Compact o Pacto Global, con el fin de promover una transformación del sector privado hacia la responsabilidad y la sostenibilidad. Se enunciaron diez principios en los ámbitos medioambiental, sociolaboral, de derechos humanos y de gobernanza, a los que se han sumado hasta el presente 12.354 compañías y 158 países.

A la emergencia climática, en el 2020 se añadió otra perturbación disruptiva, la emergencia pandémica de la COVID-19. Anunciada por los científicos desde hace décadas y por creadores de opinión como Bill Gates repetidamente (Marantz Henig, 2020), ha sorprendido a gobiernos y sistemas sanitarios de todo el mundo sin la preparación adecuada en cuanto a infraestructuras hospitalarias, tratamientos y vacunas. Tras casi un año y medio, varias oleadas de contagios, casi 170 millones de casos y 3,5 millones de muertos, distancia social, confinamientos, desempleo y destrucción de tejido empresarial, ya vemos luz al final del túnel con la autorización de varias vacunas y la mejora en los tratamientos. El impacto sobre nuestras vidas está siendo vasto en todas sus dimensiones, y algunos de sus efectos tardaremos tiempo en apreciarlos. Se trata de uno de esos grandes shocks que provocan cambios profundos y aceleran tendencias sociales, tecnológicas y económicas (Markard y Rosembloom, 2020). ¿Qué puede decirse acerca del efecto de la emergencia pandémica sobre la acción contra el cambio climático?

Pese a que ambos tipos de eventos son muy diferentes en cuanto a la naturaleza del riesgo y a la percepción de ese riesgo, las semejanzas son muchas, y en ellas se están apalancando los intentos de acelerar la acción climática. La pandemia ha sido calificada como la “primera crisis global de sostenibilidad del siglo XXI”: un shock físico, la transmisión global del virus, nos ha hecho como pocas veces conscientes de la fragilidad humana ante cambios en el medio, y ha excitado nuestras sensibilidades hacia la idea de “sostenibilidad” de nuestro entorno físico y natural, de forma que las vidas y el sustento no estén amenazados permanentemente. Por otra parte, ambas emergencias habrían podido beneficiarse de una adecuada planificación de haberse escuchado a la ciencia tiempo atrás. La conciencia de que el retraso en la acción aumenta los costes de hacer frente a la emergencia pandémica y reduce nuestras opciones es directamente aplicable a la emergencia climática. Consecuencia de ese retraso es que para cumplir con la agenda de París habremos de reducir anualmente las emisiones en más del 7 %, y cada año adicional de inacción empeorará las opciones (Watts et al., 2020). Una tercera similitud entre ambas emergencias es la desigualdad de sus efectos, pues su impacto en tasas de fatalidad es significativamente mayor en individuos y países con menores niveles de renta, como enfatizan Banerjee y Duflo (2020, cap. 6). Y, por limitarnos a las similitudes más importantes, ambas crisis se reflejan en externalidades sistémicas y globales, y requieren, por tanto, una respuesta eficiente basada en la cooperación internacional, y no en meras soluciones locales.

Cuando a comienzos de 2020 la pandemia comenzó a hacer estragos sanitarios y económicos, las primeras reacciones de los gobiernos y las empresas llevaron a temer un paso atrás en la acción climática, con rescates a industrias de altas emisiones (CCPI, 2021) y una caída de la contribución de las empresas a la transición energética (FMI, 2020a). Pese a estos indicios preocupantes, con el transcurso de los meses se han ido acumulando datos y argumentos que respaldan el optimismo sobre un salto adelante en la acción contra el cambio climático. La pandemia parece haber puesto el foco de todos los agentes en la oportunidad de utilizar la recuperación como una palanca para evitar una segunda crisis de sostenibilidad en el siglo XXI. Esta nueva sensibilidad se aprecia bien en encuestas como las de Pew Research Center (2020), en las que los ciudadanos ponen a ambas emergencias en pie de igualdad. Las personas han mostrado una enorme capacidad para adaptar sus hábitos —teletrabajo, utilización de canales digitales para el comercio y otras necesidades de la vida diaria, menos uso del transporte en las actividades de ocio, etcétera— en formas menos dañinas para el medio ambiente, y muchas de ellas planean mantenerlos en el futuro (Chinn et al., 2020).

Asimismo, ha aumentado la demanda de cooperación internacional —algo que la CoP de Glasgow de noviembre de 2021 deberá confirmar— y ha disminuido la oposición a las tareas de coordinación y prevención por parte de los gobiernos. Las compañías están reforzando sus estándares de sostenibilidad, de grado o forzadas por las crecientes demandas de información por parte de inversores, clientes y gobiernos. Muchas de estas empresas están revisando a fondo sus cadenas de aprovisionamiento para minimizar el riesgo de disrupción, y esto se plasma en menores costes totales de transporte. Los bajos tipos de interés facilitan las inversiones sostenibles de gobiernos y empresas, y los precios de mercado comienzan a castigar los riesgos climáticos y a premiar las inversiones sostenibles. La apreciación por la ciencia y sus recomendaciones ha crecido, particularmente con la aceleración del despliegue de tratamientos y la puesta a punto de vacunas efectivas. Y los gobiernos de la mayoría de los países han mostrado una gran capacidad de movilizar inmensas sumas de fondos, y han diseñado planes de recuperación con ingredientes verdes variados: incentivos a la movilidad verde, eficiencia energética en edificios o tecnologías de bajas emisiones, revisión de los subsidios y la fiscalidad de los combustibles fósiles, entre otros (CCPI, 2021).

