Dinámicas sociales en la explosión diagnóstica de la depresión

Dinámicas sociales en la explosión diagnóstica de la depresión

Fecha: diciembre 2023

Víctor Fernández Castro* y Miguel Núñez de Prado Gordillo**

Depresión, capacidades metacognitivas, naturaleza social, salud mental, España

Panorama Social, N.º 38 (diciembre 2023)

El aumento de la depresión en el mundo plantea una paradoja: ¿cómo es posible que la incidencia no pare de crecer a pesar del aumento de la inversión en salud mental e investigación? Apoyándonos en varias herramientas de la filosofía de la mente contemporánea, argumentaremos que el efecto bucle (producido por el aumento de información relativa a un fenómeno que modifica el propio fenómeno), la naturaleza social de nuestras capacidades metacognitivas y la aparición de ciertas narrativas que colocan al individuo como fuente principal de sus malestares, contribuyen a explicar esa explosión diagnóstica.

1. introduccióN: LA PARADOJA DE LA DEPRESIÓn

Los trastornos depresivos, incluyendo la depresión mayor y la distimia o trastorno depresivo persistente, suponen uno de los mayores riesgos para la salud en el mundo (American Psychological Association, 2022). Su enorme coste humano y social se refleja en el elevado número de Años de Vida Ajustados por Discapacidad (DALY, por sus siglas en inglés) relacionados con la depresión; es decir, el número de años de vida sin discapacidad perdidos a causa de algún trastorno depresivo. En España, el número de DALY alcanzó los 470.000 en 2019, lo que supone el 3,7 por ciento del total de años de vida saludable perdidos debidos a cualquier causa. Con un incremento del 11 por ciento en la última década, los trastornos depresivos constituyen la sexta causa de discapacidad o muerte (combinadas) en España; su tasa estandarizada por edad (854,2 DALY/100.000 habitantes), de hecho, sitúa a nuestro país a la cabeza de Europa, solo por detrás de Grecia (Dattani, Ritchie y Roser2021; Institute for Health Metrics and Evaluation, 2020). El gráfico 1 representa la evolución en España del número de DALY debidos a la depresión desde 1990.

Una de las consecuencias más alarmantes del aumento de la depresión es el incremento de los índices de suicidio. En España, según datos del Instituto Nacional de Estadística (INE), en 2021 el suicidio era la primera causa externa de mortalidad (con una tasa de 8,46 suicidios por 100.000 habitantes), por delante de las caídas y los accidentes de tráfico. Según un estudio publicado en Archives of Suicide Research, la tasa de suicidio ha seguido una tendencia creciente desde los años ochenta (Alfonso-­Sanchez et al., 2020). Esta pauta también se refleja en los datos más actualizados procedentes de Eurostat, que indican un incremento de más de un punto en la tasa de suicidios por 100.000 habitantes en España, de 6,7 en 2011 a 7,9 en 2020.

El acusado aumento del riesgo de discapacidad o muerte asociado a la depresión se debe, entre otras razones, al crecimiento de sus índices de prevalencia (casos existentes) e incidencia (tasa de casos nuevos). Según la Organización Mundial de la Salud (OMS), alrededor de 280 millones de personas en el mundo padecen algún tipo de trastorno depresivo. En España, esta cifra se sitúa en torno a los 2,63 millones de personas, con el doble de mujeres (1,75 millones) que de hombres. La Encuesta Europea de Salud de 2020, realizada en España por el INE como parte del European Health Interview Survey, situaba la prevalencia de la depresión en el 5,3 por ciento de la población mayor de 15 años (3,2 por ciento en hombres y 7,2 por ciento en mujeres; INE, 2020).

Aunque la encuesta muestra resultados más positivos en 2020 que en su edición de 2014, cuando la prevalencia era del 7,4 por ciento, otros estudios revelan una tendencia menos alentadora. Según el estudio Global Burden of Disease 2019, la prevalencia de la depresión en España ha aumentado de forma constante desde 1990, pasando de un 4,6 por ciento a un 5,7 por ciento en 2019. Asimismo, la incidencia también ha subido, de un 5,1 por ciento en 1990 a un 6,7 por ciento en 2019. A lo largo de todo el periodo, tanto la prevalencia como la incidencia se han mantenido notablemente superiores entre las mujeres que entre los hombres (Institute for Health Metrics and Evaluation, 2020)1. Los gráficos 2 y 3 presentan estas evoluciones.

Al enorme coste humano y social que implica esta tendencia se suma su impacto económico. De acuerdo con el Mental Health Atlas de la OMS (2020), los países europeos dedican en torno al 3,6 por ciento de sus presupuestos gubernamentales destinados a sanidad a la prevención e intervención en salud mental. En el caso de España, un estudio aparecido en la revista European Neuropsychopharmacology en 2021 estimaba el coste de los trastornos depresivos en torno a los 6.145 millones de euros en 2017 (Vieta et al., 2021). Del total, un 18 por ciento (1.100 millones de euros) correspondería a costes de salud directos (por ejemplo, intervenciones farmacológicas o tiempo de hospitalización). El porcentaje restante recoge los gastos derivados del elevado impacto incapacitante de la depresión. En España, los recursos sanitarios dedicados a intentar frenar esta “pandemia invisible” han experimentado un incremento continuado en la última década. De acuerdo con la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE, 2021), el número de psiquiatras por 1.000 habitantes se ha incrementado en España el 20 por ciento entre 2010 y 2020. Más llamativo todavía resulta el incremento en el consumo de psicofármacos destinados a tratar la depresión; según la misma fuente, el consumo de antidepresivos ha aumentado más de un 50 por ciento en la última década, pasando de 60 antidepresivos diarios por 100.000 habitantes en 2010 a 92 en 2021 (gráfico 4).

