Explicar la “crisis de salud mental”: perspectivas sociológicas

Explicar la "crisis de salud mental": perspectivas sociológicas

Fecha: diciembre 2023

Baptiste Brossard* y Amy Chandler**

Salud mental, crisis, explicaciones sociológicas, España

Panorama Social, N.º 38 (diciembre 2023)

Recientemente, el Norte Global ha experimentado una alarmante “crisis de salud mental”. Las ciencias sociales ofrecen perspectivas clave sobre los procesos subyacentes a esta crisis, tanto analizando su naturaleza como evaluando críticamente su narrativa. Este artículo examina las explicaciones sociológicas de esta crisis, considerándola como: a) una crisis de desigualdades e identidades; b) una crisis en la producción social y gestión del estrés; c) una crisis en la proliferación de etiquetas de enfermedades mentales; y d) una crisis cultural.

1. introducción

En los últimos años, las poblaciones de todo el Norte Global (Europa, Norteamérica, Australia, Nueva Zelanda) han registrado estadísticas alarmantes sobre la salud mental y el bienestar de sus conciudadanos. Con distintos niveles de rigor metodológico, se han realizado y difundido numerosos estudios que muestran el aumento del estrés psicológico y la ansiedad en varias sociedades occidentales.

No sorprende leer, por ejemplo, que “una de cada cinco personas en España sufre un trastorno mental, desde depresión a ansiedad, pasando por esquizofrenia o enfermedad bipolar”; que “el 6,7 por ciento de la población española padece actualmente ansiedad, el mismo porcentaje de personas afectadas por depresión”; que los españoles son “los mayores consumidores de ansiolíticos del mundo y los mayores consumidores de medicación psiquiátrica o psicotrópica de la Unión Europea” (The Local, 2022); que en España hay 2,5 millones de consumidores diarios de ansiolíticos e hipnóticos; que “más del 50 por ciento de los estudiantes buscaron ayuda profesional y consultaron a un psicólogo por sus problemas de salud mental” en los últimos cuatro meses (Erudera News, 2023). Incluso el presidente del Gobierno Pedro Sánchez tuiteó en 2021 que “el 10,8 por ciento de los españoles ha consumido tranquilizantes, relajantes o somníferos” (The Local, 2022).

¿Qué significa todo esto? “Crisis de salud mental” es una expresión comúnmente utilizada para describir el aumento de la prevalencia de la mayoría de los trastornos mentales, ya sea en países concretos o en el mundo. Significa que un gran número de personas declaran tener problemas emocionales y de comportamiento, que se mide su sufrimiento (mediante estudios o estadísticas oficiales) y que se despliega una vasta red de instituciones y servicios para controlar y tratar estos problemas. La narrativa de la “crisis de salud mental” también se convierte en una forma popular de enmarcar el malestar psicológico y las emociones en las culturas, como ilustran algunos títulos alarmistas publicados por los medios de comunicación en los últimos meses, entre ellos: “Pandemia de salud mental juvenil sin precedentes” (AP, 2023), “El malestar emocional ha aumentado en todo el mundo en la última década” (Mediavilla, 2023) o “La otra pandemia mortal” (Naim, 2023).

¿Qué nos dicen exactamente estas dramáticas historias y cifras sobre el mundo social? En 2011, la experta en teoría cultural Lauren Berlant (2011: 101) llamó la atención sobre cómo la adopción de la denominación “crisis” puede servir para hacer que un “problema” parezca reciente, nuevo y agudo, en lugar de un fenómeno con una larga historia y, por tanto, con raíces más profundas. Este razonamiento evoca preocupaciones similares a las planteadas en relación con el uso de la etiqueta “crisis” para referirse al suicidio masculino. Jordan y Chandler (2019) han discutido cómo esa denominación sirve para caracterizar las altas tasas de suicidio de los hombres (en comparación con las de las mujeres) como novedosas y “urgentes”. Estos autores señalan asimismo que, en este contexto, la palabra “crisis” se utiliza para sugerir que la “crisis” de masculinidad y de roles de género impulsa el suicidio masculino. Sin embargo, este enfoque no tiene en cuenta los procesos que históricamente han amenazado a la masculinidad (Macinnes, 1998; ­Connell, 2003). En este sentido, las ciencias sociales críticas y la teoría cultural ayudan a cuestionar la utilización del término “crisis” y sus implicaciones. Berlant (2011) sugiere la existencia de una tendencia a utilizar la etiqueta de “crisis” en situaciones que quizá no sean tan urgentes o recientes como la palabra sugiere.

En este artículo partimos de estas objeciones para reflexionar tanto sobre las causas como sobre los efectos de lo que se califica como una “crisis de salud mental”, “índices de angustia sin precedentes”, una “pandemia mortal” (en referencia al suicidio); o, de forma general, una “crisis” difusa.

Uno de los principales actores institucionales implicados en la construcción pública de la narrativa de la “crisis” –y sin duda uno de los más poderosos– es la Organización Mundial de la Salud (OMS). Desde la década de 1980, la OMS ha desplegado cientos de programas psicológicos en todo el mundo para abordar los problemas de salud mental en diversas poblaciones; estas iniciativas se justifican grandilocuentemente por la constatación de una “crisis”. En su Informe sobre la Salud Mental en el Mundo de 2022, la OMS menciona la palabra “crisis” en 56 ocasiones (WHO, 2022). En algunos casos, “crisis” se presenta en relación con una historia individual de enfermedad mental, como en el relato personal de los problemas psicológicos de Lion Gai Meir (2022: 24). El informe también hace referencia frecuente a los “servicios de crisis” o a la “respuesta a las crisis” en la atención a la salud mental. Por otra parte, el texto describe una serie de crisis mundiales que han afectado a la prevalencia de enfermedades mentales: desde crisis climáticas a crisis económicas. En una sección se afirma la necesidad de “una transformación de la salud mental”, como respuesta necesaria a “una crisis creciente”. La existencia de esta “crisis” se pone de relieve subrayando la alta prevalencia de enfermedades y trastornos mentales (una de cada ocho personas en todo el mundo), los “enormes” costes económicos que trae consigo la enfermedad y la brecha en los tratamientos, lo que significa que a muchos de los que sufren enfermedades mentales no se les ofrecen servicios “eficaces”. La “crisis de salud mental” se presenta como una crisis creciente –alentada por otras crisis (como la económica o la climática)– a la que no responden adecuadamente los servicios existentes, sobre todo, en los países de renta baja, que deberían, según se sugiere, adoptar las técnicas sanitarias desarrolladas en Occidente.