Pero estos cambios de hábitos, actitudes y procesos por si solos no bastan. Que el logro del objetivo de emisiones netas cero en 2050 deje de ser una quimera es una tarea hercúlea, que necesita descansar sobre cinco pilares: 1) coordinación internacional genuina y efectiva; 2) programas de inversión verde, apoyados en subsidios y regulaciones para el sector privado, dirigidos a las energías renovables, infraestructuras de transporte, eficiencia energética en edificios y desarrollo tecnológico, en particular para la captura y el almacenamiento de CO2; 3) precios del CO2 que aumenten progresiva y significativamente, hasta como mínimo triplicarse en 2050 (FMI, 2020b), mediante combinaciones de derechos de emisión, impuestos y reducción de subsidios; 4) programas de compensación a los hogares y trabajadores más vulnerables; y 5) condiciones financieras favorables y, sobre todo, efectivamente sostenibles. A diferencia de lo ocurrido durante la gran crisis de 2008, en la que el sector financiero fue el origen del problema, durante la crisis pandémica está siendo parte de la solución. ¿Será este el caso de la transición energética? A este asunto dedicaré lo que resta de exposición.

Los retos y los riesgos del cambio climático para el sector financiero

En sus orígenes modernos, la economía fue considerada dentro de las ciencias morales. Pero en tiempos recientes, sobre todo a partir de la gran crisis financiera de la década pasada, el término “finanzas éticas” ha devenido en un oxímoron para muchos. Sin entrar en la discusión de los motivos, la idea de hacer del financiero un negocio sostenible, más allá de la simple rentabilidad económica, es más reciente. Mientras la mayoría del sector dedicaba una parte relativamente modesta de sus recursos a la llamada “responsabilidad social corporativa”, pocas entidades entendían su actividad como un negocio responsable en su integridad, en su relación con los clientes, los proveedores, las autoridades, los accionistas, la sociedad y el medioambiente.

Desde comienzos de siglo, coincidiendo con la firma del Global Compact de las Naciones Unidas, se ha ido produciendo un realineamiento de las expectativas acerca del papel de las empresas en la sociedad, movimiento al que los sectores bancario, asegurador y de inversión no han sido ajenos, pues se cuentan entre los firmantes del pacto desde 2020. Con posterioridad, la iniciativa financiera de Naciones Unidas, UNEP FI, una veintena de bancos, aseguradoras y fondos de pensiones globales publicaron en 2011 una declaración de compromiso con los objetivos de desarrollo sostenible. Previamente Naciones Unidas había lanzado en 2006 sus Principles for Responsible Investment (PRI), que comprometen a sus firmantes a incorporar y promover los criterios ESG (environmental, social and governance) en sus decisiones de inversión, así como a obligaciones de rendición de cuentas. Pero no fue hasta 2015 cuando se eliminó uno de los principales obstáculos, o excusas, a la adopción generalizada de objetivos de sostenibilidad, con la publicación del informe sobre Responsabilidad fiduciaria en el siglo XXI, respaldado por el UN Global Compact, la red Principles for Responsible Investment y UNEP FI. Concluía este informe: “Abstenerse de considerar todos los determinantes de valor a largo plazo, incluidos los temas ESG, es un fracaso del deber fiduciario” (PRI, 2015). Las reservas de consultores, abogados y responsables de control quedaban barridas de un plumazo. A partir de entonces, la lista de bancos firmantes de los compromisos de alineamiento de los Principles for Responsible Banking de UNEP FI1 ha superado los 200, que representan activos de unos 53 billones de dólares, el 40 % de la banca global, y el número de gestores de activos firmantes de los Principles for Responsible Investment ya alcanza más de 3.000, con activos bajo gestión de 103 billones de dólares.

Para alinear todas estas iniciativas, así como para facilitar que el mercado determine precios y asigne capital de acuerdo con el riesgo climático, y evitar la “fanfarria verde” también conocida como greenwashing o ecoblanqueo, son necesarias dos cosas al menos. Primera, una taxonomía de actividades más o menos conectadas con metas ambientales. Y segunda, transparencia de las métricas y objetivos de las compañías en este ámbito. Para gestionar hay que medir y hacerlo bien. Todos los esfuerzos para mejorar la medición de exposiciones y la transparencia tienen pleno sentido en el marco de la redefinición del propósito de las entidades financieras, que debería liberarlas de la obsesión por los resultados de corto plazo (Henderson, 2020)2.