Dado este incremento en los recursos destinados a frenar la depresión y las mejoras en el acceso a esos recursos, resulta sorprendente el aumento continuado de su prevalencia e incidencia2. ¿Cómo es posible que una mayor disponibilidad de servicios de salud mental y de accesibilidad a ellos no solo no se refleje en mejoras perceptibles, sino que coincida con el empeoramiento sostenido de los indicadores de depresión? Por lo demás, estos datos negativos también contrastan con el supuesto avance en las técnicas de diagnóstico y tratamiento, incluyendo la introducción de psicofármacos de nueva generación y el refinamiento de áreas de estudio, como la neurociencia y la neuropsiquiatría. Voces críticas con la psiquiatría han partido de observaciones similares para argumentar que el modelo biomédico subyacente a gran parte de esta investigación, que identifica los problemas de salud mental con problemas del sistema nervioso, es fallido (por ejemplo, Moncrieff et al., 2022). De acuerdo con esta narrativa, los nuevos métodos psiquiátricos y las intervenciones psicofarmacológicas son poco más que quimeras sin capacidad terapéutica real. Frente al relato convencional, la psiquiatría y psicofarmacología contemporáneas serían, en el mejor de los casos, herramientas inútiles cuyo uso continuado responde a los intereses de la big pharma y no de los usuarios de servicios de salud mental; en el peor, instrumentos de control social con un elevado riesgo de producir daño iatrogénico (Whitaker, 2002)3.

Si bien es indudable que los intereses de la industria farmacéutica y las instituciones psiquiátricas desempeñan un papel importante en la concepción de la salud mental y las formas de abordar sus retos, un relato unicausal como el trazado simplifica el problema en exceso. Sin perder de vista las limitaciones del modelo biomédico, es necesario atender a otras posibles explicaciones de la explosión diagnóstica de la depresión y la paradoja que supone su coincidencia en el tiempo con el incremento de los recursos dedicados a la salud mental en España y otros países de su entorno.

En lo que resta del artículo exploramos un marco interpretativo complementario a las explicaciones existentes sobre la explosión diagnóstica. Esta alternativa, elaborada a través de herramientas conceptuales que podemos encontrar en la filosofía de la mente contemporánea, se basa en dos ideas fundamentales. La primera idea señala que la explosión diagnóstica se debe, en parte, a dinámicas sociales que producen un efecto bucle (Hacking, 1995 y 1999), fruto de la interacción entre las clasificaciones diagnósticas y la información clínica sobre la depresión y las propias personas con rasgos depresivos. La segunda de estas ideas sostiene que dicho efecto bucle solo puede producirse si asumimos que nuestras capacidades metacognitivas –capacidades para conocer, evaluar y regular nuestra cognición y conducta– tienen un componente interpretativo que depende de nuestro nicho social y normativo (McGeer, 2015; Zawidzki, 2013). Esto, además, permite explicar por qué una persona puede experimentar cierto grado de incertidumbre sobre si la fuente de sus propias acciones o experiencias es ella misma o algún factor cuasiexterno –una enfermedad, falta de sueño, una adicción o un automatismo (Sadler, 2007; Dings y Glas, 2020; Dings y de Bruin, 2022). Este marco interpretativo, argumentaremos, no solo nos permite complementar las teorías existentes, sino también dar cuenta de algunas intuiciones sobre el rol que el sistema sociopolítico y ciertas narrativas sobre la depresión pueden jugar en su emergencia o evolución.

El artículo está estructurado como sigue. En la segunda sección trazamos las explicaciones evolutivas más relevantes en la literatura reciente sobre la explosión diagnóstica de la depresión. En la tercera, presentamos nuestra posición, que se apoya en una interpretación de la teoría del efecto bucle desde el postulado de ciertos mecanismos psicológicos que sirven para modelar nuestra cognición. Por último, en la cuarta sección apuntamos a la capacidad de nuestro marco interpretativo para dar cuenta de ciertos aspectos importantes relacionados con la explosión diagnóstica de la depresión y con el rol que determinadas narrativas, así como la información clínica y científica disponibles, juegan en nuestras capacidades metacognitivas.

2. Evolución, neoliberalismo y criterios diagnósticos en el aumento de la depresión

Existen diversas formas de abordar la paradoja del aumento de la depresión, que se corresponden con diferentes marcos teóricos. Uno de estos marcos es el que podría denominarse “marco evolutivo”, que parte de la idea de que la depresión, en particular, y los trastornos mentales, en general, se pueden explicar desde la teoría evolutiva. Uno de los mayores defensores de este tipo de propuesta ha sido el filósofo americano Jerome Wakefield (1992 y 2007) que desde hace décadas defiende la idea de que los trastornos mentales son disfunciones biológicas dañinas o perjudiciales. Desde su punto de vista, las facultades o rasgos mentales son mecanismos biológicos que existen porque han contribuido al incremento de la aptitud biológica de los organismos, entendida en términos de aumento del éxito reproductivo o supervivencia. Por lo tanto, sistemas cognitivos como las disposiciones y las estructuras mentales de tipo afectivo, motivacional, cognitivo o perceptivo habrían contribuido al éxito evolutivo de los organismos que las poseían.