Por un lado, el informe de la OMS reconoce los factores históricos, estructurales y ambientales, así como también las catástrofes económicas y climáticas que intervienen en el núcleo de la “crisis de salud mental”. Se configura así un conjunto de crisis con una persistente sensación de gravedad y emergencia. Por otro lado, las respuestas a esta situación se centran abrumadoramente en “mejores servicios” y “mejor acceso a los servicios y al tratamiento”, con métodos de cálculo y organización típicos de los países de renta alta. El supuesto parece ser que, habida cuenta de que no podemos cambiar las condiciones estructurales, hay que tomar medidas de emergencia, es decir, más iniciativas e instalaciones médicas y psicológicas, cuya eficacia se mide a través de herramientas de salud pública. En resumen, la narrativa de la crisis siempre tiene una función (geo)política: en este caso, crea la sensación de urgencia necesaria para que las herramientas estandarizadas y occidentales de asistencia sanitaria y gobernanza se apliquen a escala mundial.

Una crítica sociológica de la “crisis de salud mental” no puede ignorar el problema del sufrimiento que muchas personas experimentan. Sin embargo, según nuestra visión general del informe de la OMS, el reconocimiento del malestar tampoco debería impedir una evaluación crítica del uso de este término, de sus resultados políticos, de las repercusiones y raíces culturales, o del reconocimiento de sus causas estructurales. Las ciencias sociales pueden desentrañar los procesos subyacentes que entran en juego en la narrativa de la crisis, ofrecer explicaciones alternativas de lo que es tal “crisis” y, por tanto, invitar a buscar soluciones alternativas. A modo de ejemplo, nos basamos en nuestro libro recientemente publicado para explorar las explicaciones sociológicas de la “crisis de salud mental” (Brossard y Chandler, 2022). Nos preguntamos cuál podría ser la naturaleza de esta “crisis” y qué ideas pueden salir a la luz al aplicar un análisis sociológico crítico. Consideraremos este fenómeno como a) una crisis de desigualdades e identidades; b) una crisis en la producción social y la gestión del estrés; c) una crisis en la proliferación de etiquetas para la enfermedad mental; y d) una crisis cultural.

2. La crisis de las posiciones sociales

Una contribución significativa que la sociología puede hacer para entender la “crisis de salud mental” se basa en la gran cantidad de investigaciones que, durante casi un siglo, han demostrado que cuanto más arriba se sitúan las personas en la jerarquía social, más protegidas están del malestar psicológico.

A partir de la década de 1930 se realizaron los primeros estudios comunitarios sobre enfermedades mentales, en los que se examinaron los niveles de malestar en “poblaciones generales” y no solo entre pacientes psiquiátricos. Estos estudios fueron los primeros en establecer la existencia de una relación entre los trastornos mentales y la posición social. Faris y Dunham (1939) inauguraron la aplicación de un enfoque ecológico a los trastornos mentales en el Chicago de los años 30, argumentando que los problemas sociales locales –aislamiento, conflictos étnicos o dificultades económicas– influían tanto en la tasa como en el tipo de enfermedades mentales que las personas eran más propensas a padecer. Dos décadas más tarde, un equipo dirigido por Hollingshead demostró en otra ciudad ­estadounidense (sita en Connecticut) que los pacientes de clase alta, aunque diagnosticados con menor frecuencia, tenían más probabilidades de ser diagnosticados de patologías “neuróticas” (como la depresión), mientras que los pacientes de clase trabajadora tenían más probabilidades de ser diagnosticados de patologías “psicóticas” (como la esquizofrenia) (Hollingshead y Redlich, 1958). A partir de la década de 1980, los estudios comunitarios dieron paso progresivamente a los estudios poblacionales, favoreciendo las muestras nacionales representativas frente a las preexistentes, que procedían de comunidades locales, como el Epidemiologic Catchment Area Study (realizado sobre 20.000 personas en Estados Unidos entre 1980 y 1983). Aunque estos estudios tienen una menor capacidad de análisis del papel de la comunidad y el territorio en la configuración de la enfermedad mental, también demuestran una relación entre la posición social y las tasas de enfermedad mental (Departamento de Salud de Estados ­Unidos, 1994).

Cuanto más pobre, más enfermo, y viceversa: este repetido hallazgo de un gradiente de salud negativo, en múltiples contextos y con múltiples metodologías, ha asentado la idea de que el estatus socioeconómico es una causa fundamental de la salud, también de la salud mental (Link et al., 1998). Muchos estudios recientes reproducen el mismo tipo de hallazgo respecto a otros aspectos de la posición social, como la pertenencia a grupos raciales desfavorecidos (Takeuchi y Williams, 2003), la orientación sexual (McDermott y Roen, 2016), las desigualdades de género (Platt et al., 2020), el vecindario y las redes sociales (Riumallo-Herl et al., 2014) o la edad. En cuanto a este último factor, la prevalencia de los trastornos mentales suele seguir una forma de U: son más frecuentes en la adolescencia y la juventud, disminuyen a lo largo de la vida adulta y se incrementan de nuevo en la vejez (Bell, 2014).

