La ventaja de trabajar: salud mental, pobreza y empleo en España

La ventaja de trabajar: salud mental, pobreza y empleo en España

Fecha: diciembre 2023

Aroa Tejero* y Sigita Doblytė**

Salud mental, pobreza, participación laboral

Panorama Social, N.º 38 (diciembre 2023)

En este artículo se analiza la relación entre salud mental, pobreza y participación laboral en España. La participación en el mercado laboral se constituye en factor protector de la salud mental: aquellas personas que trabajan tienen menores tasas de trastornos mentales comunes que aquellas que se encuentran desempleadas. Esta influencia positiva del trabajo en la salud mental se mantiene incluso en situaciones de insuficiencia de recursos. El trabajo protege de los trastornos mentales comunes debido a su capacidad de inclusión en otras esferas de la sociedad y de mejora de la valoración individual y social.

1. introducción

Los problemas de salud mental afectan a alrededor de 75 millones de personas en Europa, y a 8 millones de personas en España, siendo los más habituales la ansiedad (5,8 por ciento y 5,4 por ciento, respectivamente) y la depresión (4,6 por ciento y 6 por ciento, respectivamente) (Global Burden of Disease [GBD], 2019). La alta prevalencia de estos trastornos mentales comunes afecta especialmente a la población en edad laboral (Ruiz-Rodríguez et al., 2017), lo que supone una pérdida de salud y bienestar en edades centrales del ciclo vital y afecta a otras dimensiones de las condiciones de vida.

En este contexto, está creciendo el interés por analizar los trastornos mentales comunes a través de los determinantes sociales de la salud (Organización Mundial de la Salud [OMS], 2014): el conjunto de factores sociales, políticos, económicos, ambientales y culturales que ejercen influencia sobre el estado de salud de las personas (OMS, 2004). Entre estos factores se encuentran los ingresos, los bienes y servicios a los que se puede acceder, las condiciones de trabajo y el acceso a la atención sanitaria. Más concretamente, se destacan la posición socioeconómica y la participación en el mercado de trabajo como dos dimensiones en las que se encuentran algunos de los factores de riesgo de salud mental más importantes: la insuficiencia económica, la situación de privación, el desempleo y/o la precariedad laboral.

Por un lado, es extensa la literatura que evidencia la influencia de la pobreza sobre la salud mental. Las personas con una peor posición socioeconómica tienen menos oportunidades de controlar sus recursos para satisfacer sus necesidades básicas, lo que incide directamente en su nivel de salud mental (Aneshensel, 2009; Kuruvilla y Jacob, 2007; Murali y Oyebode, 2004; OMS, 2014; Patel y Kleimann, 2003). Por otro lado, tanto la desconexión del mercado de trabajo, como la participación en trabajos precarios inciden directamente en la probabilidad de padecer una enfermedad mental (Escudero-Castillo, Mato Díaz y Rodríguez-Álvarez, 2022 y 2023). Estas condiciones no influyen en la salud mental de manera aislada, sino que también interaccionan entre ellas multiplicando sus efectos, por lo que se señala la necesidad de aclarar las relaciones causales entre estos determinantes sociales específicos (Baumgartner y Burns, 2014).

Examinar los factores que contribuyen a una mejor o peor salud mental es complejo. Por una parte, porque implica conceptualizar tanto lo que se quiere explicar (la salud mental), como los factores influyentes (los determinantes sociales de la salud). Esas conceptualizaciones son constructos que funcionan en un contexto social particular y un momento histórico determinado (Mills, 2015) y requieren fuentes de datos e indicadores que permitan una medición adecuada (Lund, 2014). Por otra parte, porque la relación de la salud mental con esos determinantes sociales puede ser bidireccional (Alegría et al., 2019; OMS, 2014). Las condiciones de vida influyen en el nivel de salud mental y, a su vez, la salud mental condiciona las oportunidades y los recursos para alcanzar condiciones de vida que garanticen un bienestar adecuado. Por lo tanto, se crea un contexto de interacciones mutuas difícil de desentrañar.

El objetivo general de este artículo consiste en analizar la relación entre salud mental, pobreza y participación laboral en España con las fuentes de datos disponibles. Más concretamente, se busca entender la conexión entre la situación socioeconómica (medida a través de diferentes indicadores de pobreza y del nivel de renta) y los trastornos mentales comunes, así como también describir la relación entre la participación laboral (el desempleo y la precariedad laboral) y la salud mental. Además, se presta especial atención a la interacción entre el bienestar psicológico, la posición socioeconómica y la participación laboral, con la pretensión de determinar si la situación de desventaja económica y laboral se superponen multiplicando sus consecuencias sobre la salud mental; o si el trabajo, más allá de la generación de recursos económicos, supone un factor de protección de la salud mental.

La estructura del artículo es la siguiente. Tras la introducción, el segundo apartado traza el concepto de salud mental del que se parte, y expone las fuentes de datos y los indicadores que, en posteriores apartados, se emplean en el análisis descriptivo. En el tercer apartado se analiza la relación entre la posición socioeconómica y la salud mental y en el cuarto, la relación entre la salud mental y la participación laboral. En el quinto apartado se examina la relación entre los tres fenómenos, y en el sexto se resumen las principales conclusiones de la investigación.