Ahora bien, para Wakefield, estas funciones pueden sufrir alteraciones o daños, impidiendo que cumplan con las funciones para las que evolucionaron por la selección natural. Si tal disfunción genera daño o sufrimiento en una persona, nos encontramos ante un caso de trastorno mental. Según Wakefield, existen estructuras de tipo afectivo y emocional que tienen la función adaptativa de manejar situaciones específicas de pérdida, y que pueden ir desde la pérdida de un ser querido o una relación afectiva hasta la pérdida de recursos. De acuerdo con la posición de Wakefield y su compañero Allan Horwitz, esas situaciones disparan mecanismos afectivos o motivacionales de tristeza o pena extrema. En todo caso, implican una reacción proporcional en intensidad y tiempo, y solo emergen en esos contextos específicos (Horwitz y Wakefield, 2007: 27-29). Aunque Horwitz y Wakefield no se comprometen con ninguna posición específica respecto a la ventaja adaptativa que estos mecanismos podrían haber tenido, los autores apuntan a varias opciones plausibles discutidas frecuentemente en la literatura. Por ejemplo, los mecanismos de tristeza podrían haber trabajado como comportamientos expresivos de alerta para el entorno de la persona afectada, favoreciendo que le proporcionen ayuda para subsanar la pérdida o sus consecuencias (Hagen, 1999).

Sea cual fuera la historia evolutiva de los rasgos adaptativos de la tristeza, para Horwitz y Wakefield, los casos de depresión clínica son aquellos en los que estos mecanismos no realizan la función natural para la que fueron diseñados; es decir, casos donde la reacción a los contextos específicos es desproporcionada en tiempo o intensidad, o aquellos donde los mecanismos se disparan a pesar de no darse un contexto de pérdida. Ahora bien, ¿cómo explican estos autores la explosión diagnóstica y la paradoja de la depresión? Aunque Horwitz y Wakefield admiten que diferentes rasgos del entorno actual podrían producir daños en este tipo de mecanismos, su principal contribución es la defensa de que los casos de trastorno depresivo de hecho no han aumentado. La explosión diagnóstica resultaría más bien de un aumento de los falsos positivos, debido principalmente a la confusión en el diagnóstico al discriminar casos de tristeza extrema y casos de depresión mayor. En sus propias palabras:

Sostenemos que la reciente explosión de supuestos trastornos depresivos, de hecho, no se debe principalmente a un aumento real en esta condición. En cambio, es en gran parte un producto de la confusión de dos categorías conceptualmente distintas, la tristeza normal y el trastorno depresivo, y, por lo tanto, de la clasificación de muchas instancias de tristeza normal como trastornos mentales4 (Horwitz y Wakefield, 2007: 6).

De acuerdo con estos autores, esa confusión obedece, sobre todo, a la relajación de ciertos criterios diagnósticos, especialmente a partir de la edición de la tercera edición del Manual Diagnóstico y Estadístico de los Trastornos ­Mentales (DSM-III)5, en el que desaparecieron las referencias a las causas de los trastornos y se redujo el tiempo considerado como prototípicamente normal ante una situación de pérdida. Además, aunque esta relajación de criterios está contenida en el caso clínico –por ejemplo, las personas no suelen acudir al médico cuando la causa de su tristeza tiene un detonante obvio–, ha sido directamente asumida por estudios epistemológicos, que han tendido, además, a incorporar en sus datos a personas no diagnosticadas pero que experimentan los síntomas especificados en el DMS (Horwitz y Wakefield, 2007: 130-132).

Aunque Horwitz y Wakefield representan destacadamente la perspectiva evolutiva, no son los únicos. En las últimas décadas, una nueva corriente en psiquiatría y psicología ha abordado los trastornos mentales desde la perspectiva evolutiva, con la idea de generar nuevas hipótesis sobre su naturaleza y sus causas (Abed y John-Smith, 2022). Dentro de esta corriente, varios autores han presentado diferentes posiciones sobre el origen de la depresión (Allen y Badcock, 2006; Hagen, 2011). Para el caso que nos ocupa, el modelo más relevante es el que se conoce como el modelo de incongruencia o desregulación, conforme al cual la depresión representa una respuesta maladaptativa provocada por desajustes entre el entorno actual y el entorno en el que evolucionaron los seres humanos (Gilbert, 1992; Nesse, 2000; Allen y Badcock, 2003). Desde esta perspectiva, y al igual que para Horwitz y Wakefield, las versiones atenuadas de la depresión mayor, como el bajo estado de ánimo, la melancolía o la tristeza extrema, son respuestas adaptativas que producen ventajas y mejoran el éxito evolutivo del portador. Sin embargo, a diferencia de Horwitz y Wakefield, estos autores consideran que los casos de depresión sí han aumentado, lo que se debe a que los efectos patológicos negativos y exacerbados asociados con la depresión clínica aparecen cuando las estructuras afectivas y emocionales están sometidas a contextos distintos a los que aparecieron durante su evolución, provocando una sobreactivación crónica de esos mecanismos.

Las diversas versiones del modelo de desregulación presentan distintas teorías evolutivas que explican el desarrollo de la tristeza o el bajo estado de ánimo, permitiendo especular con variadas razones sobre el aumento de la depresión clínica. Por ejemplo, Nesse (2000) considera que el estado de ánimo depresivo aparece cuando invertimos demasiados recursos en una actividad de vida poco gratificante, lo que lleva a un reajuste de los recursos y a la inhibición de la inversión en actividades que producen bajo rendimiento. Desde ese punto de vista, un contexto de competitividad económica y condiciones de trabajo precarias, como el que se da en la mayoría de las democracias contemporáneas, podría explicar el aumento de la sobreactivación de los mecanismos de bajo estado de ánimo y, por tanto, la aparición de la depresión. Por su parte, la hipótesis del riesgo social de Allen y Badcock (2003) propone que la función adaptativa del bajo estado de ánimo se relaciona con el riesgo social. Según esta teoría, los mecanismos de bajo estado de ánimo se activan en respuesta a amenazas a la autonomía personal para alcanzar objetivos específicos o a la capacidad de desarrollar vínculos sociales beneficiosos. Un fracaso en estos aspectos puede conducir a consecuencias interpersonales como la humillación, la falta de reputación, la exclusión o el rechazo. Parte de la explosión diagnóstica podría atribuirse a que el entorno contemporáneo, con su mayor aislamiento social y sus contextos más competitivos y complejos, dificulta que las personas consigan sus objetivos.