La investigación ha tropezado durante mucho tiempo con una pregunta del tipo del “huevo” o la “gallina”, en cuanto a si las dificultades socioeconómicas provocan problemas de salud mental (la hipótesis de la causalidad) o, a la inversa, los problemas de salud mental impiden a los individuos alcanzar posiciones sociales más altas (la hipótesis de la selección). Por supuesto, es probable que ambos procesos se solapen (Mossakowski, 2014), de modo que el reto consiste en conceptualizar los complejos mecanismos a través de los que opera la relación bidireccional. En la literatura se pueden encontrar cinco líneas de razonamiento ideales: explicaciones culturales/conductuales (las diferencias en la socialización y el estilo de vida explican los resultados desiguales en salud); explicaciones materialistas (las variaciones en las condiciones de vida explican las desigualdades en salud mental); explicaciones en términos de apoyo social; explicaciones de estrés (las personas menos favorecidas sufren más estrés, que, a su vez, propicia el desarrollo de problemas de salud mental); y explicaciones de artefacto (a las personas desfavorecidas se les diagnostican más problemas de salud mental). Es probable, nuevamente, que estos mecanismos sociales se solapen para dar lugar a las correlaciones encontradas en la investigación sobre salud mental.

¿Cómo explicar en virtud de estos conocimientos tan arraigados el aumento de la prevalencia de la mayoría de los trastornos mentales? Una hipótesis es que el aumento de las desigualdades, especialmente las estructurales, que se asocian a las crisis económicas y las políticas de austeridad, representa un cambio en la articulación entre posición social y bienestar. En el Reino Unido, las tasas de prevalencia de la depresión aumentaron del 10 al 20 por ciento durante la pandemia del COVID-19, pero esta última cifra asciende al 37 por ciento en los segmentos más pobres de la población (Williams et al., 2021). Un estudio llevado a cabo entre trabajadores asalariados españoles sugirió que las desigualdades en salud mental se habían reducido durante la pandemia. Esto habría obedecido más al empeoramiento de la salud mental de los grupos más acomodados que a cualquier mejora entre aquellos con salarios más bajos (Esteve-Matalí et al., 2022). Así pues, aunque las desigualdades representan con frecuencia un factor determinante, la forma en que actúan y la relación con sus resultados respecto de la salud mental varían en función del contexto.

Algunas perspectivas alternativas a las desigualdades en salud mental contribuyen a una comprensión más compleja de su relación con las posiciones sociales. En particular, las perspectivas interseccionales han ayudado a reconceptualizar la posición social no como una suma de variables, sino abordando sus interacciones en términos de significados, identidad y poder. Bowleg (2008: 312) lo expresa bien: “negra + lesbiana + mujer ≠ mujer lesbiana negra”. Desde esta perspectiva, la salud mental no refleja solo la ventaja o la privación, sino también el paisaje de identidades en el que se sitúan los individuos. Se pone de relieve así un mundo de diferencias, tolerancia, competitividad y estereotipos que funcionan de forma diferente para quienes se sitúan en intersecciones de posiciones sociales (por ejemplo, negro, mujer, con discapacidad). Esta perspectiva se relaciona con el modo en que la cultura proporciona marcos para dar sentido a la posición en el mundo social y para buscar el reconocimiento de la identidad asociada a esta posición. Los países occidentales se ven sacudidos por intensas luchas en torno al reconocimiento cultural, al reconocimiento legal y a las raíces históricas de las identidades, como, por ejemplo, el impacto de la ley sobre la autoidentificación de género en la política española. Así pues, se puede suponer que la “crisis de salud mental” manifiesta un problema colectivo con las diferentes identidades, en el que algunas intersecciones acaban llevando a las personas a verse más afectadas por las dinámicas de poder y opresión que tienen lugar en su sociedad y, por extensión, a ser vulnerables a la enfermedad mental.

Otro enfoque alternativo de las desigualdades en salud mental se basa en la que denominamos perspectiva configuracional. Se trata de un enfoque metodológico de la posición social que sitúa a las personas en una red de diversos grupos e individuos, de modo que las desigualdades, diferencias y estereotipos en la ­interacción diaria podrían desencadenar experiencias problemáticas en la vida social. Por ejemplo, el estudio de Brossard sobre autolesiones (2018) identificó relaciones conflictivas entre los miembros de la familia relacionadas con diferentes ideales y expectativas con respecto a la clase social y la identidad de género. Por su parte, Lee y Kawachi (2017) descubrieron una correlación entre la manifestación de síntomas de depresión y la socialización con personas más ricas que uno mismo. Los autores propusieron como posible explicación de esta correlación la exposición a la injusticia o la sensación de una indebida desigualdad de riqueza. Desde este punto de vista, la “crisis de salud mental” podría responder a una mayor frecuencia de configuraciones compuestas que implican expectativas multiplicadoras (contradictorias o abrumadoras) para los individuos.

Por último, los enfoques definitorios sugieren que la propia definición y gestión de los trastornos mentales en las sociedades refleja y contribuye a la construcción de divisiones sociales. De hecho, la mayoría de las categorías diagnósticas tienen una trayectoria histórica propia, dirigiéndose a ciertos grupos. Por ejemplo, la depresión se concibió inicialmente, en el siglo XIX, como un trastorno que afectaba principalmente a las mujeres (Hirshbein, 2009). La mayoría de las clasificaciones psiquiátricas contienen criterios implícitos socialmente como el “trastorno disfórico premenstrual” y el “trastorno de interés/excitación sexual femenina” (Cohen, 2016). Desde esta perspectiva, la “crisis de salud mental” expresa la creciente coincidencia entre categorías psiquiátricas en aumento y cambiantes, y sus equivalentes en posiciones sociales.

Estas reflexiones convergen hacia un mismo punto. Más que entenderse como una cuestión individual, la salud mental se relaciona con la dinámica general de las desigualdades e identidades sociales. Está íntimamente entrelazada con los modos de producción económica, las divisiones sociales y las desigualdades, pero en formas que pueden ser más complejas que su mero reflejo. Así pues, es probable que la “crisis de salud mental” denote transformaciones sustanciales en estas estructuras sociales y culturales, tanto en cuanto a la inequidad como a las intersecciones y configuraciones “patógenas” de la posición social, reflejadas en categorías de salud mental.