En el frente de la taxonomía, no existe hoy un estándar globalmente aceptado, pero la convergencia de diferentes taxonomías está avanzando deprisa después de que la Unión Europea, líder global en acción y finanzas climáticas, haya aprobado en junio de 2020 su clasificación homogénea y comparable de los riesgos y actividades desde el punto de vista climático (EU Commission, 2020). Y en cuanto a la transparencia o disclosure, el Financial Stability Board creó en 2015 un grupo de trabajo permanente, presidido por Michael Bloomberg, la Task Force on Climate-Related Financial Disclosures (TCFD). Su mandato era desarrollar estándares consistentes y voluntarios para la publicación de riesgos vinculados al clima para ser usados por compañías, bancos e inversores al ofrecer información a los accionistas y otros grupos de interés. Actualmente, casi 1.500 compañías han firmado este compromiso, la mitad de las cuales son instituciones financieras, un 60 % de las de relevancia (Ernst & Young, UNEP FI e Institute of International Finance, 2020). El carácter planetario del cambio climático y la importancia de los negocios globales de las grandes compañías llamadas a involucrarse en su mitigación harían deseable un pronto compromiso del G20, las instituciones contables mundiales y la red de bancos centrales, a fin de acelerar la convergencia de las taxonomías y los estándares de publicación de información (Portilla, Gibss y Rismanchi, 2020).

En el sector financiero, intensamente regulado tradicionalmente, la posición de los reguladores y supervisores en una cierta materia, sean la transformación digital o la sostenibilidad, es siempre esencial. Y no es injusto afirmar que en este terreno han sido morosos. En 2015, Mark Carney, entonces gobernador del Banco de Inglaterra, vino en llamar la “tragedia del horizonte” a la falta de incentivos a la acción cuando los riesgos climáticos parecen lejanos y fuera del mandato de la autoridad. Dice gráficamente: “No necesitamos un ejército de actuarios para decirnos que los impactos catastróficos del cambio climático serán sentidos más allá de los horizontes tradicionales de la mayoría de los actores, imponiendo un coste a las futuras generaciones que la generación actual carece de incentivos directos a afrontar” (Carney, 2015). El horizonte de la política monetaria alcanza los 2 o 3 años; el ciclo político electoral se suele situar entre los 4 y los 5 años; el ciclo medio de los negocios que define el horizonte de la política fiscal podría abarcar de 6 a 8 años; y los ciclos macrofinancieros que concentran la atención de las autoridades responsables de la estabilidad financiera, unos 10 años. Y puesto que los riesgos son una función de las emisiones acumuladas, una vez que los riesgos se hagan evidentes dentro del horizonte de decisión, sería ya demasiado tarde.

El discurso mencionado de Mark Carney, hoy representante especial del Secretario General de las Naciones Unidas para la Acción Climática y las Finanzas, marca un antes y un después en la actitud de las autoridades financieras, víctimas de la “tragedia del horizonte” que él mismo señalase. Conscientes de la necesidad de contribuir, dentro de su mandato, a metas climáticas, en 2017 se crea la Red de Bancos Centrales y Supervisores para Reverdecer el Sistema Financiero (NGFS). Esta coalición tiene dos objetivos principales: contribuir al desarrollo de un marco analítico para la gestión de los riesgos del cambio climático y del medioambiente; y, contribuir a la transición hacia una economía sostenible según los objetivos del Acuerdo de París. Está compuesta por 183 miembros y 13 observadores. Entre los primeros, cabe destacar al Banco Central Europeo, a la Autoridad Bancaria Europea, al Banco de España, y, desde diciembre de 2020, la Reserva Federal de los EE.UU. De los segundos, hay que mencionar al Banco Internacional de Pagos y al Banco Mundial3.

La reticencia de los bancos centrales a liderar la sostenibilidad en el ámbito financiero se debe a varias razones. Por una parte, el liderazgo en la política contra el cambio climático —precio del carbón, inversiones verdes, etcétera— corresponde a los gobiernos. Por otra, la relación de los eventos climáticos con su mandato de estabilidad de precios es compleja y poco predecible (Bolton et al., 2020: 49). Al mismo tiempo, sin embargo, se han ido persuadiendo de que tienen la capacidad de contribuir a las políticas del gobierno, tanto acompañando y promoviendo sus iniciativas contra el cambio climático, como introduciendo la sostenibilidad en la gestión de sus operaciones. Así, recientemente el BCE ha revelado que está incorporando criterios de responsabilidad ambiental en su cartera de fondos propios (Schnabel, 2020), y Christine Lagarde ha anunciado que desde enero 2021 el BCE ha abandonado su tradicional posición de neutralidad frente al mercado para modular sus compras de bonos y su política de colateral considerando indicadores de sostenibilidad (Lagarde, 2021).

A mayor abundamiento, desde hace años los bancos centrales tienen una responsabilidad relevante en el mantenimiento y la promoción de la estabilidad financiera, y muchos de ellos son también autoridades prudenciales. Sus mandatos incluyen la vigilancia y la mitigación de riesgos macro y microprudenciales. Y en este ámbito, su responsabilidad es inexcusable. El discurso de Carney de 2015 ofrecía una clasificación de riesgos climáticos de relevancia financiera que, a grandes rasgos, ha sido adoptada por las autoridades supervisoras (Bolton et al., 2020: 17-46).