A pesar de que el modelo de desregulación plantea hipótesis generales interesantes sobre la creciente frecuencia de diagnósticos, deja muchas preguntas sin resolver. Un interrogante clave es el motivo del aumento de casos de depresión en esta época específica, a pesar de que el entorno en que evolucionaron nuestros mecanismos depresivos era radicalmente diferente también al de otros períodos históricos. Tampoco aclara las razones por las que hay sectores de la población, como las mujeres, que son más sensibles a la depresión mayor, ni los aspectos específicos del entorno contemporáneo que sobreactivan los mecanismos de bajo estado de ánimo. Sin hipótesis más específicas o desarrollos teóricos, parece que esta aproximación evolutiva no es suficiente para poder dar cuenta del fenómeno de la explosión diagnóstica o de la paradoja de la depresión.

Una forma de enriquecer la hipótesis de la desregulación podría consistir en examinar las diferencias contextuales específicas de las últimas décadas en comparación con épocas anteriores, así como respecto al contexto histórico en el que surgieron estos mecanismos. Algunos autores contemporáneos han ligado el creciente aumento de la depresión con las dinámicas sociales específicas del capitalismo contemporáneo. Por ejemplo, Davies (2021) argumenta que en EE. UU. y Reino Unido, el aumento de la depresión está estrechamente ligado a las políticas implementadas desde la época de Margaret Thatcher y Ronald Reagan hasta hoy en día, caracterizadas por una disminución de las políticas sociales y un aumento de las políticas neoliberales. De acuerdo con este autor, la falta de protección social y el incremento de la precarización de los trabajos y de las deudas de las familias promueven un aumento de los malestares de la población que, sumada a otros factores, contribuye al crecimiento de la depresión. Entre otras causas relevantes, Davies apunta, como Horwitz y Wakefield, a la relajación de los criterios diagnósticos que conllevan una patologización y medicalización de episodios emocionales que, por otro lado, serían normales, aunque promovidos por las dinámicas neoliberales. Si a esto, además, le sumamos la tendencia a prescribir psicofármacos que pueden cronificar la depresión a largo plazo (Bockting et al., 2008; Vittengl, 2017) y la implementación de programas públicos de terapias poco efectivas (Griffiths y Steen, 2013) que sitúan al individuo como origen último de sus propios malestares, nos encontramos en un entorno propicio para el notable aumento de los casos de depresión.

En resumen, el marco evolutivo sobre los trastornos mentales y los estudios en ciencias sociales sobre la situación actual de la población permiten formular hipótesis explicativas interesantes sobre el aumento de la incidencia de la depresión y, por tanto, encontrar maneras de explicar la paradoja. Estas mismas hipótesis, en principio, pueden contribuir a dar cuenta del fenómeno español y de por qué, por ejemplo, el aumento de la depresión ha sido especialmente acentuado desde la crisis económica de 2008 o desde que se empezaron a implementar las metodologías epidemiológicas que Horwitz y Wakefield señalan. No obstante, en las secciones siguientes exponemos una explicación diferente, aunque complementaria, sobre la explosión diagnóstica de la depresión clínica en los últimos años.

3. Efecto bucle y metacognición en el aumento de la depresión

Antes de desarrollar nuestra propuesta, es importante destacar que, aunque las teorías presentadas se originan en marcos teóricos distintos, sus explicaciones sobre el aumento de la frecuencia de diagnósticos no son necesariamente incompatibles entre sí. Así, cabe suponer que la relajación de los criterios diagnósticos conlleva un incremento en los falsos positivos, y, al mismo tiempo, considerar que la patologización de la tristeza, resultado de esa misma relajación, podría contribuir al aumento de la depresión, dado que, por ejemplo, el uso extendido de psicofármacos bajo estos criterios más laxos eleva el riesgo de depresión crónica a largo plazo. En esta sección presentamos una propuesta complementaria a la planteada en la sección anterior, añadiendo una dimensión más de complejidad. Nuestro marco sugiere que la combinación de criterios diagnósticos más flexibles y la mayor disponibilidad de información sobre trastornos mentales, especialmente sobre la depresión, podría efectivamente incrementar los casos de depresión. Esto se debe a que estas condiciones fomentan dinámicas sociales y psicológicas que llevan a las personas a una autointerpretación de sus experiencias y comportamientos de una manera que favorece el diagnóstico de depresión.