3. Tiempos estresantes

Un segundo enfoque de la “crisis de salud mental” se refiere a una tendencia importante de la sociología de la salud mental, el paradigma del estrés. Este paradigma se incluye en un amplio abanico de trabajos que estudian cómo diversas dificultades, desde la discriminación hasta los accidentes de tráfico, pasando por los abusos sexuales y otros traumas, generan estrés. A su vez, el estrés, cuando no se amortigua con los recursos adecuados, materiales y psicológicos, constituye un catalizador de los trastornos mentales (Schieman, 2019; Thoits, 2017). Podríamos resumir su modelo central de la siguiente manera: el desequilibrio persistente entre la aparición de situaciones difíciles y los recursos de una persona para enfrentarlas es el mecanismo principal en la etiología de los trastornos mentales.

El historiador Jackson (2013) expuso cómo, desde finales del siglo XIX hasta el siglo XX, el estrés se convirtió en un tema de estudio científico, en gran medida, a partir del trabajo del endocrinólogo Hans Selye. Jackson sugiere que, más tarde, el estrés devino en objeto de explotación por parte de los mercados: consideremos la amplia gama de industrias que prometen reducir el estrés de sus clientes hoy en día a través de terapias, medicamentos, retiros o programas de ejercicios, entre otros. Esta preocupación por la estabilidad emocional tuvo eco entre los científicos sociales de principios del siglo XX, como Georg Simmel (2010), que se centraron en los supuestos retos del rápido cambio social (Fitzgerald, Rose y Singh, 2016). Sin embargo, en sociología, uno de los principales teóricos sobre el impacto del estrés en las enfermedades mentales es Leonard Pearlin, cuyos trabajos seminales convirtieron el estrés en una metodología sociológica operativa, probada por primera vez a partir de una muestra longitudinal de 1.106 personas residentes en el área de Chicago (Pearlin et al., 1981). Basándose en escalas estandarizadas, Pearlin demostró correlaciones entre variables consideradas indicativas de estrés y malestar psicológico: cuanto más estresados estamos, más malestar experimentamos.

A partir de la década de 1980, el uso del paradigma del estrés se extendió de forma espectacular. Cualquier emoción problemática asociada a cuestiones de salud mental, en este marco, puede ser reformulada como “estrés”. Esto significa que el estrés puede ser visto como una elaboración conceptual compatible con la mayoría de las perspectivas teóricas, pero también como una herramienta metodológicamente operacionalizable. Es decir, puede ser medido y analizado mediante herramientas tanto cuantitativas como cualitativas (Aneshensel­ y Avison, 2015). Trabajos posteriores pusieron el énfasis en el “efecto amortiguador” que suponen el apoyo social y las habilidades para manejar el estrés, o en cómo las trayectorias de los individuos antes del suceso estresante podían explicar su impacto en la salud mental (Wheaton, 1990). El éxito del paradigma del estrés condujo a una multiplicación de esquemas explicativos (Ensel y Lin, 1991) en los que las fuentes de estrés, denominadas “estresores”, los recursos para afrontarlos y el malestar emocional –que se considera una premisa de diversas enfermedades mentales– pueden ser causas, recursos, amortiguadores o resultados.

A pesar de su éxito, el paradigma del estrés adolece de muchas limitaciones. Se basa en la suposición infundada de que el estrés es un término universal que representa el malestar; asume “que los elementos estandarizados significan lo mismo para los miembros de diferentes grupos” (McLeod, 2012: 177); utiliza una comprensión superficial del contexto social como “factor de estrés” o proveedor de recursos para su alivio; es conservador en el sentido de que apunta a la necesidad de preservar el statu quo –menos estresante–; y, sobre todo en relación con la considerable cantidad de trabajos y publicaciones que ha generado, el paradigma del estrés ha sido bastante ineficiente en la producción de resultados novedosos: no es de extrañar que, cuando las personas están estresadas, sean más propensas a sentirse angustiadas.

De hecho, aunque las primeras ideas eran novedosas e importantes, el uso del paradigma del estrés ha tendido a generar conclusiones cada vez más predecibles sobre la “crisis de salud mental”. Por ejemplo, en repetidos estudios se constata que una convergencia de condiciones sociales adversas crea una presión arrolladora sobre los individuos que no se equilibra con los recursos necesarios, lo que genera un malestar colectivo de alcance desproporcionado. En el Reino Unido, casi el 75 por ciento de las personas declaran haberse sentido abrumadas por el estrés en algún momento del último año1. En España, antes de la pandemia, cuatro de cada diez personas declararon haber sufrido estrés en el último año2.

Aunque no cabe duda del alcance del problema del estrés entre la población, lo que importa es el porqué y el cómo. Hay varios procesos que pueden asociarse al aumento de los niveles de estrés en las sociedades, como la “aceleración del tiempo” (Rosa, 2015) que trajeron consigo la gestión neoliberal en el lugar de trabajo y muchas innovaciones tecnológicas; la “cultura de la evaluación” que somete a las personas a juicio constante; y las luchas materiales propias, en particular, de la vida de los más desfavorecidos. Estos procesos no implican necesariamente un “empeoramiento” de las condiciones de vida; por ejemplo, en muchos sectores el contexto laboral ha mejorado en términos de salarios, jornada laboral o seguridad. Sin embargo, pueden haber surgido nuevos tipos de presión y/o conceptos que favorecen el estrés, especialmente con el auge del neoliberalismo. Estos cambios conllevan la percepción de la necesidad de “arreglárselas”, o de “relajarse”, para lo que es necesario más tiempo, más dinero, tipos específicos de capital cultural y redes sociales. Como efecto secundario típico de lo que a veces se denomina “modernidad”, el estrés y sus efectos más preocupantes quedan a cargo del aparato de salud mental, el amortiguador de un estilo de vida capitalista.