Los riesgos asociados al cambio climático con potencial de causar costes económicos y pérdidas financieras se clasifican en dos grandes categorías: los riesgos físicos, que surgen a consecuencia de eventos climáticos y geológicos y de cambios en el equilibrio de los ecosistemas, y los riesgos de transición, que son aquellos vinculados con la transición a una economía baja en carbono. Los riesgos físicos pueden ser de tipo gradual (así, la subida del nivel del mar o la desertificación) o manifestarse de forma abrupta (como tormentas o sequías), y en cualquier caso conllevan un daño físico a los activos de las empresas, disrupciones en la cadena de suministro o aumentos de los gastos necesarios para afrontarlos.

Recientemente el BCE ha revelado que está incorporando criterios de responsabilidad ambiental en su cartera de fondos propios y Christine Lagarde ha anunciado que desde enero 2021 el BCE ha abandonado su tradicional posición de neutralidad frente al mercado para modular sus compras de bonos y su política de colateral considerando indicadores de sostenibilidad.

Los impactos físicos no son solo riesgos para el futuro, sino que su mera expectativa ya afecta a la economía y al sistema financiero en el presente. Sirva como ejemplo de riesgo físico el caso de la compañía PG&E, principal proveedor eléctrico del estado de California, considerado por muchos como el primer caso de quiebra directamente originada por los efectos del cambio climático. Tras los devastadores fuegos que asolaron California en otoño de 2018, la eléctrica tuvo que declararse oficialmente en bancarrota, como consecuencia de los daños sufridos en su infraestructura y de las obligaciones millonarias por el papel desempeñado por su sistema eléctrico como causante de los incendios. Según el consenso general, las condiciones de sequía y calor extremos fueron determinantes en el origen, la expansión y gravedad de los fuegos. Otra ilustración la ofrecen las pérdidas de la industria aseguradora mundial, que en 2020 ha afrontado el quinto peor año en los últimos cincuenta a causa de las catástrofes naturales (esencialmente tormentas, huracanes, tornados e incendios). Los 82 mil millones de pérdidas aseguradas representan solo el 40 % de los casi 210 mil millones de pérdidas totales estimadas a nivel global (Swiss Re Institute, 2021). En los años venideros es muy probable que estos riesgos físicos traigan consigo eventos perturbadores de segunda ronda, como migraciones masivas, inestabilidad política y conflictos, todo lo cual se añadiría de a los costes del cambio climático.

¿Cómo se transmiten estos riesgos a la economía y a la estabilidad financiera? Como se ha indicado, una parte importante de las pérdidas causadas por eventos climáticos está asegurada. Su impacto afecta a las compañías de seguros directamente, a través de indemnizaciones más altas, y a sus clientes indirectamente, a través de primas más elevadas. Si las pérdidas no están aseguradas, la carga recae sobre los hogares, las empresas y, en última instancia, sobre los presupuestos de los gobiernos. Una reducción en la capacidad de pago de la deuda de los prestatarios o una caída en el valor de las garantías pueden aumentar los riesgos crediticios para los bancos, los fondos de inversión y otros prestamistas. Y todo ello se reflejaría en los mercados financieros, afectando a los inversores y a los propietarios de los activos, y con ello a la economía en su conjunto, pues quedaría dañada la capacidad de financiación cuando resulta más necesaria.

Respecto de los riesgos de transición, estos se asocian a los efectos inciertos de una descarbonización rápida, incluyendo los cambios en las políticas medioambientales, los impactos reputacionales, las innovaciones tecnológicas y los cambios en las preferencias de los mercados y en las normas sociales. Estas políticas podrían afectar severamente a las empresas, bien porque impacten a sus ventas y sus costes operativos o de inversión, o bien porque afecten al valor de los activos en los que han invertido. Los riesgos de transición son particularmente importantes para las compañías cuyas actividades conllevan un gran uso de recursos y altas emisiones de gases de efecto invernadero (GEI) en sus cadenas de valor. Particularmente serio es el problema de los activos bloqueados o varados, es decir, aquellos a los que una transición rápida dejaría sin valor. De acuerdo con estimaciones solventes, el objetivo de limitar el aumento de temperaturas a 1,5ºC exige dejar de extraer el 84 % de las reservas conocidas de petróleo, carbón y gas, lo que supone una pérdida de valor de casi 900 mil millones de dólares a las 13 mayores compañías petroleras del mundo, lo que representa casi un 40 % de su valor actual (Lex in Depth, 2020). Teniendo en cuenta la situación de emergencia climática, que viene a acelerar los cambios regulatorios, tecnológicos y de actitudes respecto de los GEI, estos costes afectarán a todos los sectores —en especial, a los consumidores más intensos de combustibles fósiles, como la aviación y la producción de cemento o acero—, con pérdidas estimadas que podrían alcanzar los 18 billones de dólares (IRENA, 2017).

Bancos centrales y supervisores deben afrontar dos tareas con cierta urgencia. La primera es desarrollar nuevas herramientas analíticas para integrar escenarios climáticos alternativos en las pruebas de estrés a las que las entidades se deben someter. Y la segunda, asegurar que las entidades entienden los riesgos climáticos y los integran adecuadamente en la estrategia, los objetivos, los marcos de gestión del riesgo, la actividad crediticia y la continuidad de negocio.