Para desarrollar nuestra propuesta, comenzaremos con lo que se denomina la teoría del efecto bucle (looping effect), formulada por el filósofo Ian Hacking (1995 y 1999). Hacking sostiene que los objetos de clasificación en las ciencias humanas y sociales, que él denomina “tipos humanos” o “tipos interactivos”, son fundamentalmente diferentes de los estudiados en las ciencias naturales, como la física y la química. En concreto, argumenta que las clasificaciones en las ciencias humanas hacen que los tipos estudiados sean inherentemente inestables. A diferencia de los objetos de clasificación en las ciencias naturales, que son indiferentes a cómo se clasifican (por ejemplo, los electrones o el agua), los objetos de clasificación en las ciencias humanas (por ejemplo, niños con autismo o individuos con esquizofrenia) interactúan con sus clasificaciones. Las mismas clasificaciones y los rasgos atribuidos llevan a que las personas que se identifican con esas etiquetas modifiquen sus comportamientos y experiencias de manera que colmen las expectativas asociadas a dichos rasgos. Diferentes mecanismos psicológicos, como la tendencia a colmar estereotipos, generan el efecto bucle de los tipos humanos, de manera que el significado de una clasificación termina cambiando las propias experiencias y comportamientos de las personas clasificadas. Además, Hacking sugiere que las personas clasificadas no solo se ajustan o se auto-interpretan de forma acorde a como son descritas, sino que también evolucionan de formas propias, lo que lleva a la necesidad de revisión constante de la clasificación. En definitiva, los objetos de clasificación en las ciencias humanas son “objetivos móviles”.

Ahora bien, ¿qué hace que un individuo tenga la disposición a colmar las expectativas y los rasgos asociados a una clasificación? Algunos autores (Fernández Castro, 2020; McGeer, 2007, 2015 y 2021; Zawidzki, 2013) han argumentado que los seres humanos están equipados con diferentes mecanismos sociales y del desarrollo orientados al “moldeado de la mente” (mindshaping) de su portador o de otros, de acuerdo con los patrones y normas sociales que pueblan su nicho social. Por ejemplo, Zawidzki (2013) postula que la selección natural habría motivado varios mecanismos de desarrollo diseñados para que su portador sea capaz de aprender normas de conducta y estrategias cognitivas que le permitan comportarse, sentir o tomar decisiones conforme a los cánones sociales de su nicho social. Estos mecanismos supusieron un aumento de la aptitud biológica de sus portadores en tanto que promovieron una homogeneización de las conductas de la población, mejorando las habilidades de coordinación y la cohesión del grupo, con las ventajas para la explotación de recursos y supervivencia que ello conlleva.

Algunos ejemplos de estos mecanismos son: la imitación, la pedagogía natural, el reconocimiento y la aplicación de normas, o las suposiciones estereotipadas6 (Zawidzki, 2013: 24-69). Por poner algunos ejemplos, a diferencia de otros primates, las crías humanas no solo imitan el comportamiento de otros, sino que compulsivamente “sobreimitan” el comportamiento de los adultos con un alto grado de fidelidad. La sobreimitación facilita la adquisición de patrones de comportamiento que, a su vez, promueven las interacciones sociales. En primer lugar, mejora la predicción, ya que una vez que copiamos ciertos comportamientos en un contexto, los demás esperarán que nos comportemos de esa manera en tales contextos. En segundo lugar, la sobreimitación mejora la cooperación porque ayuda a copiar patrones cooperativos de comportamiento que, a su vez, promueven lazos afectivos entre los cooperantes.

Otros ejemplos de moldeado de la mente se encuentran en los mecanismos de pedagogía natural (Csibra y Gergely, 2009), un conjunto de disposiciones que ayudan a los bebés a adquirir ciertos comportamientos de sus cuidadores. Por ejemplo, desde una edad temprana, los bebés entienden el contacto visual con sus cuidadores como una señal para prestar atención al comportamiento posterior. Este mecanismo refuerza el aprendizaje de acciones, en tanto que ayuda a aprender qué acción es adecuada en cada situación. Además, algunas tendencias en los cuidadores fortalecen estas capacidades de aprendizaje, como exagerar el comportamiento en presencia de los bebés. Esto genera una dinámica de aprendizaje en virtud de la cual los bebés entienden y copian los patrones de comportamiento correspondientes.

Por otro lado, los mecanismos del desarrollo no son los únicos que ayudan a reforzar las dinámicas de moldeado de la mente. De hecho, muchas estrategias sociales están orientadas a mostrar desaprobación hacia conductas socialmente no aceptadas o promover ciertos patrones de acción (McGeer, 2007 y 2015). Por ejemplo, los seres humanos exhiben una tendencia a castigar acciones contranormativas. Henrich et al. (2006) han defendido la existencia de una tendencia transcultural en los seres humanos a castigar algunos comportamientos no cooperativos o irracionales a pesar del coste que supone para quien inflige el castigo. De nuevo, este mecanismo ayuda a homogeneizar los comportamientos individuales haciéndolos más predecibles y cooperativos.

Bajo esta perspectiva de los mecanismos sociocognitivos humanos, es posible entender cómo la clasificación diagnóstica puede afectar a los comportamientos y las experiencias de aquellos individuos que reciben una etiqueta psiquiátrica. Por ejemplo, si un individuo considera que está deprimido, su tendencia a colmar los estereotipos sociales con los que se identifica podría promover el refuerzo de los rasgos deprimidos. Más aún, el acceso a información sobre los rasgos asociados a la categoría podría hacer que algunos de sus comportamientos y experiencias previamente no considerados como rasgos psicopatológicos se interpretaran de ese modo, provocando el desarrollo de ciertas disposiciones psicopatológicas que antes no existían.