Sin embargo, por nuestra parte creemos que un enfoque orientado a las emociones es más constructivo. El estrés puede relacionarse con muchas emociones que incluyen el malestar, la ansiedad, el miedo, la incertidumbre, la tristeza o el malestar psicológico. Examinar la producción social de cada una de estas emociones podría ser un enfoque productivo en el análisis de esta “crisis”. Por ejemplo, la ira, emoción emblemática de la injusticia, es señalada por muchas personas que sufren diversos trastornos mentales (Fernández y Johnson, 2016), pero también se expresa en movimientos sociales como #metoo, Black Lives Matter, el 15M o Los Indignados. La ira surge ante situaciones consideradas injustas o discriminatorias, y su gestión social, a menudo proclive a las luchas entre grupos o clases, se sitúa en el centro de los procesos de cambio y patologización social. El psiquiatra estadounidense Jonathan Metzl (2010), al estudiar cómo la psiquiatría trató a la población negra durante el movimiento por los derechos civiles, demostró que a menudo la ira fue interpretada en esa época como un síntoma individual. Es probable que muchos negros estuvieran enfadados debido a la discriminación real que limitaba sus oportunidades vitales, así como que los activistas se sintieran molestos por la reproducción de las estructuras discriminatorias y la criminalización de las actividades del movimiento por los derechos civiles por parte de las autoridades públicas. Nuestro enfoque subraya la variedad de posibles emociones subyacentes a los trastornos mentales y la forma en que cada una de estas emociones se genera socialmente como factores explicativos de la “crisis de salud mental”, más allá del estrecho horizonte del estrés. Es decir, se trata de una crisis de emociones, de cómo se expresan y cómo se tratan en las sociedades contemporáneas.

Otra alternativa al uso del estrés en el análisis de la “crisis de salud mental” se refiere a la dominación. El proceso social de producción de estrés debe entenderse como incrustado en las desigualdades, que, como ha demostrado la sociología durante décadas, giran en torno a los conceptos de clase, género y raza. El concepto de “estrés de las minorías” (Meyer, 2003) puede proporcionar algunas claves en este sentido porque sitúa el estrés en el espacio social: resalta cómo las discriminaciones “cotidianas” a las que se enfrentan las minorías raciales, de género o sexuales, así como la experiencia del desprecio de clase, pueden generar estrés. Esto desplaza la atención desde los factores estresantes “importantes” (como el divorcio o las lesiones físicas) hacia el estrés cotidiano y acumulativo que experimentan quienes ocupan posiciones sociales marginadas o estigmatizadas. Nuestra perspectiva supone que el estrés de las minorías se vuelve especialmente prevalente en sociedades en las que la combinación de la desigualdad y la conciencia de su carácter injusto anuncia una transición en la forma y la intensidad de las relaciones de dominación. Pero, de forma menos especulativa, la principal contribución del “estrés de las minorías” es la consideración de la diversidad de emociones que implican las relaciones desiguales en la vida cotidiana. Por ejemplo, el cambio de las relaciones de género puede influir en cómo se expresa y experimenta el estrés.

Por lo tanto, una segunda forma de analizar sociológicamente la “crisis de salud mental” es asumir que esta es el resultado de una transformación tanto cuantitativa como cualitativa en la producción social del estrés: qué hace que la gente se estrese (por ejemplo, las condiciones laborales, el coste de la vida, las aspiraciones sociales, etc.), cómo la dominación social genera emociones (por ejemplo, cuestiones de justicia social, desigualdades, jerarquías cotidianas, etc.) y cómo se enmarcan culturalmente estas emociones (por ejemplo, cómo los movimientos sociales “canalizan” la ira colectiva, o cómo las terapias y los fármacos “atenúan” los sentimientos de ansiedad).

4. ¿Crisis de etiquetas?

Otra forma de entender la “crisis de salud mental”, además de como una crisis de expansión y aumento del malestar psicológico, consiste en identificarla con una proliferación de etiquetas que se utilizan para dar nombre al sufrimiento en el mundo. Esto implica que la “crisis” no indica necesariamente un aumento del malestar en sí, sino de la gama de experiencias emocionales que se etiquetan como tales.

Desde algunos puntos de vista, esta proliferación es intrínsecamente cuestionable. Sociólogos como Horwitz (2002) y, más recientemente, Harbusch (2022) han afirmado que asistimos a una creciente medicalización de las emociones humanas, de forma que experiencias antes “normales”, desde el dolor hasta la inquietud, reciben ahora etiquetas psiquiátricas. Estas etiquetas se formalizan principalmente en el Manual Diagnóstico y Estadístico (DSM) de la Asociación Americana de Psiquiatría, y se someten a una serie de tratamientos, a menudo farmacéuticos. En este contexto, y aunque las “teorías del etiquetado” de las enfermedades mentales han caído en desuso dentro de la sociología de la salud y las enfermedades mentales, creemos que estos enfoques pueden aportar ideas críticas de interés.

En su formulación original, las teorías del etiquetado eran –y siguen siendo– algo controvertidas. Siguiendo la estrategia sociológica de invertir las perspectivas, las teorías del etiquetado sostenían que, en lugar de nombrar una “condición” preexistente, las etiquetas desempeñan un papel crucial en la “creación” de la propia condición. Esta idea puede resultar difícil de entender, pero resulta más clara si consideramos cómo las formas de nombrar las cosas enmarcan su realidad en nuestras vidas. Por ejemplo, la etiqueta “depresión” no solo califica una forma de tristeza o anhedonia, sino que también determina cómo se manifiestan estos sentimientos en las personas “deprimidas”. Esta etiqueta, con la que a menudo se socializa a los que viven en contextos occidentales, configura una determinada experiencia (por ejemplo, incluyendo ciertas emociones y descartando otras), desencadena ciertos tipos de atención, incluida la medicación (nada menos que la modificación de los procesos neuroquímicos que implica tomar antidepresivos) y puede generar estigmas y reflexiones sobre uno mismo que, de otro modo, no habrían tenido lugar.