2. La medición de la salud mental en relación con la pobreza y la participación laboral

Los problemas de salud mental se pueden dividir en dos tipos: por un lado, los problemas o trastornos psicológicos que no alcanzan las condiciones para un diagnóstico clínico dentro de los sistemas de clasificación psiquiátricos. Por otro lado, los trastornos mentales con diagnóstico que se “caracterizan por una alteración clínicamente significativa de la cognición, la regulación de las emociones o el comportamiento de un individuo” (OCDE, 2012; OMS, 2022). Estos últimos pueden ser comunes (ansiedad y depresión) o severos (esquizofrenia, trastorno bipolar o abuso de alcohol y drogas) (OMS, 2014).

En este artículo se parte de esta conceptualización de problemas de salud mental para analizar los trastornos mentales comunes (con y sin diagnóstico). Sin embargo, el reto se presenta a la hora de medir la incidencia de estas afecciones en relación con la pobreza y la participación laboral, ya que se requiere de fuentes de datos que incluyan información sobre las condiciones materiales de los hogares (pobreza), la participación laboral de los individuos y la salud (mental). Actualmente, no hay ninguna fuente de datos que tenga por objetivo recoger información para sistematizar indicadores de estas tres dimensiones. En el cuadro 1 se presenta un resumen de las fuentes de datos seleccionadas, los años para los que se han recogido los datos y la operacionalización del concepto de trastorno mental.

El cuadro 1 incluye dos encuestas de referencia en el estudio de la pobreza y la exclusión social. En primer lugar, la Encuesta de Condiciones de Vida (ECV), recoge información sobre los ingresos y otras dimensiones de bienestar de los hogares, así como también sobre la participación laboral individual. Sin embargo, y aunque incluye un módulo sobre salud que se repite en todas las ediciones, no tiene entre sus objetivos la monitorización de la salud mental. Para este artículo se han seleccionado los resultados de 2021 porque es la única edición que incluye una pregunta específica relacionada con la salud mental autopercibida (y no diagnosticada) en el contexto de la COVID-19: en concreto, se pregunta sobre si han experimentado cambios en el ánimo (haciendo referencia específica a la ansiedad, el miedo, la preocupación, el estrés, etcétera) como consecuencia de la COVID-19. Por lo tanto, este indicador estaría recogiendo trastornos psicológicos sin hacer referencia al diagnóstico de esas condiciones.

La principal desventaja de esta pregunta es que hace referencia a la COVID-19, una situación extraordinaria que complica la comparación. Sin embargo, los niveles de afectación del ánimo detectados con esta pregunta son muy similares a los que la OMS y la OCDE definen como riesgo de depresión, recogidos a través de una escala que incluye información sobre cinco dimensiones (sentirse alegre, tranquilo/a, activo/a, descansado/a y que la vida diaria está llena de cosas interesantes) medidas en un intervalo de 0 a 100, donde puntuaciones superiores a 50 indican riesgo de padecer depresión (OCDE, 2021).

En segundo lugar, la Encuesta sobre Integración y Necesidades Sociales FOESSA (EINSFOESSA), tiene como principal objetivo cuantificar y analizar las condiciones de vida y la exclusión social en España (FOESSA, 2019). Esta fuente de datos permite la medición de la pobreza y la exclusión desde una perspectiva multidimensional, ya que recoge información sobre empleo, consumo, participación política, educación, vivienda, salud, conflicto y aislamiento sociales. Respecto a la salud mental, permite medir la prevalencia de los trastornos mentales comunes, ya que se pregunta sobre el diagnóstico de trastornos del estado de ánimo (depresión, ansiedad, trastorno obsesivo compulsivo, etcétera).

Junto a estas dos encuestas se analizan los microdatos de una de las encuestas de referencia en el estudio de la salud y sus determinantes, la Encuesta Nacional de Salud (ENS). Su objetivo es conocer el estado de salud individual y sus factores determinantes. Esta fuente de datos es la que facilita una mejor operacionalización del riesgo de padecer trastornos de salud mental, ya que incluye el Cuestionario General de Salud (General Health Questionnaire, GHQ) que permite construir la escala GHQ-12. Esta prueba psicométrica está diseñada para detectar trastornos psiquiátricos diagnosticables y es el instrumento de detección de trastornos mentales comunes más utilizado, además de una medida general de bienestar psicológico ­(Sánchez-López y Dresch, 2008). El rango de puntuación es de 0 a 12, y se considera que una persona está en riesgo de trastornos mentales comunes cuando su puntuación es de 3 o más puntos. La ENS también recoge mucha información sobre la situación laboral de las personas encuestadas. Sin embargo, no permite analizar con tanto detalle el contexto de pobreza y exclusión social.