Para entender cómo podrían operar estos mecanismos, prestemos atención al fenómeno conocido como “ambigüedad yo-enfermedad” (self-illness ambiguity), fenómeno que ha atraído la atención de filósofos y psicólogos (Sadler, 2007; Dings y Glas, 2020; Dings y De Bruin, 2022; Jeppsson, 2022) que han discutido su naturaleza y el rol fundamental que podría jugar dentro del tratamiento clínico. Este fenómeno hace referencia a los casos en los que una persona experimenta cierta ambigüedad cuando se plantea si una conducta o experiencia está motivada por su trastorno o es fruto de su propia agencia. En palabras de Jeppsson (2022: 294):

Los pacientes psiquiátricos a veces se preguntan dónde trazar la línea divisoria entre lo que son –su yo– y su enfermedad mental. ¿Soy yo realmente? ¿Realmente me siento así o es solo mi ansiedad? ¿Tengo una personalidad asertiva o mi comportamiento actual es un síntoma de manía? Los amigos y la familia también pueden decir cosas como: ‘Ahora mismo, no sé si quien habla es él o la enfermedad’.

Este fenómeno no está restringido a las personas con cierta aflicción psiquiátrica. Un individuo sano puede experimentar un fenómeno análogo, por ejemplo, cuando no sabe si un sentimiento de ira o enfado desmedido está generado por la indignación o agravio del contexto o porque está privado de sueño o cansado. En estos casos, uno puede experimentar dudas sobre si su comportamiento es fruto
de su propia agencia o si se debe a otro tipo de rasgos de su situación o su estado.

Nótese que, para que surja el fenómeno de la “ambigüedad yo-enfermedad”, los mecanismos de moldeado de mente expuestos deben desempeñar un papel fundamental a nivel metacognitivo (Fernández Castro y Martínez-Manrique, 2021; Strijbos y de Bruin, 2015; Zawidzki, 2016). A menudo, monitorizamos e interpretamos nuestros comportamientos y nuestras experiencias a través de estructuras normativas como narrativas propias, estereotipos con los que nos identificamos o reglas sociales. Estos marcos interpretativos no solo dan coherencia a una amalgama de experiencias, recuerdos y acciones pasadas, sino que sirven para regular nuestras conductas futuras al trazar trayectorias cognitivas y conductuales que debemos colmar en el futuro. Por eso, cuando explicamos una conducta o experiencia ocurrida bajo un determinado marco interpretativo (por ejemplo, cuando interpretamos nuestra conducta como fruto de la depresión), no solo estamos interpretando dicha conducta o experiencia, sino también estamos influyendo en nuestra conducta futura al establecer una serie de estructuras normativas (por ejemplo, expectativas sociales, reglas de conducta, etc.) a las que nuestro comportamiento actual tenderá a conformarse. Más aún, estas estructuras normativas pueden favorecer conductas y experiencias que no habíamos experimentado previamente. Así, por ejemplo, una persona con acceso a la información relevante sobre el perfil sintomatológico de la depresión podría comenzar a experimentar baja autoestima tras conocer que este es uno de los rasgos característicos de la depresión.

El fenómeno de la “ambigüedad yo-enfermedad” no solo destaca el conflicto entre una narrativa propia del sujeto y una asociada a una enfermedad, sino que, además, subraya que la mente no es una máquina que pasa de estado a estado de manera paramecánica. Más bien, existe un espacio para la (auto)interpretación, y esta puede contribuir a explicar la conducta. Además, dichas interpretaciones se hallan, en la mayoría de los casos, mediadas por las normas sociales y la información procedente del entorno, lo que hace que nuestras acciones y experiencias resulten a menudo influidas por nuestras relaciones interpersonales y los estereotipos y reglas que gobiernan nuestro nicho social.

A grandes rasgos, el marco interpretativo que proponemos descansa en la idea según la cual la explosión diagnóstica podría deberse, en parte, a una dinámica social específica que responde al “efecto bucle”. La modificación de la información pertinente en las categorías diagnósticas y su creciente accesibilidad para la población podrían provocar que categorías como la de la depresión interactúen con individuos que presentan rasgos depresivos, un comportamiento susceptible de fomentar tanto el desarrollo de estos rasgos como la aparición de nuevos comportamientos vinculados al diagnóstico, resultando en un aumento de los casos diagnosticados. Al mismo tiempo, hemos defendido que existen mecanismos metacognitivos de autointerpretación que, al estar mediados por estructuras normativas sociales, pueden hacer que, de hecho, la persona empiece a entender ciertos rasgos propios en términos psicopatológicos, lo que, a su vez, desembocaría en patologías depresivas. Estos procesos auto-interpretativos no solo ayudan a explicar los mecanismos psicológicos subyacentes al “efecto bucle”, sino que también ofrecen una base para especular sobre diferentes modos en los que la propia información clínica y psiquiátrica accesible a través de diferentes fuentes puede constituir un elemento importante en el análisis causal de la explosión diagnóstica.

4. Patologización y despolitización de los malestares

En la sección anterior hemos argumentado que existen mecanismos autointerpretativos de moldeado de la mente que influyen en las personas a través de diferentes fuentes de información social, como estereotipos, reglas sociales o narrativas de algún tipo. En esta sección mantenemos que este marco interpretativo permite, por un lado, hacer compatible la idea de que la explosión diagnóstica está relacionada con el aumento de falsos positivos con el resto de las explicaciones expuestas en la sección 2. Por otro lado, conceptualizamos dos preocupaciones que la bibliografía especializada ha venido señalando en los últimos años y que aparecen interconectadas: el peligro de abordar la salud mental como un problema centrado en el individuo, y el de patologizar la angustia de origen social o político.