Algunos acusan a los teóricos del etiquetado de sugerir que la enfermedad mental no existe, es inventada o es un “mito” (utilizando la denominación del famoso antipsiquiatra ­Thomas Szsaz). Sin embargo, esta es una tergiversación tanto de la teoría del etiquetado como de la sociología. De hecho, algo “socialmente construido” no es menos “real” que una “realidad biológica”. Las personas etiquetadas siguen experimentando aquello por lo que han sido etiquetadas, es decir, viven “a través” de cómo se etiqueta su vida. Algunas teorías sociales recientes subrayan la “realidad” del malestar psicológico y de sus efectos, pero también hacen hincapié en que su forma, nombre y trayectoria son sociales, culturales y políticos, como, por ejemplo, el “realismo crítico” de Pilgrim (2007) y el “nominalismo dinámico” de Hacking (1995). En otras palabras, esta crítica de las teorías del etiquetado no considera los argumentos y el potencial del análisis sociológico, que destaca cómo las organizaciones sociales y las relaciones de poder tienen efectos importantes y “reales” sobre las tasas de estrés, malestar y trastornos mentales diagnosticados. Las teorías del etiquetado proporcionan una capa adicional de análisis, profundizando en nuestra apreciación de la forma en que se relacionan la sociedad y la salud mental.

El legado intelectual de las teorías del etiquetado ha dado lugar a un rico corpus de estudios sobre las múltiples formas en que surgen las etiquetas o categorías de “enfermedad mental”, su relación con la vida social y sus consecuencias en los individuos y las comunidades. Esto incluye la noción de “autoetiquetado” (Thoits, 1985), que es especialmente relevante en contextos contemporáneos occidentales en los que la información sobre enfermedades mentales está tan disponible que la gente se etiqueta a sí misma antes de consultar a un profesional. Del mismo modo, la obra de Foucault ha influido en las reflexiones críticas sobre la expansión de las redes de conocimientos especializados que rigen, definen y producen la “locura” y la “normalidad”. Esto se evidencia en el auge de la “medicina de vigilancia” (Armstrong, 1995), que se centra en la supervisión de los riesgos poblacionales. Se trata de una lente útil para abordar la proliferación de estadísticas que se relacionan con (y en parte conforman) una “crisis” de enfermedad mental. Otra extensión clave del trabajo de ­Foucault se materializa aquí a través de las contribuciones de Nikolas Rose (1996), según el cual la difusión de conocimientos psiquiátricos y psicológicos produce un cierto tipo de identidad. Esta sería compatible con las corrientes neoliberales más amplias que hacen hincapié en la autogestión, la autorreflexión y lo que Giddens (1992) podría denominar el “proyecto del yo”.

En resumen, la investigación sociológica considera que el conjunto de categorías de salud mental disponibles en una sociedad determinada –”depresión”, “ansiedad”, “ecoansiedad”, “trastorno por déficit de atención e hiperactividad (TDAH)”, etc.– no es únicamente el resultado de los avances de la ciencia. Tales categorías constituyen también una forma de enmarcar la existencia de los individuos, de manera que resulten más o menos compatibles con las estructuras de poder imperantes. Pero ¿cómo pueden ayudarnos estas ideas a entender el creciente número de personas categorizadas o que se categorizan a sí mismas como individuos con un problema de salud mental?

Los procesos a través de los que se denomina al malestar psicológico y a las diferencias, que acaban legitimándose, así como el poder de esas etiquetas, cambian en relación con las dinámicas políticas, económicas y culturales. Por ejemplo, la “ecoansiedad” denota un sentimiento real que es el resultado de procesos políticos reales (la destrucción sistemática de ecosistemas). Otro ejemplo es el aumento de los estudios, el activismo y las campañas en torno al concepto de neurodiversidad, que, en realidad, pretende reetiquetar categorías preexistentes (en pocas palabras, neurodiverso frente a neurotípico en lugar de autista frente a normal).

Además, mientras que las primeras teorías de etiquetado operaban en contextos históricos y sociales en los que el trastorno psiquiátrico estaba fuertemente estigmatizado, en la actualidad las etiquetas de salud mental frecuentemente se debaten, impugnan e, incluso, reivindican por parte de algunos individuos y grupos (Brinkmann, 2016; Lieu et al., 2010; Nadesan, 2005). Las categorías diagnósticas pueden ser formas increíblemente poderosas y útiles para identificarse, buscar apoyo, reconocimiento y validación de la diferencia. En definitiva, las etiquetas no solo se han multiplicado y popularizado, sino que también han cambiado de significado.

Desde este punto de vista, la “crisis” de las enfermedades mentales puede reinterpretarse como un movimiento transformador, en el que cada vez más personas reivindican y reconocen sus diferencias emocionales y de comportamiento o su pertenencia a grupos más amplios, a menudo fuera del estricto control de los profesionales especializados. Tales personas consideran que deben hacerse algunas cosas para “compensar” sus dificultades. Estos grupos suelen entenderse como biosociales (Bradley, 2021) en el sentido de que, además de reivindicar una “diferencia cerebral”, proporcionan la pertenencia a un grupo social.

Es fundamental reconocer que la mayoría de los diagnósticos que conforman el “aumento” de las enfermedades mentales, como la depresión y la ansiedad, pueden utilizarse de muchas maneras. En las burocracias contemporáneas, y de hecho en los sistemas sanitarios, las etiquetas de una “enfermedad mental diagnosticable” son necesarias para acceder a ayuda y apoyo, a ajustes razonables o –cuando el contexto nacional lo permite– a prestaciones sociales, mientras los síntomas impidan participar en la “actividad económica” (Dowbiggin, 2011). Por lo tanto, hay razones importantes –incluso vitales– por las que tantas personas pueden buscar activamente un ­diagnóstico. Estos diagnósticos institucionalizan los “problemas” reales a los que se enfrentan muchas personas y proporcionan ajustes y respuestas importantes y necesarios. Es esta una teoría sociológica médica bastante tradicional en acción, la del “rol de enfermo”, en la que el papel de la medicina en la sociedad es nombrar, tratar y devolver a la “vida normal”.