3. Pobreza y salud mental ¿influyen más los aspectos económicos, materiales o subjetivos?

En la bibliografía académica prevalece el consenso sobre la influencia de la posición socioeconómica en la salud mental, aunque la conexión es compleja. Concretamente, se ha analizado la importancia de la pobreza como factor condicionante de los trastornos mentales comunes (Aneshensel, 2009; OMS, 2014; Patel y Kleimann, 2003). Otros estudios han empleado un concepto más amplio como el de exclusión social, llegando a la misma conclusión de influencia mutua (Baumgartner y Burns, 2014; Oliveros, Agulló-Tomás y Máequz-­Álvarez, 2022). En general, la pobreza y la exclusión social se entienden como fenómenos multidimensionales que implican una incapacidad para satisfacer las necesidades básicas y se relacionan con la baja educación y la mala salud (Murali y Oyebode, 2004; Kuruvilla y Jacob, 2007). La principal diferencia entre ambos conceptos es que la pobreza suele referirse a las dimensiones económicas y materiales de las condiciones de vida (aunque desde diferentes perspectivas), mientras que la exclusión social incluye también otras esferas sociales (como la inclusión laboral o la participación social, entre otras).

Sin embargo, la complejidad de esta relación no se debe solo a esa multidimensionalidad y la diversidad de factores que intermedian, sino a que es una relación bidireccional de retroalimentación que produce un círculo vicioso (Lund, 2012; OMS, 2014; Patel y Kleimann, 2003; ­Santos y Ribeiro, 2011): la pobreza aumenta la probabilidad de sufrir un trastorno de salud mental y, a su vez, esos trastornos llevan a ingresos más reducidos y menores oportunidades de empleo, lo que conduce nuevamente a la pobreza y a un aumento del riesgo de mala salud mental. Por tanto, la pobreza puede ser tanto una causa (estrés derivado de la mala situación económica o aumento de los costes que produce padecer una enfermedad mental), como una consecuencia de la mala salud mental (porque dificulta la consecución de recursos económicos o por el efecto que puede tener un diagnóstico psiquiátrico en las probabilidades de pobreza).

De lo anterior se derivan las posibles explicaciones teóricas sobre la relación entre pobreza y salud mental que refuerzan la idea de causalidad retroalimentativa entre ambas situaciones (Lund, 2012; Murali y Oyebode, 2004; Saraceno, Levav y Kohn, 2005). Por un lado, la explicación de la causación social destaca que serían las situaciones adversas (inseguridad económica, laboral, alimentaria, etc.), sumadas a la falta de recursos para poder enfrentarlas, lo que podría contribuir al deterioro de la salud mental (Aneshensel, 2009). Por otro lado, la hipótesis de la selección social señala que quienes viven con enfermedades mentales tienen más probabilidad de caer y persistir en la situación de pobreza. Como consecuencia de una menor inclusión laboral, un mayor gasto en salud y el estigma asociado a la condición mental ­(Costello et al., 2003). La hipótesis de la causación social está más asociada a los trastornos mentales comunes, mientras que la hipótesis de la selección social se relaciona con los trastornos mentales severos (Saraceno, Levev y Kohn, 2005). De todas formas, la relación entre estas dos situaciones es compleja, y, en la mayoría de las enfermedades mentales, los mecanismos causales se mueven en las dos direcciones (Lund, 2012).

El análisis de la relación bidireccional entre la pobreza y la salud mental se complica aún más por la diversidad de definiciones, conceptos y estrategias de medición (Baumgartner y Burns, 2014; Lund et al., 2010, Santos y Ribeiro, 2011). En efecto, las medidas de pobreza y salud mental inconsistentes e imprecisas representan un claro obstáculo en esta área de investigación (Cooper, Lund y Kakuma, 2012). Por un lado, no se discute la asociación entre los dos fenómenos, pero se señala que la intensidad de esa asociación depende del indicador de pobreza que se utilice (OMS, 2014). Por otro lado, el debate actual gira en torno a qué dimensiones de la pobreza tienen mayor influencia, reconociendo que el uso de indicadores únicamente económicos no refleja la privación en otras dimensiones (Lund, 2014).

El cuadro 2 reúne los diferentes indicadores de pobreza y posición socioeconómica. En primer lugar, el indicador de riesgo de pobreza identifica a aquellas personas que viven en hogares cuyos ingresos se sitúan por debajo del umbral de pobreza (60 por ciento de la renta mediana equivalente). Es decir, se trata de un indicador económico y relativo: tiene en cuenta todos los ingresos que se reciben en el hogar (laborales y transferencias) e identifica a las personas en situación de pobreza por comparación con los ingresos del resto de hogares en la sociedad. El indicador de pobreza severa, incluido en segundo lugar, es similar al anterior, pero sitúa el umbral de pobreza en el 40 por ciento de la renta mediana equivalente.

En tercer lugar, se presenta la tasa de privación material severa que identifica a aquellos hogares que, de una lista de nueve ítems que se consideran importantes para la inclusión social, no pueden acceder, al menos, a cuatro de ellos1. En cuarto lugar, se mide la exclusión social a través del Indicador Sintético de Exclusión Social (ISES), que agrega información sobre 35 indicadores de empleo, consumo, participación política, educación, vivienda, salud, conflicto y aislamiento sociales. El resultado es un índice que permite distinguir a los hogares en inclusión (que no tienen ningún problema detectado o con algún problema, pero con un ISES en torno a la media de la sociedad) de los hogares excluidos (el ISES supone, al menos, más del doble de la media del conjunto de España).