En primer lugar, recordemos que nuestro marco interpretativo permite explicar cómo el acceso a cierto tipo de información relacionada con el trastorno puede, de hecho, aumentar los casos de depresión. Por ejemplo, cuando una persona se identifica con cierto rol social, las estructuras normativas asociadas a ese rol pueden desempeñar un papel fundamental fomentando una autointerpretación de las experiencias, conductas y cogniciones de una persona. Estas estructuras generan cierto tipo de expectativas que la persona intenta colmar al identificarse con ellas, bien de manera consciente o inconsciente. Esto hace que, incluso aunque en primera instancia el aumento en los casos de depresión estuviese relacionado con un aumento de falsos positivos, los casos de tristeza extrema acaben convirtiéndose en casos genuinos de depresión debido al efecto bucle y al rol de los mecanismos de moldeado de mente.

Desde este punto de vista, el rol pernicioso de la patologización de la tristeza o el bajo estado de ánimo que señalan Horwitz y Wakefield trasciende el problema de los falsos positivos o de los posibles daños ocasionados por la medicalización de personas que en principio no lo necesitan. Es decir, la asignación de una etiqueta psiquiátrica a personas que se comportan de manera similar a alguien con depresión puede desembocar en el desarrollo de esa misma patología como efecto colateral. Por supuesto, esto no significa que el fenómeno pueda darse sin que existan experiencias o conductas previas que ya sean negativas. Al fin y al cabo, difícilmente alguien que no experimenta falta de sueño, bajo ánimo o falta de apetito va a desarrollar depresión simplemente por tener acceso a cierta información clínica, interacciones personales o narrativas. Sin embargo, la existencia de esas experiencias crea el entorno para que se produzca el efecto bucle y, por tanto, se dispare la aparición del trastorno. De hecho, que los efectos de moldeado de mentes solo se produzcan en casos en los que ya se verifican rasgos depresivos, como los de la tristeza extrema, hace que cobren más sentido algunas de las propuestas evolutivas expuestas en la sección 2. Por ejemplo, desde nuestra perspectiva, tiene sentido pensar que los mecanismos evolutivos asociados con el bajo estado de ánimo puedan activarse excesivamente y, por tanto, desregularse, no solo debido a factores ambientales o sociales, sino también por una sobreestimulación causada por procesos de interpretación y autointerpretación. Tales procesos pueden promover reacciones emocionales depresivas al interpretar la propia conducta y el contexto desde la perspectiva del trastorno. En este sentido, nuestro marco permite articular una interpretación de la emergencia de la explosión diagnóstica desde una pluralidad de causas.

En segundo lugar, este marco interpretativo ofrece no solo una explicación más unificada sobre el aumento de la depresión, sino que también contribuye a dar cuenta de dos preocupaciones frecuentes en la literatura contemporánea: en primer lugar, que, como sugerían algunas perspectivas evolutivas (sección 2), una parte importante del aumento de la depresión está relacionada con el modelo socioeconómico actual; en segundo lugar, el enfoque individualista de ciertas terapias y estrategias para tratar los trastornos, además de obstaculizar un enfoque sociopolítico más efectivo del problema, podría estar potenciando los efectos adversos de estas dinámicas sociales (Davies, 2021; ­Frazer-Carroll, 2023).

Para entender estas dos ideas y cómo se conectan, tengamos en cuenta que numerosos estudios aportan evidencia sobre la influencia de determinados factores sociales –como el aumento de la desigualdad (Murali y Oyebode, 2004) o de la deuda (Fitch et al., 2011; Hojman, Miranda y Ruiz-Tagle, 2016), la falta de protección social (De Silva et al., 2005) o de suficientes recursos para cubrir las necesidades (Muntaner et al., 1998)– incrementan el riesgo en salud mental, en general, y de la depresión, en particular. Sin embargo, a estos factores se suma la exposición a narrativas que promueven no solo el individualismo y la competitividad, sino que también ponen el foco en el sujeto como fuente fundamental de sus problemas mentales. Como varios autores han destacado7, el neoliberalismo, sobre todo a partir de los años ochenta del pasado siglo, viene acompañado de la idea según la cual los ciudadanos deben aspirar a un ideal de independencia y autonomía entendido en términos de talento y esfuerzo, de modo que la financiación colectiva de la salud solo es sostenible si los ciudadanos son responsables de su propia salud (Oosterhuis, 2018: 537-539). En este sentido, el éxito de algunas terapias clínicas, como la terapia cognitivo conductual (Dalal, 2018) se basa en ofrecer a los usuarios las herramientas necesarias para desarrollar las habilidades orientadas al rendimiento y los logros personales, entendidos estos de manera implícita en términos de beneficios y mantenimiento de la capacidad de producción. De esta visión se desprende que los individuos capaces de controlarse a sí mismos, gobernarse y automotivarse pueden tener el control sobre su propia salud y bienestar, independientemente del contexto social y económico en el que se encuentran, siendo responsables de su propio proceso de “recuperación” (Woods, Hard y Spandler, 2022).

Esta interpretación se obvia con frecuencia en la representación del trastorno que ofrece el Manual Diagnóstico y Estadístico de los ­Trastornos Mentales (DSM). Filósofas como Serife Tekin (2015), por ejemplo, han defendido que vivimos en una “cultura del DSM” que promueve una visión del trastorno mental como algo aislable, manejable e independiente del individuo. Esta visión sugiere que el trastorno es un agente externo que afecta las capacidades del individuo, sin relación alguna con su contexto vital o con otros aspectos de su situación. De acuerdo con Tekin, el DSM proyecta una imagen insensible al contexto e hiponarrativa del trastorno mental, posibilitando que los individuos interpreten sus propios rasgos personales con una caracterización vaga y amplia de la personalidad asociada a un diagnóstico, incluso cuando dicha caracterización no se corresponde con su personalidad. Estos argumentos críticos apuntan en una dirección: mientras que una gran parte de los diagnósticos depresivos podrían están causados por factores sociales –y principalmente necesitados de intervención política–, los modos de afrontar el trastorno, tanto a nivel terapéutico como desde el propio diagnóstico, ponen el énfasis en la funcionalidad individual. Esto, además, contribuye a responsabilizar –y, en cierto modo, a culpabilizar– a los individuos de su propio trastorno.