En resumen, la teoría del etiquetado de las enfermedades mentales conduce a cuatro interpretaciones complementarias de la “crisis de salud mental”: a) una ampliación de las condiciones que se reconocen como problemas de salud mental, debido al aumento de las etiquetas disponibles en el mundo social; b) un mayor reconocimiento de la diversidad cognitiva, emocional y conductual bajo la forma de identidades emergentes; c) unas prácticas de categorización más intensas y conservadoras de los estados de ánimo atípicos, improductivos o tristes, y d) una mayor necesidad de formalizar las propias circunstancias –de buscar diagnósticos– para obtener ayuda institucional, compensaciones y ajustes.

5. Perspectivas culturales sobre la “crisis” de las enfermedades mentales

Desde los inicios de la antropología, se han registrado en todo el mundo múltiples combinaciones de emociones, comportamientos y etiquetas. Estas observaciones han sugerido que lo que se denomina “enfermedad mental” varía en función del contexto cultural. La inclusión de “síndromes ligados a la cultura” en el DSM-IV (1994) legitimó, aunque de forma incompleta, estas observaciones, si bien persisten los debates sobre la universalidad de los trastornos mentales. En todo caso, la noción de cultura abre otra vía para interpretar la “crisis de salud mental”: en distintas culturas, la forma en que los trastornos mentales se experimentan e identifican como tales se halla estructurada por recursos, categorías, instituciones y dinámicas de poder específicas. Por ejemplo, es notable que la sintomatología de algunos trastornos mentales parezca reflejar las expectativas valoradas en una cultura, pero llevadas a su extremo (anorexia, con delgadez; estados maníacos, con productividad) o al revés (TDAH, con concentración; depresión, con autogestión y autonomía). La salud mental se inserta en las culturas, en el sentido de que los trastornos mentales suelen consistir en la expresión extrema de formas de ser valoradas culturalmente.

Sin embargo, sería un error pensar que las culturas son la emanación “natural” de la vida social en un territorio determinado. Más bien, lo que llamamos “cultura” es el resultado de condiciones geopolíticas, que en el estado actual del mundo a menudo incluyen procesos poscoloniales y que, en el ámbito de la salud mental, atienden a políticas de Salud ­Mental Global (WHO, 2022). En pocas palabras, la Salud Mental Global designa una serie de iniciativas, a menudo lideradas por la OMS, destinadas a implementar programas psicológicos en todo el mundo tomando como modelo la infraestructura occidental, considerada más “rentable” (Mills, 2014). Estas políticas se basan en la idea de que, en todas partes del mundo, los trastornos mentales son lo mismo (con algunos arreglos “culturales” marginales) y que los enfoques terapéuticos cuya eficacia se ha medido en Occidente deben privilegiarse por encima de las técnicas curativas locales de cualquier otro lugar. Algunos estudios críticos sobre la Salud Mental Global plantean preocupaciones sobre la medida en que se exportan –de hecho, se imponen– modelos ostensiblemente “occidentales” de enfermedad mental (Kleinman, 1997). En este sentido, la Salud Mental Global aprovecha el legado colonial de la psiquiatría, parte de la cual contribuyó activamente a las iniciativas imperialistas a lo largo del siglo XX, participando en el mantenimiento del orden colonial, estigmatizando a las culturas indígenas como “bárbaras” y patologizando a los sujetos más reacios y rebeldes (McCulloch, 1995; Mahone y Vaughan, 2007). Estos procesos dejan su huella en la actualidad, cuando la mayoría de las políticas de salud mental de todo el mundo siguen dando prioridad a las categorías occidentales de comprensión y desestimando las definiciones indígenas del malestar psicológico y sus prácticas curativas. Este legado colonial queda claramente patente en algunas instalaciones sanitarias, tal y como muestra Bonnin (2018) sobre el lenguaje en un hospital psiquiátrico argentino. El autor expone cómo el español se utiliza para las interacciones y los documentos oficiales; las lenguas indígenas, a menudo en zonas liminares como las salas de espera y las calles, y el portugués, en algunas señales de dirección para orientar a los turistas brasileños adinerados.

En resumen, si los trastornos mentales se configuran en función de las culturas, y si, a su vez, las culturas están conformadas por dinámicas geopolíticas y coloniales, entonces la “crisis de enfermedad mental” bien podría verse como una crisis neocolonial del imperialismo occidental. Esto sería así tanto porque la categorización de ciertas emociones, pensamientos y comportamientos como “trastorno mental” se corresponde con las prácticas occidentales de salud pública, como porque la psiquiatría occidental estructura los significados y experiencias del malestar psicológico (Watters, 2010; Katzman et al., 2004). De ahí se derivaría la “crisis” mundial de la salud mental.

Los enfoques culturales de la enfermedad mental pueden incluir modelos más complejos e integradores para explicar el malestar mental a través de varias dimensiones. Estos modelos intentan dar cuenta de la interacción entre los procesos biológicos y sociales, aunque por el momento sigan siendo muy teóricos (Roberts y McWade, 2021; Rose, Birk y Manning, 2022). Por su parte, otros modelos intentan combinar varios aspectos de la realidad social que suelen considerarse por separado. Es el caso de la teoría de los nichos ecológicos de Hacking (1998), que utiliza la metáfora del nicho ecológico para designar una configuración social compuesta por cuatro “vectores” convergentes que establecen la posibilidad de que las enfermedades mentales surjan y florezcan en épocas y lugares concretos:

  1. Taxonomía médica: el conjunto de conductas y emociones atribuidas a la enfermedad debe integrarse en las concepciones médicas de la época, como las clasificaciones psiquiátricas.
  2. Observabilidad: el trastorno debe ser visible e interpretado como un problema. Lógicamente, ninguna enfermedad mental podría existir socialmente sin ser observable por al menos una parte de la sociedad.
  3. Polaridad cultural: “la enfermedad debe situarse entre dos elementos de la cultura contemporánea, uno romántico y virtuoso, el otro vicioso y tendente al crimen” (Hacking, 1998: 2).
  4. Liberación: “la enfermedad, a pesar del dolor que produce, también debe proporcionar cierta liberación que no está disponible en ningún otro lugar de la cultura en la que prospera” (Hacking, 1998: 2).