En quinto lugar, se incorpora un indicador subjetivo basado en las percepciones individuales sobre la propia situación económica y que mide la tensión económica. Esta perspectiva es importante porque algunos estudios han mostrado que la tensión económica se halla fuertemente asociada con el comienzo y con la duración de los episodios de mala salud mental (Weich y Lewis, 1998). El indicador seleccionado identifica aquellos hogares que declaran llegar con mucha dificultad a fin de mes, una medida adecuada porque refleja la apreciación subjetiva tanto de los gastos habituales necesarios del hogar, como de la suficiencia de sus ingresos para llegar a fin de mes (Filandri, Pasqua y Struffolino, 2020).

Por último, para poder medir la situación socioeconómica con la ENS, se utiliza un indicador de nivel de ingreso autodefinido basado en la indicación del rango de ingresos en el que las personas encuestadas incluyen la renta de sus hogares. Con el fin de complementar esta última perspectiva, también se añade un indicador similar derivado de la ECV que recoge la posición en la distribución de la renta dividida en quintiles. Aunque, estrictamente, estas variables no permiten identificar la situación de pobreza, sí ofrecen la posibilidad de analizar si la relación entre la situación socioeconómica y la salud mental difiere en función del nivel de ingreso/riqueza. Algunas investigaciones señalan la importancia de no diferenciar solo a los pobres de los no pobres, sino de incluir diferentes niveles de ingreso para ver la gradación de esta relación (Lund, 2014).

Los resultados de la ECV y de su indicador de afectación del ánimo durante la pandemia muestran la ausencia de diferencias significativas cuando se mide la situación económica: la tasa de afectación del ánimo entre personas en riesgo de pobreza o pobreza severa y las que no están en la pobreza es similar, en torno al 54 por ciento (gráfico 1). Tampoco se observan grandes desigualdades entre las posiciones en la distribución de la renta, que varían de un 52,6 por ciento en el quintil más alto que indican padecer afectación del ánimo, a un 54,6 por ciento que indican esa misma situación en el quintil más bajo. Sí hay una mayor incidencia de la mala salud mental entre quienes se encuentran en situación de privación material severa (64 por ciento) o pobreza subjetiva (61,8 por ciento). Es probable que la similitud en los resultados de esta encuesta se deba a la alusión directa que hace la pregunta a cómo afectó la pandemia al ánimo de las personas encuestadas, derivando un efecto igualador de la COVID-19 entre las diferentes posiciones socioeconómicas.

Los datos de la EINSFOESSA ya muestran un panorama algo más diverso, aunque las diferencias entre quienes padecen y no padecen pobreza/exclusión social siguen siendo mayores con los indicadores no económicos (gráfico 2). La tasa de afectación del ánimo de las personas en riesgo de pobreza y en situación de pobreza severa vuelve a ser similar (9,5-9,8 por ciento), aunque más alta que la del resto (8,1-8,4 por ciento). En cambio, los indicadores no económicos sí influyen en el grado de incidencia de los trastornos mentales comunes. Por un lado, el 13,7 por ciento de las personas en situación de privación material severa señalan estar diagnosticadas de depresión, ansiedad o una afectación similar. Y, por otro lado, el 11,7 por ciento de las que sufren tensión económica o exclusión social se reconocen aquejadas de un trastorno del estado del ánimo.

La ENS solo permite un acercamiento a la posición socioeconómica y no a la pobreza o la exclusión social. Sin embargo, el resultado es claro en cuanto al riesgo de trastornos mentales comunes (gráfico 3): a mejor posición económica, menor incidencia de tales trastornos. Las tasas de problemas de salud mental medidos con la escala GHQ-12 varían del 35,4 por ciento entre las personas que viven con menos de 570 euros al mes, al 11,3 por ciento entre las que viven con más de 2.700 euros al mes. Se podrían establecer tres niveles de ingreso con tres grados de incidencia de los problemas de salud mental: tasas altas de trastornos mentales comunes (23-35 por ciento), cuando se ingresa menos de 1.050 euros al mes; tasas medias (18-20 por ciento), cuando los ingresos oscilan entre 1.050 y 1.800 euros al mes; y tasas bajas (11-15 por ciento), cuando las rentas son superiores a 1.800 euros al mes.

De los datos anteriores se desprenden tres conclusiones. Por un lado, como señalan algunos autores ya referidos, el uso del indicador de pobreza puede afectar al resultado sobre la intensidad de la relación entre la posición socioeconómica y los trastornos mentales (OMS, 2014). Por otro lado, los indicadores económicos de pobreza muestran una asociación más débil con los trastornos mentales (Patel y Kleimann, 2003), por lo que se pone de manifiesto la necesidad de incluir otras dimensiones de pobreza para poder analizar mejor su conexión con la salud mental. Por último, se corrobora la “gradación social” de la relación de los ingresos y la salud mental, según la cual la influencia de la posición socioeconómica sucede a lo largo de un continuo, no es una variable dicotómica: las personas en peores posiciones socioeconómicas tienen mayores riesgos de salud mental, pero los riesgos se distribuyen entre toda la población (Alegría et al., 2019; Allen et al., 2014; Moreno, Lostao y Regidor, 2023).