A fin de evitar que estos riesgos puedan afectar seriamente a la viabilidad de las entidades financieras y a la estabilidad del sistema en su conjunto, las obligaciones de transparencia en las exposiciones y la aplicación de una buena taxonomía de actividades según su impacto o su riesgo climático son imprescindibles, pero insuficientes. Bancos centrales y supervisores deben afrontar dos tareas con cierta urgencia. La primera es desarrollar nuevas herramientas analíticas para integrar escenarios climáticos alternativos en las pruebas de estrés a las que las entidades se deben someter. Se trata, nada menos, que de incorporar a la complejidad de las pruebas de resistencia tradicionales dos elementos de incertidumbre: los eventos climáticos y su impacto en los balances y el negocio financiero, y el ritmo de respuesta —rápida, lenta o ausente— de las autoridades al cambio climático4. Y la segunda tarea, estrechamente relacionada con la anterior, es asegurar que las entidades entienden los riesgos climáticos y los integran adecuadamente en la estrategia, los objetivos, los marcos de gestión del riesgo, la actividad crediticia y la continuidad de negocio. Asimismo, los supervisores deben vigilar que los riesgos se reporten internamente de manera que puedan ser gestionados, especialmente de cara a las pruebas de resistencia y la gestión de la liquidez, y posteriormente las exposiciones puedan ser publicadas bajo el Pilar 3 de la supervisión.

Estas expectativas de las autoridades, que el BCE ha publicado en detalle en noviembre de 2020 (European Central Bank-Banking Supervision, 2020), condicionarán el diálogo supervisor bajo el Pilar 2. Respecto de los requerimientos de capital bajo el Pilar 1, se desarrolla hoy una intensa discusión sobre si debieran de introducirse cargas de capital adicionales por las exposiciones “marrones” o rebajas de capital por las “verdes”. Los supervisores tienen natural tendencia a penalizar lo “marrón”, pero dudas sobre la lógica y la efectividad de incentivar lo “verde”. Dado que rebajar el capital exigido merma la capacidad de resistencia de una entidad, debe contarse con evidencia sólida de que las inversiones verdes reducen significativamente la probabilidad de impago. Aunque esta evidencia se está empezando a acumular, por ejemplo, en el caso de las hipotecas verdes (Billio et al., 2020), es necesario contrastarla. La Comisión Europea, ligeramente favorable a la incentivación verde a través de la reducción de las cargas de capital, ha solicitado de la Autoridad Bancaria Europea que informe al respecto. Los nuevos elementos del marco regulatorio están en plena discusión en estos momentos.

Las oportunidades para las finanzas sostenibles, con especial referencia a Europa

Afrontar con éxito la emergencia climática requiere del alineamiento de muchos factores. El primero, un cambio radical de actitudes y hábitos respecto del clima, sin el cual la batalla está perdida. Segundo, el protagonismo de las autoridades, que deben gestionar significativos aumentos de los precios del CO2 —hay que recordar aquí a los “chalecos amarillos” y otros movimientos de protesta similares al otro lado del Atlántico— y medidas de transición, así como regulaciones de todo tipo y programas de inversión pública verde. En tercer lugar, tenemos el mundo empresarial, especialmente en los sectores que más generan o consumen GEI. Sin un cambio de valores, conductas y procesos, así como cuantiosas inversiones en activos y tecnologías sostenibles, la superación de la emergencia es imposible. Y, por último, es imprescindible que el mundo de las finanzas esté a la altura del reto de la sostenibilidad. Con unos activos totales que multiplican por cuatro los 15 billones que ha alcanzado el PIB de la Unión Europea —30 billones la banca, 18 los fondos de inversión, 9 el sector de seguros y 3 los fondos de pensiones—, cabe exigir una respuesta diligente de las instituciones financieras al servicio de la sostenibilidad.

Es difícil de exagerar lo que el sector financiero puede hacer para catalizar el cambio. Primero, en su función principal como financiador de la economía, tiene la oportunidad de orientar los flujos financieros conforme a criterios de responsabilidad y sostenibilidad, teniendo en cuenta en su gestión integral los riesgos climáticos. Segundo, como sector profundamente imbricado en el tejido económico, tiene la posibilidad de promover con los grupos de interés con los que se relaciona —clientes, proveedores, competidores, empleados, etcétera— los objetivos de la lucha contra el cambio climático, e incluso ofrecerles orientación acerca de cómo contribuir a los mismos. Y, por último, puede gestionar su propia huella medioambiental, mucho menor que la de otros sectores industriales y de servicios, pero que en todo caso requiere ejemplaridad y vigilancia.