El análisis de Moreno Pestaña (2006), basado en un trabajo de campo en Andalucía, muestra que cada uno de estos vectores puede utilizarse como umbral individual en los trastornos alimentarios: es cuando un individuo cruza cada uno de estos umbrales socialmente variables –y es etiquetado, observado, posicionado en un espacio marcado por estereotipos y por la desviación respecto a las expectativas– cuando “enferma”.

Según la teoría de Hacking, que en muchos aspectos propone una síntesis de las explicaciones sociológicas planteadas hasta ahora, la “crisis de salud mental” es el resultado de una multiplicación y una extensión de los nichos, como si fuera “más fácil” que antes, en nuestro mundo social, “abrir” estos nichos. En consonancia con la teoría del etiquetado, los vectores 1 y 2 apuntan a la creciente capacidad de etiquetado de la mayoría de las sociedades actuales: más profesionales, más categorías, más información disponible en línea y más formas de ser “observado” como enfermo mental. Los vectores 3 y 4 sugieren una imbricación más profunda del malestar psicológico en la cultura, en la que el primero “se nutre” de los problemas del segundo. Moreno Pestaña (2006) muestra, con el caso de la anorexia, que estos vectores adoptan formas diferentes en función de variables sociales, como la clase, el género y el estado civil. Por ejemplo, mientras que la anorexia evoca el significado cultural de la delgadez y la comida en las culturas occidentales, este “rasgo cultural” no se distribuye de manera uniforme en el mundo social, de modo que las mujeres jóvenes que comienzan a seguir una dieta estricta (el primer paso hacia la anorexia) experimentan diferentes reacciones familiares dependiendo de la clase social: en la clase trabajadora, esta iniciativa es desestimada como un capricho y estas jóvenes a menudo se ven obligadas a comer; mientras que en la clase media-alta, esta iniciativa es bienvenida como un signo de cuidado de las apariencias y de fortaleza de carácter. Además, según el mismo autor, las expectativas en torno a la delgadez tienden a disminuir cuando las personas se casan. Los nichos ecológicos impulsan de forma desigual algunos aspectos de la cultura al ámbito de la “enfermedad mental”.

Así pues, sugerimos que la “crisis de salud mental” emana de cambios estructurales en las sociedades globales, incluyendo la expresión de valores culturales, las dinámicas (post)coloniales y la multiplicación de factores que contribuyen a la creación de nichos ecológicos.

6. Conclusiones

El uso de los conocimientos sociológicos para comprender la “crisis de salud mental” nos ha llevado a generar varias interpretaciones; interpretaciones basadas en las desigualdades, la producción social del estrés, las etiquetas y los aspectos culturales. Esta reorganización de la sociología de la salud mental en cuatro áreas de razonamiento pretende no solo mostrar que las ciencias sociales pueden desarrollar sólidos programas de investigación que exploren las causas de los trastornos mentales, sino también formular mejor las implicaciones políticas de dichos programas.

Creemos que esto adquiere especial importancia en un momento en que las respuestas de salud mental a la “crisis” siguen siendo muy reducidas. La mayoría de las iniciativas desarrolladas en todo el mundo para hacer frente a esta “crisis” son poco imaginativas y bastante parecidas entre sí. Consisten en implantar estructuras asistenciales similares en todo el mundo, como prácticas terapéuticas y líneas telefónicas de ayuda. A menudo carecen de la necesaria reflexión y evidencia empírica sobre su eficacia real, al tiempo que establecen programas educativos para familiarizar a la población con las categorías occidentales de salud mental y, en ocasiones, también soslayan la escasez de medios para cometer suicidios. El informe sobre salud mental de la OMS (2022), comentado en la introducción, es típico en este sentido: aunque reconoce el peso de los factores socioculturales en la salud mental, señala que deben adoptarse intervenciones y servicios psicológicos occidentales “rentables” en todos los países del mundo. Estas intervenciones pretenden aliviar el malestar psicológico, pero manteniendo los órdenes sociales en su estado actual. En consecuencia, funcionan como dispositivos conservadores de gobernanza tanto global como local.

En este contexto, nuestro análisis se basa en otros muchos trabajos de las ciencias sociales que han examinado las raíces y los significados de los trastornos mentales en diversas comunidades, grupos y países. En conjunto, estos trabajos ofrecen la demostración exhaustiva de que no puede haber una respuesta adecuada a la “crisis de salud mental” sin plantear los fundamentos sociales, económicos y políticos del malestar psicológico en cada contexto particular, lo que exige acciones que van mucho más allá de la prestación de servicios de salud mental; exige, en concreto, tomar en consideración (a) las desigualdades, las posiciones sociales y las identidades; (b) el encuadre social y la producción del estrés, así como las emociones relacionadas; (c) las políticas de categorización de las emociones y los comportamientos problemáticos; y (d) las dinámicas culturales, como los procesos coloniales y los “nichos ecológicos”.

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NOTAS

 Traducido del original (Explaining the ‘mental health crisis’) por María Miyar.

* Universidad de York (baptiste.brossard@york.ac.uk).

** Universidad de Edimburgo (a.chandler@ed.ac.uk).

1 Véase: https://www.mentalhealth.org.uk/statistics/

2 Véase: https://cinfasalud.cinfa.com/p/estudio-cinfasalud-estres/

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