4. Trabajo y salud mental: ¿supone un mayor riesgo el desempleo o la precariedad?

La relación entre la salud mental y la participación en el mercado laboral tampoco está exenta de complejidad. Las investigaciones al respecto enfocan la atención en dos tipos de influencias sobre el bienestar psicológico: la del desempleo y la de la precariedad laboral. Las principales conclusiones derivadas de la primera línea de investigación (desempleo-salud mental) destacan que la situación de empleo es uno de los factores más importantes a la hora de explicar las diferencias en la prevalencia de los trastornos mentales en adultos. Es decir, la falta y la pérdida de empleo suelen estar relacionadas con un aumento del riesgo de mala salud mental ­(Escudero-Castillo, Mato Díaz y ­Rodríguez-Álvarez, 2022; Murali y ­Oyebode, 2004; Virgolino et al., 2022) y, concretamente, de la depresión y la ansiedad (OMS, 2014). Trabajar constituye una de las mejores estrategias para conseguir recursos que garanticen un mayor bienestar económico y material, pero también de salud mental (Ford et al., 2010; Llena-Nozal, Lindeboom y Portrait, 2004; Jahoda, 1981).

Aunque esta relación parece clara, nuevamente, se articula como bidireccional: la participación laboral afecta a la salud mental, pero también la salud mental influye en cómo se participa en el mercado laboral (OCDE, 2021). Esa doble causalidad genera un círculo vicioso similar al de la pobreza (Escudero-Castillo, Mato Díaz y Rodríguez-Álvarez2022). Tener una mala salud mental aumenta las probabilidades de perder un empleo y disminuye las oportunidades de volver al mercado laboral, empeorando la situación de exclusión social que acaba incidiendo en una mayor prevalencia e intensidad de los trastornos mentales; que, a su vez, implican volver al principio del círculo, aumentando la situación de exclusión.

La segunda línea de investigación evalúa el impacto de la precariedad laboral en la salud mental desde diferentes dimensiones. En general, una mayor precariedad laboral aumenta los riesgos de padecer un trastorno de salud mental (Escudero-Castillo, Mato Díaz y Rodríguez-­Álvarez, 2023). Esta influencia se produce a través de varios mecanismos: el entorno laboral estresante asociado a un empleo precario; el mayor riesgo de privación por los bajos salarios y las malas condiciones laborales; las limitaciones vitales derivadas de la inestabilidad laboral; la mayor probabilidad de empleos en ambientes peligrosos con menor salud laboral y estándares de seguridad más bajos; el mayor riesgo de desempleo y de entrar en ciclos de empleo-­desempleo; y la mayor tensión laboral (Vives et al., 2013). En definitiva, el empleo precario supone una mayor discontinuidad e inseguridad laboral, un menor control sobre las condiciones de trabajo y una menor protección legal (acceso a derechos) y económica (bajos salarios y menor acceso a prestaciones).

La inseguridad y la inestabilidad laboral parecen ser las condiciones que más influyen en la salud mental de los trabajadores (­Escudero-Castillo, Mato Díaz y Rodríguez-­Álvarez, 2023; Karabchuk y Soboleva, 2020). Tener un empleo temporal, informal o una falta de rutina empeora el bienestar psicológico de las personas. Así, la precariedad laboral, cuando es muy intensa (y se acumulan las desventajas en varias dimensiones), provoca consecuencias tan negativas como el desempleo (Broom et al., 2006). Es decir, los beneficios en términos de salud que supone tener un empleo dependen mucho de la calidad de este (Butterworth et al., 2012).

Para el análisis de la influencia de la participación laboral sobre la salud mental se operacionaliza, por un lado, el concepto de situación laboral (cuadro 3). Este indicador distingue a las personas que están trabajando, de las que están en desempleo (de larga duración, cuando su situación dura más de un año) y de las inactivas (es decir, de todas aquellas que no ejercen ninguna actividad económica, por ejemplo, las jubiladas, incapacitadas para trabajar, dedicadas a las labores domésticas y de cuidado o los estudiantes). Por otro lado, en tanto concepto multidimensional, la precariedad laboral incluye las siguientes dimensiones: el tipo de contrato (indefinido o temporal); el tipo de jornada (parcial o completa); el tipo de empleo, que, además del contrato indefinido, distingue la duración del contrato temporal e incluye el trabajo atípico (sin contrato, con contrato verbal o de ayuda familiar); la exclusión de empleo, que se mide mediante un índice que agrega información sobre la situación de empleo de las personas activas del hogar y del oficio y tipo de empleo de la persona sustentadora principal; y la inestabilidad laboral grave, que identifica a los hogares cuyo sustentador/a principal ha tenido durante un año tres o más contratos, ha trabajado en tres o más empresas o ha sufrido más de tres meses en desempleo.

En el gráfico 4 se presentan los resultados sobre la afectación del ánimo según la situación laboral, el tipo de contrato y el tipo de jornada. Los resultados muestran que tanto el acceso al empleo como su calidad inciden en la valoración que las personas encuestadas han hecho de su bienestar psicológico. Por un lado, quienes trabajan tienen menor tasa de afectación del ánimo (52,8 por ciento) que las personas desempleadas y, especialmente, que quienes están en desempleo de larga duración (59,4 por ciento). Por otro lado, los trabajos temporales y a jornada parcial aparecen asociados a un mayor riesgo de afecciones mentales comunes (55,2 por ciento y 57,9 por ciento, respectivamente). Los datos indican que el efecto igualador de la influencia de la pandemia sobre la salud mental en función de la posición socioeconómica no se observa tan claramente cuando se analiza la participación laboral.