Para calibrar el orden de magnitud de la necesidad de inversión y financiación privadas en Europa, veamos algunas cifras. De acuerdo con las estimaciones de la Comisión Europea (2019) en el documento del Pacto Verde, la necesidad de inversión adicional en la década 2021-2030 asciende a 260 miles de millones de euros, cifra que Bruegel eleva a 300 miles de millones para tener en cuenta la mayor ambición de los objetivos de reducción de las emisiones en un 55 %, esto es, un total de 3 billones en la próxima década (Claeys, Tagliapetra y Bruegel, 2020). El Plan de Inversiones del Pacto Verde (Comisión Europea, 2020) prevé la movilización de algo más de 1 billón de euros hasta 2030, a los que habría que sumar fondos equivalentes al 30 % de los 750 mil millones del paquete Next Generation EU, dedicados a metas climáticas. En total, cerca de 1,4 billones. De éstos, sin embargo, solo aproximadamente la mitad son fondos presupuestarios de la UE El resto proviene de cofinanciaciones aportadas por los países, del Banco Europeo de Inversiones y de fondos privados canalizados tanto por el BEI como a través de los mecanismos de apalancamiento del programa InvestEU. En suma, más del 75 % de las necesidades de inversión adicional hasta 2030 deberá tener origen en financiación privada.

A mayor abundamiento, la inversión adicional es solo una pequeña parte de las inversiones totales que se habrán de producir. De acuerdo con estimaciones de McKinsey (D’Aprile et al., 2020), en las tres décadas que van hasta 2050 Europa, además de las inversiones adicionales —que la consultora estima en unos 5 billones— habrá de reorientar 23 billones de euros de inversión a proyectos limpios que de otra forma se materializarían en tecnologías intensivas en carbón, esto es, unos 800 mil millones de euros anuales, que en un 80 por 100 corresponderán a inversión privada. Entre la inversión así redirigida y la adicional, la medida de la oportunidad para las finanzas sostenibles son los más de 20 billones que habrá que dedicar a financiar inversiones en renovación del transporte (más de un 40 % del total), de los edificios (30 %), las infraestructuras (15 %), la generación de energía (10 %), la agricultura y la industria. Unas inversiones que —se estima— eliminarán 6 millones de empleos, pero crearán 11 millones, con el apoyo de los fondos del Mecanismo de Transición Justa.

Bien por genuina convicción, o bien haciendo de la necesidad virtud, las finanzas tienen ante sí la oportunidad de ponerse al servicio de la sostenibilidad. Más allá de los compromisos asociados a la firma de los Principios de Inversión Responsable, así como los correspondientes a cada sector de la industria financiera —en particular, los que atañen a la banca responsable, los seguros y los fondos de pensiones sostenibles—, en Europa tenemos los mandatos y acciones del Action Plan on Sustainable Finance de la Comisión Europea (2018, 2020) (taxonomía, estándares para bonos y otra financiación verde, obligaciones de transparencia, etcétera) y unos criterios de supervisión de las entidades financieras y de los mercados cada vez más exigentes e intrusivos. A todo ello se añade una demanda creciente por parte de gestoras de patrimonios y de los principales fondos de inversión del mundo.

El papel de estos fondos en la aceleración de la convergencia hacia unas finanzas sostenibles es de especial relevancia. El ejemplo más notorio de esta realidad lo ofrece Larry Fink, fundador y consejero delegado de BlackRock, la mayor gestora de fondos a nivel mundial, con unos 9 billones de dólares en activos bajo gestión, y principal accionista de la banca española (5,8 % de BBVA, 5,4 % de Santander, 3,2 de Caixabank, 3,7 % de Bankinter, o 3,3 % de Sabadell), y con participaciones por encima del 3 % en la mayoría de las compañías del Ibex. Fink ha señalado al cambio climático como eje central de la estrategia de inversión de la entidad, razón por la que ha anunciado que dejará de invertir en proyectos o empresas que presenten bajos estándares de sostenibilidad. De la misma forma, se ha comprometido a votar en contra de las propuestas de los consejos de empresas que no avancen en la implementación de prácticas para luchar contra el cambio climático y en la divulgación de información sobre la sostenibilidad de su gobernanza y su gestión (Fink, 2021). En 2020 BlackRock se integró en la plataforma de fondos por la sostenibilidad Climate Action 100+ (2021), una iniciativa de casi 550 inversores con 52 billones de activos bajo gestión, lo que representa más del 60 % del PIB mundial. Respaldada por el Enviado Especial para el Clima de Naciones Unidas, Mark Carney, esta plataforma elabora y publica 65 indicadores relativos a 160 grandes compañías de sectores muy contaminantes, a fin de monitorizar el progreso o su ausencia, y condicionar así las recomendaciones de inversión y de voto en juntas de accionistas. Y en este mismo sentido, el número de fondos sostenibles aumenta anualmente a tasas de dos dígitos, los índices de sostenibilidad de las compañías (BBVA, 2019) se han convertido en una guía para los inversores y los volúmenes gestionados no dejan de crecer, especialmente en Europa, con un aumento de más del 50 % en las emisiones de bonos verdes entre 2018 y 2020, hasta unos 120 mil millones de euros (Belloni et al., 2020).

No solo son las taxonomías, las obligaciones de transparencia, la vigilancia de los supervisores, o la reputación que puede perderse. Son los ingentes volúmenes de fondos, que crecen cada año, y que buscan proporcionar a los inversores, pequeños y grandes, seguridad sobre el destino verde de su inversión. La emergencia climática no es solo origen de riesgos y demandas de responsabilidad social. Es también fuente de oportunidades.