Existe otro problema añadido a lo anterior. La narrativa individualista que se promueve desde el DSM, la terapia cognitivo-conductual o las propias instituciones que gestionan las políticas públicas podrían estar no solo haciendo pasar casos de tristeza, desafección o ansiedad derivados de los problemas sociales como (falsos) casos de depresión; sino que, además, considerando los mecanismos de moldeado de la mente y el efecto bucle, podrían generar activamente casos de depresión. Esto ocurre porque, en primer lugar, la prevalencia de narrativas sociales individualistas y patologizantes favorece la interpretación de experiencias que no son necesariamente patológicas, y que a menudo son consecuencia de las dinámicas sociales propias del modelo de producción capitalista (como la fatiga crónica, el estado de ánimo bajo, la ansiedad o la falta de sueño), como si fueran disfunciones internas del individuo; una interpretación que puede desencadenar un tipo de efecto bucle similar al generado por la información y clasificaciones clínicas discutidas anteriormente. Esta dinámica puede intensificar los problemas existentes y provocar nuevas conductas y experiencias depresivas como resultado de la adaptación a las expectativas sociales asociadas al diagnóstico.

En definitiva, los mecanismos de modelado mental y el efecto bucle ayudan a comprender por qué el aumento en los diagnósticos debido a un incremento de falsos positivos no contradice la posibilidad de un aumento real de casos. Desde nuestra perspectiva, interpretar el malestar generado por condiciones sociales a través de un enfoque individualista, asumiendo que estas emociones y comportamientos son el resultado de una disfunción interna, puede llevar a las personas a desarrollar efectivamente un trastorno clínico de depresión.

5. Conclusiones

Las estadísticas globales sobre la prevalencia e incidencia de la depresión presentan una paradoja llamativa. A pesar de vivir en una sociedad cada vez más sensibilizada con la salud mental, que asigna más recursos a su cuidado y en la que se verifica el progreso científico y médico, parece que los casos de depresión están en aumento. Este artículo ofrece una posible solución a esta paradoja desde la filosofía de la mente contemporánea. Tras examinar cómo el efecto bucle y los mecanismos psicológicos que moldean la mente podrían explicar el notable aumento en los diagnósticos de depresión como resultado de los procesos de autointerpretación humana y de ciertas dinámicas sociales, hemos argumentado que el aumento de la depresión podría precisamente verse, al menos parcialmente, como un subproducto del conocimiento científico y clínico, pero también del tipo de narrativas sociales y perspectivas individualistas sobre la enfermedad mental promovidas por las instituciones encargadas de políticas de salud mental, el DMS o incluso algunas terapias.

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NOTAS

* Universidad de Granada (vfernandezcastro@ugr.es).

** Utrecht University (m.nunezdepradogordillo@uu.nl).

 El desarrollo de este trabajo ha sido financiado por la Fundación BBVA (Beca Leonardo 2021 para Investigadores y Creadores Culturales) y del Ministerio Español de Ciencia e Innovación (Ayuda de Investigación Juan de la Cierva IJC2019-040199-I (ambas otorgadas a Víctor Fernández Castro), así como también por el proyecto “Las raíces sociales de la salud mental (PID2021-126826NA-I00)” de la Agencia Española de Investigación (en el que participan ambos autores). El trabajo también recibió apoyo del proyecto ‘Shaping our action space: A situated perspective on self-control’ (VI.Vidi.195.116) del Dutch Research Council (NWO), en el que participa Miguel Núñez de Prado.

1 Véanse también GBD 2019 Diseases and Injuries Collaborators (2020) y GBD 2019 Mental Disorders Collaborators (2022).

2 Por el contrario, los datos del INE apuntan de nuevo a una tendencia descendente: si bien en 2014 el 5,6 por ciento de la población consumió antidepresivos o estimulantes en las dos semanas previas a la encuesta, en 2020 este porcentaje se situó en el 4,52 por ciento. Sin embargo, si tenemos en cuenta la relación con los índices de prevalencia obtenidos en la misma encuesta, estos datos apuntan a la misma paradoja: un menor acceso a medicación antidepresiva debería ir seguido de un aumento en la prevalencia de la depresión, no de un descenso como el observado en el mismo estudio.

3 Argumento que no es nuevo: véase también Szasz (1961).

4 Todas las citas han sido traducidas por los autores.

5 Los autores de la tercera edición del Manual Diagnóstico y Estadístico de los Trastornos Mentales (DSM-III) intentaron promover una estrategia vacua de unificación que buscaba abordar los trastornos mentales según su nosología, y no por su etiología; es decir, separar la observación psiquiátrica de las teorías. Esta estrategia permitió resolver diversas necesidades prácticas, como llevar a cabo estudios epidemiológicos, facilitar la comunicación entre profesionales de diferentes enfoques teóricos o proporcionar una herramienta de evaluación para asuntos relacionados con los seguros médicos (Murphy, 2020).

6 Los mecanismos que moldean la mente (mindshaping mechanisms) son una clase heterogénea. Pueden variar según diferentes factores: el objetivo, el modelo, etc. Por ejemplo, el mecanismo puede ser implementado en la mente que está siendo moldeada o en la mente que moldea a la otra mente (Zawidzki, 2013: 29-64).

7 Entre ellos, Davies (2021), González Duro (2017) y Oosterhuis (2018).

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