En el gráfico 5 se analizan las características laborales, pero, en este caso, sobre los trastornos del estado de ánimo. También se presentan indicadores que miden la situación laboral y la precariedad. Respecto al primero de ellos, se vuelve a ver la importancia de trabajar para evitar el riesgo de mala salud mental: la tasa de trastornos del estado del ánimo de las personas que trabajan (5,7 por ciento) es la mitad que las desempleadas e inactivas (11,5-11,8 por ciento). Las personas que viven en hogares en situación de exclusión laboral presentan una mayor tasa de trastornos del estado de ánimo (8,9 por ciento). Además, el indicador específico de inestabilidad laboral grave no muestra diferencias significativas con quienes no se hallan en esta situación (7,7-7,8 por ciento).

El gráfico 6 recoge los datos de la ENS que muestran la relación entre los trastornos mentales comunes y diferentes características laborales. Por un lado, respecto a la situación de empleo, se refleja la misma tendencia que en las otras encuestas: las personas que trabajan disfrutan de mejor salud mental que las inactivas o desempleadas. Por otro lado, los datos indican que, a mayor precariedad, mayor incidencia de trastornos de salud mental: los asalariados con contrato indefinido destacan por su menor tasa (12,1 por ciento); les siguen aquellos que cuentan con contratos temporales de menos de un año de duración (13,6 por ciento) y de más de un año (14,6 por ciento), así como los que declaran un trabajo atípico (17 por ciento). El tipo de jornada también muestra esta incidencia de la precariedad: el 16,2 por ciento de los trabajadores con jornada parcial manifiestan padecer algún trastorno mental común.

A pesar de los diferentes indicadores y datos empleados para medir la prevalencia de la mala salud mental, los resultados indican consistentemente una mayor influencia del desempleo que del empleo precario. Además, se vislumbra también cierta gradación en la prevalencia de los trastornos mentales comunes en función del nivel de precariedad, desde las menores tasas del trabajo indefinido, pasando por la duración de la temporalidad, la parcialidad y el trabajo atípico que, siendo el más inseguro (por su falta de contrato y, por tanto, de regulación de las condiciones de trabajo), refleja los grados más altos de malestar psicológico.

5. Pobreza, trabajo y salud mental: ¿a igualdad de situación económica, el trabajo protege de la mala salud mental?

Tanto la revisión de la literatura como la descripción de los datos disponibles para España han permitido mostrar la relación entre la pobreza y la salud mental, por un lado, y la participación laboral y la salud mental, por otro. Sin embargo, y aunque la complejidad de esas asociaciones ya es muy alta, resulta de interés analizar la relación de esas dos situaciones de exclusión (económica y laboral) con la salud mental (Murali y Oyebode, 2004). A continuación, se busca determinar dos de las posibles explicaciones para esta relación a tres bandas. Por una parte, cabe la posibilidad de que la pobreza y la participación laboral se retroalimenten provocando un mayor riesgo de padecer algún trastorno mental común (un círculo aún más vicioso). Por otra parte, el trabajo (entendido como inclusión social y no solo económica) podría suponer un factor protector de la salud mental de las personas que se encuentran en situación de pobreza.

La posible profundización del círculo vicioso resulta de la mayor probabilidad de que las personas que se encuentran en situación de pobreza participen en el mercado de trabajo de manera precaria, multiplicando los efectos negativos de la exclusión económica y la exclusión laboral. La participación laboral condiciona el nivel económico de las personas y, a su vez, las personas con una mejor posición económica tienen más margen para buscar un empleo que no sea precario. En este contexto, las malas condiciones laborales estarían asociadas a la discontinuidad laboral que produce incapacidad para mantener los estándares de vida ­(Escudero-Castillo, Mato Díaz y Rodríguez-­Álvarez, 2023). Es decir, la precariedad está asociada a la pobreza cuando se traduce en carreras laborales discontinuas de empleo-desempleo y cuando los periodos de empleo no generan ni los suficientes ingresos, ni los suficientes derechos de protección, para el mantenimiento del nivel de vida en periodos de desempleo. La población en situación de pobreza también está expuesta a ambientes de empleo más estresantes y poco gratificantes y a un menor acceso a información y redes de apoyo social (Murali y Oyebode, 2004). Todo lo anterior redunda en mayores probabilidades de padecer una enfermedad mental, condicionando una menor empleabilidad y volviendo al inicio del círculo a través de un aumento del riesgo de pobreza y exclusión social (Oliveros, Agulló-Tomás y ­Márquez-Álvarez, 2022).

El segundo argumento se basa en que el trabajo puede ser un factor protector de la salud mental de las personas que sufren pobreza. La participación laboral implica una inclusión que trasciende la dimensión económica pudiendo incidir en algunos de los factores de protección de la salud mental señalados por la OMS (2004): mayor acceso a redes de apoyo social, mayor autonomía, mayor sentimiento de dominio y control, y vida en un ambiente más previsible. Estos factores protectores se relacionan con las funciones no económicas y con los aspectos positivos del trabajo (Jahoda, 1981; Salanova, Hontangas y Peiró, 1996): estatus y prestigio social (un lugar en la jerarquía social y un significado de esa posición), fuente de identidad personal que permite desarrollar las capacidades propias, oportunidades para la interacción social, estructuración del tiempo y de la vida diaria. La ausencia de estas funciones que, en muchas ocasiones, trae consigo el desempleo es un determinante del aumento de los trastornos mentales comunes (Escudero-­Castillo, Mato Díaz y Rodríguez-­Álvarez, 2022).