Tras algunos años de publicidad casi libre de actividades o productos supuestamente verdes, se ha ido conformando entre algunos observadores una cierta actitud de escepticismo, que hay que celebrar, pues fuerza a la transparencia y la verificación —hoy disciplinados por las taxonomías de actividades—, además de demandar evidencias de impacto y promover la innovación. Es cierto que la publicidad verde sin fundamento se está haciendo cada vez más costosa. Incluso BlackRock y Mark Carney han sido duramente criticados en los medios activistas, que han identificado incoherencias o inexactitudes en sus afirmaciones, propuestas o actuaciones (Reclaim Finance, 2021 y Financial Times, 2021). Tampoco han escapado a críticas los miembros del Consejo de Gobierno del BCE, cuyas inversiones personales han sido cuestionadas desde criterios de sostenibilidad (Bloomberg News, 2021). El escrutinio en estas materias no hará sino crecer.

No solo son las taxonomías, las obligaciones de transparencia, la vigilancia de los supervisores, o la reputación que puede perderse ante la clientela o las asociaciones de la industria comprometidas con la sostenibilidad. Son los ingentes volúmenes de fondos, que crecen cada año, y que buscan proporcionar a los inversores, pequeños y grandes, seguridad sobre el destino verde de su inversión. La emergencia climática no es solo origen de riesgos y demandas de responsabilidad social. Es también fuente de oportunidades.

Estas son las buenas noticias. Pero hay tres observaciones relevantes que dibujan un panorama menos optimista. La primera tiene que ver con el ritmo. Si empezamos tarde, hemos de avanzar mucho más deprisa. El progreso es apreciable, pero no lo suficientemente rápido. Por una parte, la sensibilización de las empresas europeas todavía no es suficiente: solo el 45 % invierte en medidas relacionadas con el clima (European Investment Bank, 2021). Por otra, con todo su dinamismo, las emisiones de bonos verdes son todavía poco más del 4 % del total. Representan apenas el 40 % de la inversión verde adicional necesaria para cumplir con los objetivos en 2030, y una porción aún inferior si se tiene en cuenta la inversión total. En alguna medida esto se debe a que los mercados todavía no internalizan suficientemente las externalidades negativas de las energías sucias. Así, aunque ciertos índices de bolsa que reflejan carteras verdes se han comportado mejor que el promedio durante la pandemia (FMI, 2020a y Bolton y Kacperczyk, 2020), este no es todavía el caso de los bonos verdes, que todavía presentan con frecuencia diferenciales positivos frente a bonos convencionales, en vez de negativos, en parte debido a una menor liquidez, así como a la pobreza de los ratings medioambientales, que se basan aún en datos poco granulares y estandarizados (Schnabel, 2020). Avanzar demasiado despacio aumenta los riesgos de transición, pues en algún momento un progreso escaso forzaría a las autoridades a aumentar de forma súbita y significativa los precios del carbón, con efectos muy severos sobre el crédito, la solvencia y el PIB que el BCE ha estudiado con detalle (ESRB, 2020).

La segunda observación se relaciona con la fungibilidad y otras posibles debilidades de la financiación verde5. Todavía no hay evidencia consistente de que los bonos verdes se hayan traducido en emisiones significativamente menores a nivel de compañía, y en los casos de las empresas productoras y distribuidoras de energía las mayores emisoras se comportan peor que las que no usan bonos verdes, según estudios del BIS para una muestra de más de 5000 empresas de 42 países (Ehlers, Mojon y Packer, 2020). Una posible causa es que la financiación es fungible: un bono verde puede estar financiando un proyecto que se hubiera realizado de todas formas, e incluso cabe que no se vea acompañado de mejoras ambientales si la compañía acomete simultáneamente otras inversiones marrones (Loomis & Sayles, 2020). En la actualidad en Europa está en fase avanzada la discusión sobre los requisitos para etiquetar como verdes —el llamado ecolabel— a depósitos a plazo y de ahorro, así como fondos y derivados, y también establecer principios de bonos y préstamos verdes basados en la taxonomía, el uso de los fondos y el escrutinio por terceros independientes (KPMG, 2020). Una crítica común al diseño de estos productos es que, aparte de no condicionarse claramente a planes de eliminación de actividades marrones, no queda asegurado que las compañías beneficiarias contribuyan a la reducción de emisiones (Reclaim Finance, 2020). Así, mientras rigen los Green Bond Standards de la asociación ICMA para bonos y los Green Loan Principles de LMA (Lee, 2020), la información que proporcionan el marchamo verde de los productos financieros y los correspondientes ratings no ofrecen al inversor garantía de compromiso con el objetivo de reducción de emisiones. Solo un marco general de alineamiento con este objetivo, transparente y auditado, y un rating a nivel de compañía6, y no solo de productos o proyectos singulares, ofrecerían la información complementaria necesaria.