En los gráficos 7, 8 y 9 se presenta información procedente de las tres encuestas analizadas para describir si, a igualdad de posición socioeconómica (de pobreza en sus diferentes dimensiones o de posición en la distribución de la renta), la participación laboral sigue influyendo en la salud mental. Si las personas que se encuentran en situación de pobreza (o en una misma posición de renta) afrontaran el mismo riesgo de mala salud mental, independientemente de la situación de empleo, se apreciaría una profundización del círculo vicioso entre pobreza, participación laboral y salud mental; trabajar supondría el mismo o mayor riesgo de trastorno mental común que estar en desempleo. Sin embargo, si se observan diferencias (quienes trabajan declaran mejor salud mental que quienes están en desempleo) se podría concluir que el trabajo protege de un posible empeoramiento de la salud mental, incluso en situaciones de exclusión económica, material y/o social.

Cuando se observa el riesgo de afectación del ánimo de las personas en situación de pobreza en función de la participación laboral (gráfico 7), se aprecia que la situación de empleo sigue influyendo más allá de la experiencia de pobreza. La tasa de afectación del ánimo es menor entre las personas pobres que trabajan, que entre las inactivas o desempleadas (y muy especialmente que entre quienes sufren desempleo de larga duración). Esta tendencia se manifiesta con todos los indicadores de pobreza, salvo una excepción: el riesgo de afectación del ánimo durante la pandemia entre las personas que, considerándose subjetivamente pobres, trabajaban o se hallaban desempleadas es similar. Con otras palabras, cuando se comparte la percepción negativa sobre las circunstancias económicas del hogar, la situación laboral influye en menor medida.

Los datos de la encuesta EINSFOESSA, con un indicador más específico de los trastornos mentales comunes, también ofrecen respaldo al argumento según el cual el empleo representa el factor de protección más eficaz contra los problemas de salud mental (gráfico 8). Independientemente de los indicadores de pobreza y exclusión social que se utilicen, la incidencia de los trastornos del estado del ánimo es menor entre las personas ocupadas que entre las desempleadas y las inactivas. Además, se observa que cuanta menor conexión con el mercado laboral existe, mayor es la tasa de mala salud mental, ya que son las personas inactivas las que presentan un riesgo mucho más alto. La única excepción a esta tendencia se da entre las personas que se encuentran en situación de pobreza severa, ya que, entre ellas, quienes trabajan presentan un riesgo de mala salud mental algo superior (13,2 por ciento) que quienes están desempleados (11,6 por ciento). En este caso, parece que la profundización del círculo vicioso se da entre quienes se hallan en la posición más baja de la distribución de la renta.

Por último, los resultados derivados de la ENS también reafirman la importancia del empleo como factor protector contra los trastornos mentales comunes para las personas que están en las posiciones más bajas de la distribución de la renta (gráfico 9). Tener un empleo está relacionado con menores tasas de mala salud mental (en ningún caso superiores a 24,3 por ciento), independientemente del nivel de ingresos. Sin embargo, las personas desempleadas (de corta y larga duración) e inactivas solo consiguen reducir su riesgo de trastorno mental común más allá del 20 por ciento cuando ostentan niveles de ingresos altos (superiores a los 1.800 euros mensuales). La tendencia general, en casi todas las situaciones de empleo, sugiere que, a mayor nivel de ingreso, menor riesgo de padecer mala salud mental. Sin embargo, esto no sucede tan claramente entre las personas desempleadas de corta duración: el riesgo de mala salud mental disminuye en los tres niveles de ingresos más bajos, pero aumenta en los niveles medios. Para estas personas parece que, una vez que las necesidades básicas están cubiertas, lo que importa para su bienestar no es el nivel de ingresos por sí mismos, sino las expectativas sobre la propia vida (Cooper y Stewart, 2015).

En resumen, el análisis de los datos también arroja pautas consistentes entre las dimensiones socioeconómica y laboral y el estado psicológico. Los datos de los tres indicadores de salud mental indican que la participación en el mercado laboral protege frente a una profundización de los riesgos de padecer trastornos mentales comunes. Incluso cuando se compara a personas en una misma situación económica adversa, aquellas que trabajan muestran niveles más altos de bienestar psicológico, de lo que se desprende que no es la situación económica únicamente la que produce mala salud mental, sino que la exclusión de otras esferas sociales (como puede ser la laboral) también influye ostensiblemente.

6. Conclusiones

En este trabajo se ha buscado realizar un acercamiento a la relación entre salud mental, pobreza y participación laboral en España. Se han revisado las principales investigaciones que han estudiado las relaciones entre estos fenómenos y se han evaluado las fuentes de datos disponibles. Los resultados obtenidos permiten establecer algunas conclusiones sobre las que pueden basarse futuras investigaciones y, eventualmente, desarrollar posibles aplicaciones en forma de políticas públicas orientadas a mejorar las condiciones de vida de las personas que sufren exclusión social, laboral y/o de salud (mental).