La tercera observación subraya la insoslayable necesidad de intervención pública, pues sin ella el mejor escenario de las finanzas sostenibles sería incapaz de financiar las inversiones necesarias para unas emisiones netas cero en 2050. La cuestión es simple: la mitad de los proyectos de inversión necesarios, de acuerdo con las estimaciones de McKinsey (D’Aprile et al., 2020), carecen de viabilidad económico-financiera, es decir, no generan los retornos privados que compensen la inversión. Es el caso de la inmensa mayoría de inversiones en eficiencia energética de edificios, dos tercios de las inversiones en transporte y más de la mitad de las inversiones en generación y distribución de energía. El problema es más agudo en la década de 2020 a 2030, en la que los precios de las energías alternativas todavía no habrán descendido como probablemente lo hagan más adelante. Y esto apunta a una primera intervención: mientras los precios del carbón sean inferiores a 50 euros por tonelada de CO2 en el mercado, que es el precio alcanzado a principios de mayo de 2021, no compensará hacer muchas inversiones en energías limpias. Se estima que, con precios superiores a 50 euros, el 75 % de las inversiones sería viable, y con un precio de 100 euros lo sería el 85 %.

En la actualidad está en fase avanzada en Europa la discusión sobre los requisitos para etiquetar como verdes —el llamado ecolabel— a depósitos a plazo y de ahorro, así como fondos y derivados, y también establecer principios de bonos y préstamos verdes basados en la taxonomía, el uso de los fondos y el escrutinio por terceros independientes.

Pero los precios del carbón no resolverían todos los problemas, puesto que hay inversiones que carecen de una corriente de ingresos previsible, o que son demasiado inciertos para el desembolso inicial. Las inversiones en la red eléctrica o en sistemas de captura y almacenamiento de CO2 son dos ejemplos. En estos casos la inversión pública directa puede ser la solución. En otros, serán necesarios esquemas de participación público-privada, garantías de primeras pérdidas, préstamos concesionales o préstamos con garantías, o subsidios en algunos casos, como puede ser el de las hipotecas verdes. Por abundantes que sean los fondos privados disponibles para hacer frente a la emergencia climática, sin una combinación de medidas sobre precios del carbón, inversión pública verde e incentivos al sector privado, la pretensión de alcanzar los objetivos de la Agenda 2030 y Net-Zero EU en 2050 se antojan pura fantasía.

A modo de coda

Abría este trabajo afirmando que el cambio climático es una amenaza existencial. Los hechos y la evidencia más recientes no hacen sino confirmarlo. Impedir que las temperaturas aumenten por encima de 1,5ºC requiere una reducción anual de emisiones de CO2 del 7,6 % durante los próximos 30 años, una cifra similar a la que hemos visto solamente durante la pandemia y en el último año de la Segunda Guerra Mundial. Según Naciones Unidas (UNEP, 2019), de haberse empezado a hacerlo en 2010, las reducciones necesarias hubieran sido solo del 3,3 %. ¿Es posible afrontar el reto en el tiempo que nos queda? Según Pinker (2018), podemos ser “(…) condicionalmente optimistas. Tenemos ciertas formas factibles de prevenir los daños y disponemos de los medios para descubrir más”.

Que la afirmación de este eminente defensor de la Ilustración no se quede en una proclama panglossiana depende todavía de nosotros. De que decidamos colectivamente poner freno, en lugar de ser espectadores pasivos, a esta colisión a cámara lenta entre el hombre y la naturaleza. Es imprescindible actuar de forma inmediata como una emergencia exige. La pandemia ha demostrado nuestra enorme capacidad de adaptar hábitos y procesos, de movilizar enormes sumas de dinero y de acelerar la innovación ante una crisis de sostenibilidad. Y en nuestro caso, la acción frente a la emergencia climática demanda: una coordinación internacional decidida; unos agresivos programas de inversión verde, apoyados en subsidios y regulaciones para el sector privado, dirigidos a las energías renovables, infraestructuras de transporte, eficiencia energética en edificios y desarrollo tecnológico, en particular para la captura y el almacenamiento de CO2; unos precios del CO2 que aumenten progresiva y significativamente, mediante combinaciones de derechos de emisión, impuestos y reducción de subsidios; unos programas de compensación a los hogares y trabajadores más vulnerables; y unas condiciones financieras favorables y, sobre todo, efectivamente sostenibles. Porque la naturaleza, ni negocia, ni espera.

Referencias


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Notas

* Catedrático de Economía Pública (UCM). Profesor extraordinario (IESE Business School). Miembro de Número, Real Academia de Ciencias Morales y Políticas.

1 Principles for Responsible Banking website: https://www.unepfi.org/banking/bankingprinciples/.

2 Es interesante en este terreno las iniciativas de la Harvard Business School sobre la elaboración de Impact-weighted accounts (https://www.hbs.edu/impact-weighted-accounts/Pages/default.aspx), así como la consulta pública de la fundación IFRS sobre el desarrollo de estándares globales de sostenibilidad para completar el reporte financiero (https://www.ifrs.org/news-and-events/2020/09/ifrs-foundation-trustees-consult-on-global-approach-to-sustainability-reporting/).

3 NGFS website: https://www.ngfs.net/en/about-us/governance/origin-and-purpose

4 Véase, por ejemplo, Enría (2020) y Bank of England (2019).

5 Sobre la fungibilidad y otras debilidades actuales de la financiación verde, véase Terceiro (2019).

6 Existe evidencia de que las mejoras en la transparencia según estándares TCFD repercuten positivamente en las valoraciones bursátiles de compañías industriales europeas. Véase European Investment Bank (2021: p. 218).

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