En primer lugar, se ha corroborado la relación entre la situación socioeconómica y el riesgo de mala salud mental. En general, los datos de las tres encuestas analizadas muestran que la situación de pobreza, la exclusión social o la posición más baja en la distribución de la renta implican un mayor riesgo de padecer un trastorno mental común. Sin embargo, se observan diferencias entre los indicadores de pobreza seleccionados y parece que los que adoptan una perspectiva económica no reflejan una asociación tan clara con la mala salud mental (Patel y Kleimann, 2003). Cobra relevancia, por tanto, analizar la pobreza desde una perspectiva multidimensional para garantizar la correcta medición de su relación con los trastornos mentales comunes. La perspectiva económica es más adecuada para establecer la gradación de la relación con la salud mental (Alegría et al., 2019; Allen et al., 2014): el riesgo de padecer un trastorno mental común no desaparece cuando no se sufre pobreza, sino que disminuye gradualmente a medida que se ocupa una mejor posición en la distribución de la renta.

En segundo lugar, también se ha confirmado la asociación entre la participación laboral y los riesgos de padecer trastornos mentales comunes. Tanto las personas desempleadas, como las ocupadas precariamente afrontan una mayor probabilidad de padecer una enfermedad mental común, en comparación con quienes están integrados en el mercado laboral (Escudero-Castillo, Mato Díaz y Rodríguez-­Álvarez, 2022 y 2023). Los resultados derivados de las tres fuentes de datos estudiadas confirman que la situación laboral influye más que la precariedad en el bienestar psicológico. Es decir, las personas desempleadas (sobre todo, si el desempleo es de larga duración) muestran tasas más altas de trastornos mentales comunes que las que trabajan (aunque el trabajo sea temporal, a tiempo parcial o atípico).

Para finalizar, esta investigación también ha buscado desentrañar la complejidad de las relaciones que se producen entre la situación socioeconómica, la participación laboral y la salud mental: ¿la exclusión económico-social y la laboral se retroalimentan creando una profundización de sus consecuencias? ¿O el trabajo puede proteger a quien sufre pobreza de la exclusión en otras dimensiones sociales? Los resultados evidencian que, salvo en las situaciones de pobreza severa, el empleo representa un factor protector de la salud mental, incluso en las posiciones bajas en la distribución de la renta. Por tanto, la situación de desempleo influye en la salud mental por sí misma, y no solo porque suponga una bajada de los ingresos (Ford et al., 2010). Se confirma así que el trabajo favorece la inclusión en otras esferas sociales, más allá de la económica: estar activo y participar en la esfera productiva de la sociedad mejora la salud mental a través de una mayor valoración personal y del mayor reconocimiento del resto de la sociedad (Laaser y Karlsson, 2022). De hecho, quienes participan activamente en el mercado laboral en empleos que exigen capacidades y responsabilidad, y ofrecen la posibilidad de participar en la toma de decisiones, están dispuestos a trabajar más allá de la edad de jubilación (Payá Castiblanque y Luque Balbona, 2023), corroborando la importancia de la dimensión laboral en la inclusión social.

De todo lo anterior se derivan tres posibles estrategias de políticas públicas para mejorar la situación de las personas que enfrentan una mala salud mental como consecuencia de su exclusión social y/o laboral. Por un lado, algunas investigaciones han mostrado la importancia de las políticas activas de empleo en diferentes contextos institucionales, llegando a la conclusión de que aquellos países que acompañan el desempleo con inclusión laboral (además de económica) tienen mejores indicadores de salud mental (OMS, 2014). Por otro lado, también se han realizado propuestas orientadas a mejorar los programas de garantía de mínimos como medidas que no solo luchan contra la pobreza, sino también a favor del mantenimiento de la salud mental (Oliveros, Agulló-Tomás y Márquez-Álvarez, 2022). Por último, se podrían combinar ambas estrategias acompañando las medidas de protección orientadas a mejorar los ingresos de la población en situación de pobreza con mecanismos de activación laboral (Tejero, López Rodríguez y Gutiérrez, 2022).

Sin embargo, para la determinación de las medidas más adecuadas se necesitan análisis más exhaustivos que indaguen en cómo se producen las relaciones causales entre la pobreza, la participación laboral y la salud mental. Todas las líneas de investigación futuras pasan por la necesidad de recoger datos de calidad que posibiliten la medición de diferentes dimensiones de pobreza, la evaluación adecuada de la salud mental y la inclusión de información sobre las trayectorias laborales. Asimismo, se requieren estrategias analíticas apropiadas que permitan aclarar esas relaciones causales entre los tres fenómenos que se retroalimentan.

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NOTAS

*  Departamento de Sociología, Universidad de Oviedo (tejeroaroa@uniovi.es).

** Departamento de Sociología, Universidad de Oviedo (doblytesigita@uniovi.es).

1  No puede permitirse: ir de vacaciones al menos una semana al año; una comida de carne, pollo o pescado al menos cada dos días; mantener la vivienda con una temperatura adecuada; disponer de un automóvil; disponer de teléfono; disponer de un televisor; disponer de una lavadora; no tiene capacidad para afrontar gastos imprevistos; ha tenido retrasos en el pago de gastos relacionados con la vivienda principal (hipoteca o alquiler, recibos de gas, comunidad...) o en compras a plazos en los últimos 12 meses.

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